Día 1
Era una extraordinaria forma de festejar. La mejor. Después de tantos congresos cancelados por la pandemia, la idea de volvernos a reunir para celebrar la victoria sobre el virus lucía espectacular. No sólo tendríamos nuestra reunión ya en “modo presencial”, sino que la Organización había tomado la valiente decisión de dejar la rutinaria comodidad de coincidir en un “hotel sede”, para aventurarnos a mar abierto en un crucero que nos albergase durante los 5 días del encuentro.
Si un formato podía demostrar que las preocupaciones del virus habían quedado en el pasado, y que la eficacia de las vacunas nos había devuelto la libertad plena, era de esta manera. Los cruceros, como ciudades flotantes que reúnen a personas de todo el mundo, representaron durante toda esa etapa el último de los reductos que podían ser reivindicados en su misión de entretenimiento y turismo para miles de personas alrededor del mundo.
Ahora estábamos aquí, viendo desde la cubierta como el buque se apartaba de tierra para enderezar rumbo hacia el horizonte. El basto océano, como gran escenario de nuestro pasaporte de “COVID FREE”, que se levantaba sobre nuestras cabezas como bandera libertaria. El perfil de los altos rascacielos de Miami se perdió poco a poco hasta convertirse en una línea más del continente.
Nuestro grupo formaba la mejor selección de abogados de la firma, escogidos con especial cuidado para formar parte de este viaje para reinaugurar la vida, reinstalarnos en nuestras oficinas, lanzar proyectos guardados durante la pandemia y celebrar, con otros colegas, la magia de un reencuentro largamente esperado. Juan, Javier, Isabel y yo, Manuel, formábamos esa combinación de generaciones y especialidades que nos permitía movernos con comodidad para abordar las reuniones, conferencias y eventos que saturaban la agenda de los próximos días.
El coctel nocturno de bienvenida no podía haber sido más cálido y entusiasta. Abrazos y risas sin cubrebocas ni mascarillas, saludos de mano, todo un ambiente festivo tan extrañado y tan necesario, que en esta ocasión dejaba su halo artificial y suntuoso para instalarse más en lo humano.
Día 2
Como primer día de actividad, habíamos encontrado un buen balance de pláticas matutinas y juntas de trabajo con una asoleada en cubierta con el sol en pleno éxtasis. Flotaba en el ambiente la evidente atracción que existía entre Javier e Isabel, que se traducía en atenciones desmedidas de este con aquella. Me llamó la atención que en su condición de casada, Isabel no parecía evadir ninguno de los coqueteos de Javier. Para la comida habíamos reservado una mesa grande con una firma de Luxemburgo con la que estábamos revisando un importante litigio en ciernes, de modo que pudiéramos aprovechar el tiempo para degustar una exuberante oferta de mariscos, mientras intercambiábamos ideas del caso que estábamos preparando.
Para la tarde teníamos ya acordado tomar un tiempo de descanso en nuestros camarotes, antes de vestirnos formalmente para la cena de gala en los principales salones del crucero. La noche lucía fantástica con un show itinerante en los diversos salones, de modo que todos viéramos lo mismo estando en lugares diferentes.
No percibí la pérdida de velocidad del buque, de pronto, al salir al balcón para observar la bastedad del mar, extrañé la tradicional estela de espuma que el barco deja a su paso. Nos habíamos detenido. Era extraño, según los planes de viaje debíamos viajar a velocidad crucero para estar justo a las 6 de la mañana en el primer punto del recorrido. Mientras meditaba buscando explicaciones al suceso, fuertes golpes en la puerta, y mi nombre en la voz de alguien me alertaron. Abrí sin más y Javier irrumpió en mi camarote arrastrando a Isabel de la mano para depositarla sin ninguna suavidad en la silla más cercana. Sus rostros denotaban miedo y preocupación.
—Jefe –como amablemente se referían a mí–, parece que hay una insubordinación de un grupo que ha destituido a los capitanes a cargo y están tomando control del barco, o tal vez se trata de un comando criminal que está tomando por asalto el crucero. Nos lo dijo uno de los marineros que encontramos en un elevador, y nos pidió refugiarnos en nuestros camarotes mientras se calman las cosas.
Para ese momento estábamos ya escuchando gente corriendo por los pasillos con gran estrépito, gritando en todos los idiomas en forma frenética. Decidí acercarme por información a una zona cercana que conectaba diversos pisos con escaleras en forma de espiral y el panorama era caótico. Gritos, desorden, gente atropellada. De entre los que corrían un abogado que bien conocía de Colombia sólo acertó a sujetarme por los hombros y mirándome fijamente a los ojos me musitó las palabras que nunca más quería oír:
—Virus, es un virus, acaba de empezar y es letal, por eso nos detuvimos, no nos dejaran llegar a ningún puerto.
