Larga vida a Aby Warburg a 90 años de su muerte

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El 26 de octubre de 1929 moría en Hamburgo, Aby Warburg. Un alemán cuya vocación estaba perfectamente definida, al punto de renunciar a la administración de la cuantiosa fortuna de su padre –un banquero– a cambio de que su hermano menor se hiciera cargo de ella y de proveerle a él todo lo necesario para que pudiera dar cauce a sus estudios. Ese mismo año nació Martin Luther King, se publicó por primera vez la historieta Tarzán, también se declaró la Gran Depresión, afectando principalmente a Estados Unidos pero de manera indirecta a la economía mundial, aún no tan globalizada como ahora. En 1929 nacieron Imelda Marcos, Yasser Arafat, André Previn y Milan Kundera. Si convierto esta nómina a un concierto de imágenes, tendré parte de mi iconosfera infantil y de adolescente. Es decir, esas imágenes estuvieron conmigo y yo con ellas durante los años en que se formó mi enciclopedia visual. Hablando de enciclopedias, yo crecí sin Internet en casa y mis búsquedas se tuvieron que resolver con esos mamotretos de varios tomos y no con Google, lo que significa que cuando hablo de “investigar” en mis clases, mis alumnos hacen el gesto de escribir en un teclado y yo el de hojear un libro a la antigua. Todavía hago un ademán con la mano izquierda en forma de cuernito y me la acerco al oído cada que el gesto de “hablar por teléfono” apoya mi oralidad. Warburg permitió la inclusión del gesto como objeto de estudio en el arte, y después de él, en las imágenes en general. El gesto construye un mundo y una visualidad, y por eso es que compartimos gestos, pero también nos distanciamos de otros gracias al uso que hacemos de ellos.

Aby Warburg.
Aby Warburg, historiador alemán (Fotografía: Süddeutsche.de).

Bueno, pues Warburg, ese señor que decidió renunciar a la administración de una fortuna por dedicarse a una educación esmerada, pensó en la iconosfera y en su poder de creación y explicación, aún antes de que fuera denominada así por teóricos posteriores. Podría pensarse que, por su actividad de estudio, Warburg se dedicaba a la mera especulación. Sí y no. Porque dedicarse a pensar en las imágenes no es un ejercicio de contemplación, paradójicamente. Cuando en la prepa me hablaban de la Filosofía de la contemplación de lo absoluto (estudié en escuela católica), me parecía tremendamente aburrido estar condenada a una eternidad así. Las imágenes son discontinuas, fragmentarias, son lexemas que construyen realidades incompletas, ficcionales, pero a la vez, tremendamente reales. En la eternidad y en la especulación eso no tiene cabida; las imágenes y su estudio necesitan heurística y un profundo trabajo de crítica que Warburg desempeñó activamente.

A partir de 1889, Warburg concebiría un gran proyecto: una enorme biblioteca que se hizo realidad a inicios del siglo XX y que la guerra mundial obligaría a migrar a Londres, volumen a volumen hasta llegar a 65,000 o más. Acerca de este monstruoso proyecto, dice Georges Didi-Huberman que era una working library de una “ciencia sin sombre” (La imagen superviviente…). El nombre de Warburg, ciertamente desconocido para muchos, trae aparejado otro apelativo: el de la ciencia de las imágenes o iconología.

Atlas Mnemosyne.

La producción de imágenes que la humanidad había llevado a cabo hasta la fecha de muerte de Warburg es seguramente medida en millones. Parecería fácil medir esta producción en realizaciones concretas de la cultura material (desde la venus de Willendorf hasta cada cajete trípode mesoamericano; desde los primeros daguerrotipos hasta las primeras imágenes de la Gran Depresión). No obstante, la andanada de imágenes que vino a saturar lo que varios teóricos, entre ellos Román Gubern, llaman iconosfera, implica una tarea ingente que se puede abordar desde muy diversas perspectivas: en primer término, para analizar esa andanada y ser conscientes de ella (¿dónde empieza y dónde termina una imagen? ¿Es siempre la misma?). En segundo, para deslindarnos de las imágenes que no nos interesan y, en tercero, para ser conscientes de la colonización que se ejerce a través de ellas sobre nuestro imaginario.

Para Warburg, empeñado en comprender su propio universo de imágenes y en transformarlo en un enorme panóptico en donde todo se despliegue en función de relaciones heurísticas –tanto como la biblioteca que soñó y logró hacer–, pensar en las posibilidades y tiranías de la imagen digital y en lo que la tecnología que hoy tenemos a disposición puede proporcionar, hubiera sido ciertamente alucinante. Eso era, tal vez, su Atlas Mnemosyne, un proyecto de libro (que contendría más imagen que texto) iniciado por él en 1926 y que se vio ciertamente truncado por su muerte en 1929. El Atlas consta de 60 paneles o tablas que recopilan cerca de 2,000 imágenes. Se editó póstumamente y presenta escasa sistematización y mucha fragmentariedad, lo cual puede llegar a asustar a quien busque en el rigor una certeza, un asidero. La tarea de recolección que emprendió Warburg, no obstante, se antoja titánica en su tiempo y persigue el camino de la supervivencia en las imágenes, sin llegar a la búsqueda de patrones arquetípicos.

Lo que Warburg vertió ahí responde a sus propias inquietudes. Si nosotros hiciéramos lo mismo, seguramente nuestro Atlas Mnemosyne recurriría a otros repertorios. Basta ver nuestras galerías de fotos en los teléfonos celulares: colecciones que reúnen lo más familiar y entrañable con el resultado de espigar de manera dispersa; sí, espigar a la manera en que Agnès Varda lo propone en “Les glaneurs et la glaneuse” (2000, documental, 1h 22 min.). En el fondo, todos somos espigadores y hacemos una colección de imágenes que se plantean y se replantean en sus infinitas relaciones a lo largo de toda nuestra vida.

Warburg nos dejó mucho, en particular, a los historiadores del arte. La sola idea de que podamos detectar la supervivencia de algo en imágenes distanciadas miles de años y que se pueden juntar a nuestra voluntad para decirnos una cosa nueva es, de suyo, productiva. Aby Warburg estuvo varios años encerrado en una institución psiquiátrica en Suiza y eso, junto con la fundación Warburg Institut y con el paso de seis meses con comunidades indígenas en América del Norte, hace que el personaje se rodeé de un aura de misterio. El legado de Warburg me impone cada vez que abro una red social y percibo la saturación, la velocidad que tenemos para descartar y para aprobar lo que “vemos” en fracciones de segundo. El legado de Warburg me hace ver que le creemos a la imagen, en términos generales y que no nos tomamos la molestia de interrogarla. El legado de Warburg me ha hecho ver que no vemos nada. Larga vida a Aby Warburg, a 90 años de su muerte.

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