Días de tensión creciente se han vivido a raíz del ataque en Bagdad, en el cual murió el comandante militar iraní Qasem Soleimani. Más allá de glosar notas que todos hemos leído en días recientes, este hecho y uno de los tuits del presidente Donald Trump me hicieron reflexionar en algo que ha estado en la mesa desde tiempo atrás y que también se ha discutido con motivo de los acontecimientos en nuestro país: ¿qué papel cumple el patrimonio? ¿Para quiénes, en qué entornos, en qué contextos consideramos a algo motivo de protección?
Patrimonio es legado, entraña tanto la herencia que se ha recibido como los bienes adquiridos y acumulados por uno mismo. El patrimonio tiene un carácter aditivo, como la tradición: se transmite, se elabora, se custodia, se defiende, se engrandece, se valora. Patrimonio es riqueza y siempre es de alguien. El patrimonio tiene, entre otras cosas, significado y por ello es determinante esta relación de pertenencia que, a su vez origina protección.
¿Quién valora el patrimonio? Hay dos antecedentes que es necesario tomar en cuenta. A raíz de la destrucción de bienes muebles e inmuebles derivada de la Segunda Guerra Mundial, se contempló en la Convención de La Haya (1954) la protección de la propiedad cultural en el caso de un conflicto armado; por otro lado, el 16 de noviembre de 1972 se firmó en París la Convención sobre la protección del patrimonio mundial, cultural y natural; la inclusión de este último rubro es lo que le da especificidad al documento que, en lo tocante a lo cultural, no plantea algo sustancialmente distinto a lo que se define como patrimonio cultural en la Convención de 1954. El Artículo 1º de la Convención de 1972 dice que es considerado patrimonio:
los monumentos: obras arquitectónicas, de escultura o de pintura monumentales, elementos o estructuras de carácter arqueológico, inscripciones, cavernas y grupos de elementos, que tengan un valor universal excepcional desde el punto de vista de la historia, del arte o de la ciencia–los conjuntos: grupos de construcciones, aisladas o reunidas, cuya arquitectura, unidad e integración en el paisaje les dé un valor universal excepcional desde el punto de vista de la historia, del arte o de la ciencia–, los lugares: obras del hombre u obras conjuntas del hombre y la naturaleza así como las zonas, incluidos los lugares arqueológicos que tengan un valor universal excepcional desde el punto de vista histórico, estético, etnológico o antropológico.
En 2003, la UNESCO incorporó la noción de patrimonio inmaterial, consistente en prácticas culturales, artefactos que intervienen en ellas, expresiones orales, conocimientos relativos a la naturaleza y al universo, actos festivos, etc.
Ahora bien, estas convenciones apuntan directrices generales para la protección del legado, un legado que, por su importancia, ya no solamente debe ser custodiado por una comunidad específicamente, sino por todos los países que suscriben los documentos. En días recientes, Audrey Azoulay, directora general de la UNESCO, le recordó al presidente Trump que su país ha suscrito compromisos en convenios internacionales que lo impelen a respetar el patrimonio cultural. Diversos actores en redes sociales han publicado, a partir de la lista de la UNESCO, fotografías de los lugares emblemáticos de Irán que están en riesgo a raíz de la amenaza de Trump del pasado 4 de enero. No refiere cuáles; habla de 52 objetivos de alta importancia para Irán y la cultura iraní. La AAMC (The Association of Art Museum Curators) condenó el pasado lunes 6 la amenaza de destrucción y se refirió a “nuestra global y compartida herencia cultural”. Es decir, no es de Irán, es de todos. Amenazas y destrucciones de facto ya han tenido lugar en diversos momentos: la destrucción de monumentos como los budas gigantes de Afganistán, destruidos por los talibanes; el arco de Palmira en Siria y el ataque a esculturas en el Museo de la Civilización de Mosul por parte de yihadistas de ISIS; mausoleos sufíes de la ciudad de Tombuctú (Mali) que sucumbieron a manos de tuaregs e islamistas radicales. La cuenta, desafortunadamente, es larga y me limito a recordar sólo lo que ha sucedido en los años más recientes.
¿Por qué amenazar con destruir monumentos? ¿Por qué podría ser significativo destruir el patrimonio cultural? Porque significa. Esta significación puede estar asentada en motivos religiosos para una comunidad muy específica y quizá más próxima, en motivos estéticos y de apreciación histórica para otros. Los monumentos no son piedras estables e impasibles que testimonian los logros técnicos del pasado: son construcciones discursivas vivas, que se hacen en el presente. Redimensionan tragedias del pasado, nivelan el terreno en términos simbólicos, palian dolores, rinden homenaje, reivindican, dan prueba de un poder alcanzado, tranquilizan, perturban, lo que sea, pero permiten construir continuidad. Los monumentos (en general) son medios físicos para trascender la muerte en términos culturales. Para trascender el olvido.