Regresé al camarote tratando de asimilar lo escuchado, y todavía sin lograrlo repetí las frases, sin entonación alguna a Isabel y a Javier, quienes se derrumbaron en las sillas cercanas.
—¡Santo Dios jefe!… ¿qué hacemos?
Día 3
Pasamos la noche combinando algo de sueño con torcidas especulaciones sobre lo que estaba sucediendo. A pesar de que Juan se nos había unido en mitad de la noche, la información que nos pudo dar solo servía para alimentar las especulaciones. La versión del nuevo virus era la más recurrente entre la gente de “afuera”, aunque el único dato adicional era que habían muerto ya 5 o 6 personas, pero muchas más estaban contagiadas.
Decidimos, con base a las lecciones aprendidas del COVID, establecer una sana distancia en el de por sí reducido camarote. Bajamos el colchón de la cama y junto con sábanas y colchas improvisamos cuatro camas en las cuatro esquinas del espacio. Para ese momento, los mensajes en los altavoces ya eran audibles, después de balbuceos y palabras incoherentes a lo largo de la noche. El mensaje en inglés decía:
—“Estamos en control del barco. Les pedimos se mantengan en sus camarotes. No salgan, es muy peligroso. Les estaremos llevando comida a lo largo de la mañana, pero no salgan, es muy peligroso. Deben permanecer en sus camarotes”.
Para ese momento nuestros intentos por tener señal en nuestros celulares se habían agotado, y la señal de internet del barco estaba cortada. Nada. El propio teléfono que conectaba con otros camarotes también estaba en silencio, así como el televisor del camarote, que incluía un canal de noticias. Nada, en medio del mar, incomunicados con el exterior y con la propia gente del crucero.
Nuestra evaluación nos llevó a varias conclusiones. La primera era que estábamos bien y juntos, lo que sin duda, en estas circunstancias, era de celebrar. Lo segundo era que claramente había una situación de riesgo que ignorábamos, por lo que debíamos mantenernos serenos y juntos hasta saber qué estaba pasando. La tercera conclusión era que algo había pasado con la tripulación, porque los mensajes de quien presuntamente mandaba en el barco no provenían del capitán o algún subalterno oficial, sino de “alguien más”. Con esas premisas, asumimos que esperar que alguien viniera al rescate era la mejor decisión que podíamos tomar. Mantuvimos la puerta bloqueada con sillas y maletas, ante la posibilidad de que alguien pretendiera irrumpir en lo que se había constituido como nuestro refugio.
La escasa comunicación con los vecinos del camarote, por medio del balcón, resultó infructuosa. Lo único de cierta utilidad que un vecino nos dijo era que, según sus cálculos, estábamos a unas 300 millas de San Cristóbal y Nieves, una pequeña isla que era nuestro primer destino. Salvo esa breve información, gritada a través de las mamparas que dividía nuestro balcón del contiguo, nadie sabía nada, pero era claro que nadie se prestaba a dar la cara, temiendo ser contagiado por los otros. Estábamos, simplemente, viviendo una pesadilla.
El siguiente anuncio por los altavoces, ya bien entrada la mañana, era que iniciarían la distribución de comida directamente a los camarotes. Que era necesario que cuando alguien tocara la puerta se abriera 10 segundos después, se tomara la charola y se volviera a cerrar. Que la persona encargada esperaría hasta que la puerta se cerrara para entregar la siguiente charola. Que en caso de transcurrir 15 segundos sin abrir la puerta la charola se recogería y no se entregaría más comida hasta el día siguiente.
Fuimos de los afortunados. Antes de una hora del aviso, con casi 24 sin alimento, escuchamos el toc-toc en nuestra puerta. Contamos los 10 segundos, abrimos y recogimos nuestra charola y volvimos a colocar nuestros bloqueos. Lo primero que descubrimos fue que la comida era una ración que difícilmente alcanzaba para uno y mucho menos para cuatro. En ese momento nos dimos cuenta de que, al menos para tener que comer, tendríamos que dividirnos en los dos camarotes que ocupábamos, y volvernos a reunir después de recibir la ración correspondiente.
Los cuatro pasamos esa noche especulando, dormitando, temiendo e imaginando un mundo, otra vez, asolado por el virus. Cada media hora los anuncios en los altavoces reiteraban la misma orden:
—“Somos el comando que gobierna el barco. Usted debe permanecer en su camarote y no debe salir por ningún motivo hasta nuevas instrucciones.”
Entre los mensajes, en el silencio de la noche, se alcanzaban a escuchar gritos, pasos de personas corriendo… y disparos.
Día 4
En cuanto empezó a asomar la luz del día en el camarote decidimos que Juan y Javier intentarían llegar al suyo hasta que pudieran recibir su comida, y en los trayectos de ida y vuelta tratar de averiguar cuál era la situación en el barco. Intentarían también pasar por el camarote que Isabel ocupaba con una colega mexicana con la que solía compartir habitación en los congresos, para recoger sus papeles y algo de ropa.
