Los derechos humanos y el sistema penal

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Decir que los derechos humanos son un obstáculo para garantizar la impartición de justicia sería un total despropósito, además de un falso debate que no tendría solución. De igual forma, sería una incongruencia pensar que el fracaso del sistema penal acusatorio vigente se debe a su naturaleza garantista; es decir, a su proclividad de protección a los derechos humanos.

Este discurso (pareciera) lo único que pretende es distraernos del verdadero debate y alejarnos de las verdaderas soluciones; además de propiciar una inútil confrontación de ciertos sectores de la población con las autoridades encargadas de garantizar la justicia.

Dicho despropósito podemos comprenderlo en la incongruencia de, por un lado, exigir un gobierno democrático al que también le reclamamos la protección de todos nuestros derechos, sobre todo, los llamados humanos y, por otro lado, en anatematizar a sus autoridades cuando, precisamente, consecuentes a su obligación constitucional de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos, actúan y se pronuncian a favor de estos.

Es un falso debate porque en realidad no existen posiciones encontradas; es decir, la ciudadanía en general, pero sobre todo ciertas organizaciones pro derechos humanos, exigen que estos se cumplan a toda costa y que se preserve, ante todo, el Estado de derecho; dada esta circunstancia, efectivamente, las autoridades, en este caso jurisdiccionales, suelen actuar en consecuencia, por lo que ante la violación de un derecho humano terminan por resolver el auto de no vinculación a proceso o el no ejercicio de la acción penal por violaciones graves a los derechos humanos.

Esto no es una incongruencia de parte de las autoridades jurisdiccionales (desde luego está el caso de corrupción que sí pudiera implicarla), ni mucho menos actuar en contra de la justicia misma o de la víctima del delito; esto significa simplemente aplicar el derecho.

Decir que el sistema penal acusatorio vigente ha fracasado por su naturaleza garantista y, sobre todo, por el principio de presunción de inocencia (el cual efectivamente beneficia al probable responsable) es adelantarnos y juzgar sin elementos suficientes. Todavía no cumplimos siquiera un año de la entrada en vigor de este sistema, por lo que no es tiempo suficiente que nos permita valorar su éxito o fracaso.

Me parece que el verdadero debate se encuentra en la capacidad de las instituciones para afrontar las mayores exigencias que ahora se le presentan, tanto legales como de contexto. Legales porque debe imperar a toda costa el principio de legalidad (lo cual siempre ha sido así desde que somos un Estado de derecho), y que trae consigo, evidentemente, la protección de los derechos humanos. De contexto, porque ahora las personas estamos más informadas, además de que, por el desarrollo de la tecnología, cualquier teléfono celular es un elemento eficaz para evidenciar cualquier tipo de abuso de autoridad.

Lo cierto es que este nuevo sistema ha evidenciado, ahora más que nunca, el fracaso de las instituciones relacionadas con la justicia de nuestro país, sobre todo las que tienen que ver con la seguridad pública y, hasta cierto grado, con las de procuración. Ha puesto de manifiesto, no sólo la incapacidad profesional, sino también el alto grado de corrupción en el que han estado inmersas.

Por tales motivos, el debate debe centrarse, por un lado, en lo que estamos haciendo para contar con instituciones y autoridades capaces de garantizar la justicia en nuestro país. Para ello, es necesario poner a juicio el reclutamiento, la formación, la capacitación y las circunstancias que el propio Estado les otorga en cuanto a salarios y prestaciones y, de ser necesario, corregir donde haya que hacerlo.

Algo está sucediendo que nos coloca una venda en los ojos, impidiéndonos ver la realidad y, a su vez, hace más difícil establecer acciones que nos permitan transformar para bien nuestras circunstancias de vida. Se ha optado, y hay quienes azuzan a través de los medios de comunicación, por encarnizados reclamos de la ciudadanía hacia las autoridades y, peor aún, existe una pugna entre las propias autoridades quienes se culpan unas a otras por los problemas de inseguridad y la falta de administración de justicia.

Creo que lo primero que tenemos que hacer es cuestionarnos acerca de lo que pensamos y creemos saber respecto a lo que es un Estado democrático, para refutar las conclusiones con la realidad que como país estamos viviendo. Esto es tan necesario o, de lo contrario, la población en general no sabrá lo que está ocurriendo, y ni siquiera sabrá que no lo sabe.

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