Este mes se cumplen 48 años de un episodio que marcó para siempre la relación entre los medios masivos y el poder político: el llamado “escándalo Watergate”, episodio que culminó en la primera renuncia de un presidente de los Estados Unidos, Richard Milhous Nixon, y la encarcelación de 43 funcionarios de alto nivel.
Watergate fue una bola de nieve. Comenzó con el arresto de unos ladronzuelos en las oficinas de un partido político y creció hasta pasar al habla popular como apellido de escándalos con tinte político: “Irángate”, “Lewinskygate”, “WhiteWatergate”, “Migragate” and so on. En México tenemos nuestra propia cosecha: el “toallagate” ocasionó la renuncia de un administrador de la casa presidencial; el “AguasBlancasgate” culminó con la caída de un gobernador
Para siempre vinculado a Watergate quedó el nombre del Washington Post, rotativo que documentó el caso desde su inicio y cuya perseverancia contribuyó a una alerta social que puso al descubierto en la Casa Blanca una conspiración criminal. Mas pese al romanticismo de la película Todos los hombres del Presidente y del aluvión de reportajes y libros que brotaron a la vera de Watergate, no puede decirse que los medios hayan derribado a Nixon. Fue el Poder Judicial el que encontró elementos para la destitución, y fue el presidente quien eligió renunciar antes que ser defenestrado. El caso confirmó lo que desde 1922 había observado Walter Lippmann: “Los medios no dicen a la gente cómo pensar; sí le dicen en qué pensar”. Es decir, conforman la agenda social.
Watergate no fue un accidente, como no lo es la supuración que se pone al descubierto por una incisión de rutina. Fue el resultado de una época turbulenta y de la participación de actores cuyas personalidades fueron como agentes reactivos que precipitaron y pusieron al descubierto la trama de una conspiración desde el poder.
Si se comienza en sentido inverso, Watergate no estuvo en la agenda de los electores en particular ni en la de la ciudadanía en general durante 1972. Ello explica que Nixon hubiese sido relegido por el más alto porcentaje de votos en la historia del país. Los estadounidenses en aquel momento tenían en la mente, para citar de nuevo a Lippmann, imágenes distintas. Watergate se hizo parte de la agenda social y comenzó a presionar a la agenda política cuando los medios comprobaron que Nixon y sus colaboradores mintieron deliberadamente.
En la Casa Blanca, la agenda fue ocultar la verdad, mentir sin medida y utilizar las herramientas que fuesen necesarias, independientemente de su legalidad, para evitar que se hiciera pública la conspiración organizada para dañar a los enemigos políticos de Nixon.
De junio de 1972 cuando se descubrió el allanamiento, hasta mediados de 1974, la agenda de los legisladores republicanos se centró en la defensa de Nixon y la descalificación del Post y los medios que crecientemente abordaban temas de Watergate. Los demócratas, por su parte, utilizaron las informaciones de los medios para desgastar a la administración Nixon y, en el 74, para sustentar el inicio de los procedimientos legislativos para defenestrar al Presidente.
Hoy sabemos que Mark W. Felt, el segundo de a bordo del Buró Federal de Investigaciones (FBI, por sus siglas en inglés) fue la fuente del Post apodada “garganta profunda” y que operó no por amor a la verdad y para preservar los valores de la nación, sino en beneficio de su propia agenda, que era ser nombrado director general de la agencia a la muerte de J. Edgar Hoover. Cuando Nixon designó a un director ajeno a la comunidad de inteligencia y los mandos de carrera clamaron que ello dañaría al aparato de seguridad interna del gobierno, Felt utilizó su contacto con los reporteros del Post para combatir la designación presidencial.
Watergate en sus inicios, por lo menos de junio a octubre de 1972, casi exclusivamente estuvo en la agenda del Washington Post. A Katharine Graham, la dueña y editora, le advertían desde diversos ambientes que su empresa corría el peligro del ridículo y del escándalo al sobredimensionar la importancia de un “robo de tercera”.
