La seguridad personal e institucional de cualquier jefe de Estado o de gobierno en cualquier país es un asunto de seguridad nacional, llámese como se llame y pertenezca al partido político que pertenezca.
En México, el presidente de la República es constitucionalmente el jefe de Estado y de gobierno (además, jefe del partido oficial, según la vigente práctica priista). Su seguridad personal es de vital importancia para el país, sin duda alguna.
La semana pasada ocurrieron dos hechos lamentables (peor aún si, como creen muchos, fueron montajes gubernamentales): los insultos contra el presidente la de República al término de un vuelo comercial por un grupo de pasajeros que compartieron con él ese avión (domingo 28 de febrero), y la irrupción de un ciudadano (condenado como delincuente dos veces, según la historia oficial) hasta llegar al atril donde el presidente de la República dictaba su conferencia mañanera, violando todos los dispositivos de seguridad de Palacio Nacional.
De ser reales tales incidentes, si no se trata de montajes en busca de popularidad o de desviar la atención sobre otros problemas nacionales, los mexicanos tienen un motivo más por qué preocuparse: ¿cuáles serían las implicaciones para el país y los ciudadanos en el hipotético caso (nunca deseable, por supuesto) de que el presidente de la República sufriese un atentado contra su vida? (Ojo, que no se mal interprete: nadie lo está deseando, al contrario).
Desde el fin de la Revolución mexicana y, sobre todo, de la vigencia de la Constitución de 1917 ningún presidente de la República mexicana ha muerto durante el ejercicio de sus funciones. En 1928, hace casi 93 años, Álvaro Obregón fue asesinado cuando era presidente electo, no en funciones, después de haber conseguido su reelección.
Lo más cercano a una crisis política, económica y social de México por la muerte de un líder político nacional ocurrió hace 25 años con el asesinato de Luis Donaldo Colosio, candidato del PRI a la presidencia de la República, en la época que llegar a esa candidatura era pase automático (explicación para los nacidos a partir de 1980-90) a la silla presidencial. Hay quienes creen que todavía el país sufre efectos de ese crimen, que no magnicidio.
Por eso es prioritaria, en exceso si se quiere, la seguridad personal e institucional del presidente de la República de México, llámese como se llame, pertenezca al partido político que sea, estemos de acuerdo o no con su gobierno y con sus políticas públicas. Nos parezca adorable o despreciable, allá cada quien.
Un gobierno responsable debería ya haber informado cómo fue posible que se hayan violado todos los filtros de seguridad en torno al presidente, revisarlos, corregirlos e inclusive sancionar a los responsables, si los hay, de esa falla. No sólo estuvo en riesgo la integridad personal del titular de Poder Ejecutivo, sino la integridad de la máxima institucional mexica, la presidencia de la República, aunque su titular no crea en las instituciones. Las consecuencias pudieron haber sido fatales tanto para la persona como para el país. No es una anécdota.
Debe preocupar también el que haya ciudadanos que crean y sostengan públicamente que los dos incidentes citados sean escenas montadas (con miembros de Ejército, según esas versiones) partes de una campaña mediática para incrementar o mantener la popularidad del presidente de la República. Esto demuestra que tanto el titular de la presidencia como la institución están perdiendo credibilidad en algún sector social. Y ello también es grave, igual para el Ejército. Tampoco es una anécdota.
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