Walter White nos convenció en “Breaking Bad” que un modesto profesor de preparatoria podía convertirse en un eficaz traficante de drogas. Muchas de las series y películas con mayor popularidad en plataformas multimedia o en el cine, presentan a villanos relacionados con el crimen organizado que, hasta la llegada del héroe, cuentan con recursos económicos y logísticos inagotables, los cuales difícilmente se obtienen con un puesto de docente de química básica.
Esta idea romántica de que la estructura del crimen es una especie de fiesta sin fin, tal y como luego vemos en varios videos musicales, donde las mujeres y hombres atractivos conviven mientras corre el alcohol, llueven dólares y todo el mundo llega en autos deportivos, se ha vuelto una preocupación para nuestras autoridades federales y también lo debería ser para nosotros como ciudadanos.
La realidad es que el crimen opera de manera muy distinta. Como cualquier otra corporación de grandes dimensiones –y el crimen es una de las más grandes que tenemos–, existen diferentes niveles de acceso, dependiendo de las aptitudes y las funciones que se desempeñen. Es decir, los escalafones de la delincuencia empiezan abajo, en las tareas simples, engorrosas y aburridas, para de ahí ir ascendiendo.
Tiene mucho más peso alguien que tiene aptitudes para contar dinero, por ejemplo, que quien sólo podría vigilar en una esquina para alertar sobre la presencia de las autoridades (los conocidos como “halcones”). En esta lógica, por cada líder que tiene capacidad de comprar lujos, existen cientos de empleados que apenas subsisten, ilusionado por alcanzar algún día el nivel de “jefe”.
Si esto suena poco creíble, tomemos en consideración dos casos públicos, el primero, la asesina de uno de los dos israelíes en Plaza Artz, en la Ciudad de México. De acuerdo con la información que se ha hecho pública, la joven mujer (33 años) tenía como profesión matar por encargo a razón de cinco mil pesos por persona. Vivía en una modesta casa al oriente de la capital y es madre soltera a cargo de un menor. A pesar de sus evidentes capacidades para cometer un crimen tan atroz, sus honorarios no tienen nada que ver con ninguna de las o los asesinos profesionales que las películas y las plataformas han hecho tan populares.
El segundo punto de referencia es la reciente subasta de joyas, muchas decomisadas a miembros del crimen organizado, y la incorporación a este ejercicio de la famosa casa de Zhenli Ye Gon, el presunto empresario de nacionalidad china que amasó tanto efectivo que tuvo que guardarlo en las alacenas de la cocina.
Son los dos extremos de una enorme empresa llamada crimen mexicano. Ésa que creció a tal tamaño que ningún gobierno, estatal o federal, podrá solo contra ella, aunque ningún ciudadano tampoco.
Y como cualquier compañía, la delincuencia organizada se promueve y hace su mercadotecnia para atraer a quienes piensan que las oportunidades de construir un patrimonio legal, cada vez son menores.
Lo mismo ocurre con las y los jóvenes que se quedan sin acceso a la educación, ven el esfuerzo mal retribuido de sus padres en las fábricas y en el campo o las limitaciones de todo tipo en sus comunidades, donde sólo queda trabajar para la administración municipal o para el crimen local, que muchas veces son lo mismo.
Seguramente, ellas y ellos aceptan condiciones precarias de empleo (como los que toman un trabajo formal) con la meta de crecer dentro de la organización y, en algún momento, ocupar un sitio predominante que les dé los ingresos, la comodidad y el respeto que miraron en una pantalla de televisión desde que eran niños.
Es posible que la realidad supere a la ficción, pero la economía jamás ha sido superada por la fantasía, y sus reglas son implacables con quienes actúan de forma legal, como con quienes no lo hacen. Y aunque el negocio es multimillonario, los gastos, la nómina, los sobornos, la logística, las operaciones de lavado, hacen que el paraíso del crimen esté reservado para pocos, mientras el resto vive una trama más cercana a una de las magníficas películas de Luis Estrada.
Hoy, el presidente de la República y su gobierno buscan lanzar una campaña que desmitifique al crimen y ponga en blanco y negro lo que sucede realmente con la mayoría de sus integrantes. Sugiero que, mientras sucede, nosotros empecemos a cambiar de canal y a cambiar de valores.