Por lo menos hasta el tercer cuatrimestre de 1973 no hubo en otros diarios de gran circulación una reacción en cadena respecto a las informaciones de Watergate publicadas por el Post. En este sentido se confirma el postulado de que no basta que un tema aparezca frecuentemente en las noticias para hacerlo parte de la agenda. Si no aparece resaltando algún aspecto de un problema, o si sólo se resaltan sus aspectos positivos, el asunto pierde urgencia y, por lo tanto, la agenda se colapsa. Si, por el contrario, el tema muestra cada vez una cara distinta, la agenda se refuerza.
El senador Robert Dole, a la sazón presidente del Partido Republicano, acusó al Post de estar a sueldo de la campaña presidencial del Partido Demócrata, mientras que a diario el vocero de la Casa Blanca, Ron Ziegler, aparecía en las noticias para expresar su “horror” por el “periodismo execrable” del Washington Post.
Al interior del diario, Watergate no contaba con el consenso de la redacción. Varios jefes de sección opinaban en las juntas editoriales que el asunto estaba colocando en riesgo innecesario al periódico. Para Richard Harwood, responsable de la sección nacional, la cobertura del asunto estaba al borde de la fantasía, una investigación carente de lógica que bordeaba en la paranoia. A eso se añadían las crecientes descalificaciones políticas del diario por parte de políticos respetados. No menos inquietante era la noción que el Post también tenía su propio problema de “gargantas profundas” al servicio del gobierno.
Este ambiente fue descrito años después por Leonard Downie, uno de los editores durante el caso: “Nos sentíamos pequeños, no grandes o poderosos […]. Sentíamos una enorme responsabilidad. No creíamos que el Presidente fuera a renunciar y la noche en que eso sucedió casi todos enfermamos. Era un grupo pequeño el involucrado. De eso se trata este negocio. Eso todavía es lo que hace la diferencia. Fueron tiempos duros, nada brillantes. Muchos le advertían a Katharine Graham que arruinaríamos su periódico”.
Hay una extendida creencia de que el presidente Nixon renunció al puesto como consecuencia directa de las publicaciones del diario The Washington Post sobre el caso Watergate. Sin embargo, pese a que el rotativo fue el primer medio en dar a conocer el asunto y lo mantuvo en sus páginas desde junio de 1972, no influyó determinantemente en la agenda ciudadana. Tuvieron que darse una serie de acontecimientos sociales, de política interna y externa, y económicos, para que Watergate fuera percibido como el tema clave en la agenda social y fuese retomado en la agenda política.
Watergate revivió la vieja discusión sobre la paradoja de la importancia que atribuimos a los medios en la democratización de las sociedades y la importancia relativa que éstas dan a aquéllos. Quienes se apresuran a señalar que la mejor prueba de que “la prensa” es “el motor” de la democracia y ejemplifican con el papel desempeñado por The Washington Post en Watergate y la primera renuncia de un presidente estadounidense, suelen pasar por alto que en noviembre de 1972, cuando los pormenores del asunto tenían seis meses en la primera plana del Post y que Walter Cronkite, el “Gran Padre Blanco” de la televisión, “el hombre con mayor credibilidad en Estados Unidos” hiciera suyo y validara periodísticamente el caso, Nixon ganó su segunda elección presidencial por el más amplio margen de votos en la historia.
¿Qué sucedió? La respuesta se debe buscar en el papel que realmente juega la prensa en la democracia. Tiene que ver con lo que Hamilton llamó “el estado de ánimo” de la sociedad, otros “las imágenes en nuestra mente” o la “construcción de las agendas. Parece indiscutible que la prensa provee no sólo información, sino el marco conceptual en el cual se ordenan la información y las opiniones: no únicamente los hechos, sino una visión del mundo. Así, los actores políticos se ven obligados a configurar sus mensajes al modelo propuesto por la prensa y esto influye en la percepción del proceso político que tienen las audiencias.
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