Hace meses que estamos presenciando marchas de mujeres que realizan pintas en los monumentos de Paseo de la Reforma. Mi postura ya fue expresada en esta columna y de ninguna manera creo que una serie de pintas pongan en riesgo de destrucción total a ninguna construcción. Cuando cayó, presa de las llamas, la aguja de Notre Dame en abril del año pasado, miles de parisinos y visitantes de la Ciudad Luz se hermanaron en un sentimiento de irreparable pérdida con quienes presenciábamos el acontecimiento a través de la televisión y las redes sociales. Hace no mucho las reacciones producidas a raíz del escándalo que suscitó en un grupo de campesinos el Zapata gay de Cháirez fueron todo un tópico y motivaron una serie de reflexiones en torno al machismo que ya también he refigurado en La deriva de los tiempos. Ninguno de los ejemplos que he referido obedece a las mismas circunstancias. No obstante, hay un hilo en común: es patrimonio cultural, se vulnera significativamente a alguien y el legado se encuentra en el centro de las disputas puesto que representa, semantiza, iconiza diversos intereses. ¿Hay motivos para destruir completamente lo que ha sido significativo para muchos, por mucho tiempo?
La cosa se pone muy, pero muy espinosa. No puedo defender la destrucción sino tratar de entender razones y de reflexionar en los significados. Cuando un grupo invade a otro o trata de imponerle su credo religioso, es obvio que los que van a sufrir primero las consecuencias van a ser los monumentos y artefactos creados con fines litúrgicos. Si no, recuerden cómo les fue a los “ídolos” y construcciones indígenas durante La Conquista y evangelización del territorio mesoamericano. Un reclamo de atención, por demás legítimo, por parte de las mujeres como grupo vulnerado a causa del machismo, la impunidad, la inseguridad y la violencia despertó la conciencia de protección patrimonial (que andaba medio dormida) de un sector que estimaba que “ésas no eran maneras de protestar” sin parar mientes en que las cifras de mujeres asesinadas, violadas y acosadas han ido en aumento exponencial durante los últimos años. De nuevo, no estoy justificando nada, pero que un presidente (y no cualquiera, el de los Estados Unidos de Norteamérica) lance una amenaza que, por salir en Twitter no es menos peligrosa contra una serie de objetivos de interés cultural para Medio Oriente y capitales para comprender el devenir de la historia de Occidente, me parece fuera de toda proporción.
Me hago las mismas preguntas siempre que leo sobre estas cosas y que veo las palabras “patrimonio mundial”, que se supone que es de interés para la humanidad. No sé si a un migrante africano le interese la posible destrucción de la mezquita de Isfahán. No sé si a una mujer ultrajada en Corea del Norte le despierte alguna emoción el hecho de saber de la pérdida de Notre Dame. Tampoco estoy segura de si un migrante mexicano que marcha desesperado a la frontera del Bravo se sentiría muy vulnerado al saber de la subasta de piezas arqueológicas mesoamericanas que se llevó a cabo en París hace unos meses y que fue foco de reclamos bastante pueriles por parte de nuestras autoridades diplomáticas nacionales.
En varios medios se dijo que destruir el patrimonio cultural en medio de un conflicto armado (y con la deliberación de Trump) es un crimen de guerra. Yo digo que la guerra es un crimen. Las pérdidas de la población civil son inconmensurables en todos los sentidos; los daños al patrimonio intangible y, por supuesto, la destrucción de monumentos antiguos que dan fe de lo que otras culturas han sido capaces de hacer, no tienen ninguna justificación. No exhorto a ponderar si Trump tuvo o no razón al haber proferido la amenaza. Exhorto a pensar en el término “patrimonio”. Con todo, preferiría usar el de legado o herencia, para quitarle la carga jurídica y patriarcal, pero eso es otro asunto. Legado, herencia y tradición van juntos en términos de cómo pensamos en lo que tenemos y para quién lo tenemos. Cada quien cuida su parcela, bien es cierto, y en algunos lugares no nos da el presupuesto o la estrategia para ejercer una buena custodia. El legado se transmite de generación en generación (dejemos de lado eso de “de padres a hijos”, pues no nos deja extender la reflexión hacia entornos más comprensivos) con la finalidad de enorgullecer, formar, identificar, permitir la comprensión de una serie de procesos y el autorreconocimiento. Lo que hay en Irán, en Iraq, en Armenia, en Siria, en Jordania, en Líbano, en Turkmenistán es tan valioso como lo que hay en Teotihuacán o Chichén Itzá. No creo que a Trump lo tenga preocupado la reacción airada de la comunidad mundial que vela por proteger al patrimonio y no sé si haya reparado en que la UNESCO contempla sanciones para quienes incurran en destrucción, siendo parte de los países firmantes de las convenciones; no lo creo, como no veo que a Andrés Manuel le preocupe la devastación natural, social y arqueológica que va a implicar la construcción del Tren maya. Lo que creo es que como humanidad no debemos permitir que semejantes sujetos lleguen a decisiones de poder.