El humor negro de Álvarez Bravo

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“… hasta en los versos hay veces que hay poesía”.

El viejo iba con el siglo, pero al principio (como todos) no era tan viejo. Lo viejo es interesante. Muy mucho. Adquiere siempre un matiz de solemnidad, y se hace digno de un respeto naturalmente merecido. Luego viene algo que le da a uno incluso mayor seriedad y relevancia: la muerte. -¡Muérete y saldrán tus virtudes, cásate y saldrán tus defectos! ¡Ah, qué la muerte! – dijo en vida (hay quien cree en el espiritismo) un vetusto sujeto que ya podía por su edad ser considerado digno de veneración. Ahora ya es este hombre pasto de gusanos, y sus virtudes fino polvo que quizá ya ni en el aire flota.

Pero el tema no es ese, aunque da un poco igual, al final, cual sea el tema. Manuel Álvarez Bravo conoció nomás un siglo, y unos cuantos días (algo así como seiscientos) del siglo que ya nacía cuando él se enfriaba definitivamente. Digamos que se perdió dos años del siglo en el que anduvo tomando retratos de lo que se iba encontrando (de preferencia los domingos, como él mismo afirmaba), y los recuperó en el siglo en el que ya solamente se dedicó a armar sus velices para disponerlos a la puerta de salida, como diría un argentino muy bohemio.

Harto se ha dicho de don Manuel Álvarez Bravo. Muchas veces sus fotografías se han expuesto, coleccionado, vendido, comprado, mandado y recibido, reproducido y contemplado. Incluso mientras de tinta mojo este papel reciclado, hay en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México una muestra – curada por Laureana Toledo – que incluye una importante variedad de imágenes inmortalizadas por este fantástico fotógrafo mexicano.

A pesar de todo, creo que es menos lo que se ha dicho de su inefable humor negro. Empeñado desde siempre en reproducir y congelar un México tan sui generis como él lo percibía, durante la década de 1950 se dedicó a tomar una serie de fotografías en las que no hacía más que lo que se puede ante la desgracia: burlarse de ella. Es en esa década que nacen “Señal, Teotihuacán” (conocida también como “Cajas Mortuorias”) y “El gran penitente” (ambas reproducidas aquí), que no puede ser (esta última), más que cínicamente gloriosa.

El humor de Álvarez Bravo está por todos lados en su historia, aunque habrá quien se empeñe en ver en su obra un retrato serio y solemne de lo vernáculo, lo rural, lo indígena y lo grave – para acabar pronto – del México de todos los días (aunque, insisto, en especial el de los domingos). Don Manuel se muere de risa para sus adentros cuando afirma lapidariamente que en todo hay poesía. “… hasta en los versos…”, se burla. Claro. Si no se burla uno, mejor será ponerse a llorar.

Y finalmente, en el 2002, se murió don Manuel. Había que llorar, sin duda, pues como dijo Machado, un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio (¿será para tanto, francamente?). En fin. Ahora es el tiempo, inexorable verdugo, el que se ríe del fugaz pero irrepetible paso de don Manuel por un mundo de carcajada.

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