Improvisamos cubrebocas con pañuelos de tela y mascarillas con folders de mica plástica y nos despedimos poniéndonos de acuerdo en el tiempo estimado para que estuviesen de regreso. En la larga espera que teníamos por delante, Isabel y yo nos dedicamos a revisar el manual que cada habitación tiene para emergencias, a fin de localizar salidas de emergencia, ubicaciones de botes salvavidas, y cualquier otra información que pudiera ser de utilidad en la emergencia. Ambos sabíamos que era una simple manera de pasar el tiempo haciendo algo “relativamente útil”, en lugar de estar elucubrando tragedias inminentes.
A lo largo de la mañana estuvimos escuchando los gritos que desde los balcones de diferentes pisos los ocupantes lanzaban solicitando toda clase de cosas, desde pastillas para el dolor de cabeza hasta papel de baño y pañales. Una especie de correo con canastillas y cuerdas se improvisó para facilitar el traslado de bienes entre los camarotes. Nuestra única intervención en el sistema fue para colocar un mensaje escrito solicitando el bien más preciado en ese momento: “información sobre lo que estaba ocurriendo”. Nadie respondió.
El toc-toc en nuestra puerta, una hora antes de lo esperado, nos sorprendió, y tuvimos que correr a quitar los bloqueos para alcanzar a recoger nuestra charola que estaba ya a punto de ser levantada por una persona ataviada como personal sanitario, pero con una careta que impedía ver su rostro. Al preguntarle qué estaba pasando, se limitó a gritar “INSIDE”, y a tomar de su cinturón una especie de dispositivo eléctrico de inmovilización que claramente estaba presto a utilizar. Cerramos la puerta y volvimos a colocar los bloqueos, esperando la clave acordada con Juan y Javier para abrir la puerta.
El espacio que la tarde brindaba lo aprovechó Isabel para contarme, paso a paso, la desilusión de su relación amorosa con el que había sido su único novio a lo largo de seis años, y que un día, súbitamente, le informó que le gustaban los hombres, hizo una maleta y se mudó a Londres.
Bien entrada la noche escuchamos los toques en la puerta que habíamos acordado, pero no en la puerta del corredor sino en la del balcón. Era Javier, que de alguna manera se había logrado colar hasta ahí. Le abrimos y desde la misma entrada inició atropelladamente el vaciado de información, lo que había sucedido desde su partida y de todo lo que se había enterado a lo largo del día:
—Dios mío, ya no sabía qué hacer, de no haber sido por la toalla colgada en el barandal no habría reconocido el camarote. Tuve que descolgarme desde el camarote de Luis, nuestro amigo de Perú que me dejo entrar al suyo a cambio de contarle lo que investigué, y que está casi arriba de éste, pero no estaba seguro de hacerlo. Esperé a que estuviera muy oscuro porque parece que han disparado a gente que ven fuera de sus camarotes. La cosa es muy grave, se sabe que sí hay varios contagiados de un nuevo virus y no nos dejarán llegar a un puerto hasta que vengan las autoridades sanitarias de alguna de las islas cercanas a tomar el control del barco. Además, hay una insurrección de un grupo de marinos que destituyeron al capitán y tiene el control del barco. Tuvimos que estar horas enteras escondidos en escaleras de servicio y cuartos de implementos para poder avanzar hasta nuestro camarote y hablar con dos o tres conocidos. Nadie quiere dar la cara, todos tienen miedo al contagio. Alguien nos dijo que más de 20 de los que enfermaron murieron ayer, solo un día después de que se contagiaron en la recepción de apertura del congreso. A los que mueren les ordenan a los familiares o compañeros, pistola en mano, que les pongan cosas pesadas y los tiren al mar, porque nadie quiere exponerse a contagiarse. Es terrible.
Para ese momento Isabel había roto en llanto y yo sólo me tocaba los cabellos y tenía los ojos muy abiertos.
—La buena noticia, agregó Javier, es que pudimos hablar con uno de los meseros que conocimos el primer día y nos ha dicho que él conoce a la perfección el barco y junto con uno de los almirantes tienen un plan de escape en uno de los botes salvavidas. Están vendiendo cada espacio en 20,000 dólares y aceptan que se les firme un documento para pagar cuando volvamos. De entrada, le he dicho que estamos dentro. La intención es largarnos mañana a media noche. Bueno, trataré de dormir un rato porque antes de que amanezca debo regresar al camarote para acompañar a Juan, no quiero que piense que me pasó algo y se salga a buscarme. Por precaución, decidió Javier colocar una división en la esquina que ocupaba, con las sábanas de la cama, por si acaso era portador del virus después de su expedición, e inmediatamente empezó a roncar.
La información me daba vueltas en la cabeza en una danza de sumas y restas: 20 x 4 son ochenta. ¡Ochenta mil dólares por escapar de la ratonera!
Continuará…
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