Hace 2024 años aproximadamente nació Jesús, el ser humano que ha venido dando vida a la humanidad y desde entonces se ha venido celebrando en diversas partes del mundo la Navidad “Nativitas” (Nacimiento).
Este año ha sido particularmente “doloroso” para la humanidad en tanto la pandemia de la COVID-19 ha producido caos, confinamiento de los pueblos y terror en el encuentro con “el otro” (a raíz del relativo distanciamiento social). Y digo relativo porque siempre las reglas de la interacción social prevalecen por sobre las disposiciones legales que gestionan la convivencia ciudadana. Que en algunos países ya hay vacuna contra la enfermedad del año está bien; que en otros no será obligatoria la inoculación de este tratamiento ‒obedece al respeto del libre albedrío‒, pues debe servir para reflexionar sobre el grado de “confianza” de la ciudadanía en las instituciones públicas-estatales.
Veamos el ejemplo mexicano en donde a lo largo de estos meses la posibilidad de “salir” o “quedarse” en casa ha dependido de una cultura ética individualizada; en contraposición a países como Honduras en donde desde la institucionalidad y de una forma vertical se ha venido “obligando” a sus ciudadanos al confinamiento (so pena de aplicar normas de restricción a la movilidad y la búsqueda del bienestar individual y colectivo).
Sin lugar a dudas ha sido un año de encuentros y desencuentros; de comprensión e incomprensión; de esperanza y desesperanza (veamos por el ejemplo la “caída” del régimen trumpista que se convierte en una “fuente” de tranquilidad para miles de seres humanos del sur “subdesarrollado” que han visto en Estados Unidos la posibilidad de “crecer”).
Indiscutiblemente que esta época es una plataforma “propicia” para la reflexión sobre qué y cómo somos en sociedad. Porque hacemos unas cosas y desatendemos otras. Bajo mi punto de vista no hay sociedad sin solidaridad. La misma está anclada en los propios principios éticos-comunitarios sin los cuales es imposible la evolución en la construcción de la justicia y equidad.
Por otra parte, me parece adecuado repensar en fin de año la gestión del espacio público como escenario en donde se debe potenciar la idea de los Derechos Humanos como una cuestión de vital importancia para ‒desde la institucionalidad‒ “defender” y proteger al más humilde y desprotegido por el “sistema de cosas”.
Pienso que en el contexto azaroso que hemos vivido este 2020 debe motivar en cada uno de nosotros una “reinvención” individualizada a fin de generar nuevas concepciones en nuestras relaciones con nuestro propio ser, con el de “al lado”, con la comunidad y con el estado (en tanto este último es una representación abstracta de lo que somos en sociedad).
Fielmente creo que este 2021 será un año mejor y diferente en tanto se ha demostrado, por ejemplo, a través de la fe y la ciencia que el servirnos y “arroparnos” unos con otros es la clave para que nuestra humanidad no “desfallezca” (y lo demostró con sencillos ejemplos en enclaves comunitarios “iletrados” hace más de dos milenios Jesús de Nazareth, quien prefirió en su momento comunicar a través de parábolas, viendo la sencillez de la gente receptora de sus mensajes, la construcción de una humanidad diferente).
En definitiva, este 2020 ha sido fuente de discordias, distensiones y desesperanzas que creo transmutarán en vida, confianza y solidaridad como reglas inmutables para construir un florecimiento humano con justicia y respeto por las propias cosmovisiones de la vida de “el otro”.
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