¿Hay algún tiempo que es mío? No me refiero a un “tiempo para mí” como ansiamos todos en esta vida ajetreada, ni un tiempo de lo mío, sino a una serie de acontecimientos que están inscritos en “mi tiempo”. Ni modo. Esta entrega no será sobre algo de actualidad, pero sí sobre un producto cultural que adquirió un nuevo sentido para mí a raíz de la tensión generada en las semanas anteriores entre Estados Unidos e Irán. Hablo de Persépolis, de Marjane Satrapi (2000).
Esta novela gráfica de corte autobiográfico que, seguramente, será muy conocida por un público relativamente joven, me ayudó a completar un panorama muy difuso que tenía ilustrado en la mente sólo con las imágenes –igualmente difusas– de los noticieros que llegué a ver de 1979 a 1982, es decir, entre mis 3 y mis 6 años. Comprenderán que a esa edad una no construye una narrativa clara. Después, esas imágenes me revisitaron en forma de añejos documentales que me reprochaba no haber visto antes. Todavía no era historiadora, estaba completamente volcada en otros intereses y hacia 1990 me reprochaba por no haber estado al tanto de los acontecimientos de mi tiempo, como si ese tiempo ya se hubiera terminado. Para resarcirme, de agosto de 1990 a febrero de 1991, seguí con profundo interés las noticias sobre la Guerra del Golfo. El mundo bombardeado y mediado a partir de cámaras de visión nocturna se espectacularizaba para mí (mal que me pesara el pensamiento egoísta), pero eso sentía al verlo en la calidez de mi hogar y sin estar al pendiente de las sirenas o de las bombas. Esa distancia me hizo comprender que, aunque la guerra estuviera sucediendo al mismo tiempo que mi vida, no era “mi tiempo”.
En el fondo de estas reflexiones está mi abuela Carmen. No le quitaba ojo a la televisión –es más, veía conmigo la Guerra del Golfo–, pero se notaba que nunca estuvo muy al pendiente de informarse sobre los contenidos de “su tiempo”. Tomando en cuenta que nació en 1922 y que vivió varios acontecimientos históricos de relevancia mundial, con frecuencia –e ilusión– la consultaba para saber qué oía de o cómo vivía durante los años de la Guerra Mundial. Lo que saqué en claro es que nunca puso atención a esas configuraciones narrativas o icónicas (tenía mejor memoria para la sección de espectáculos). No puso atención porque no tenían sentido para ella: no estaban en su horizonte; no eran “su tiempo”. Traigo a colación el desinterés histórico de mi abuela porque justamente era éste el que me aterrorizaba: ¿cómo iba yo a salirle a alguien con la respuesta de “no me enteré” o “no me acuerdo”?
La lectura de Marjane Satrapi me fue sugerida como una nada discreta provocación. Yo no había leído nunca una novela gráfica y comenzaba a interesarme por adquirir vocabulario y recursos de análisis formal de imágenes tradicionalmente relegadas al ámbito de la cultura popular. Yo, digna historiadora del arte de mi tiempo (1994-1998) me formé en una tradición académica que, si bien ya no despreciaba la imagen de masas, no consideraba que fuera ésta la que abriría una áurea trayectoria hacia las glorias doctorales. Así que hace poco, indagando para tratar de suplir mis carencias de aproximación formal al cómic, se me sugirió la lectura de Persépolis con un tono subyacente de “a ver si aguantas”.
Comunico mi experiencia inicial: la lectura no era nada sencilla. Para todos aquellos que nos formamos leyendo texto corrido, la exigencia que representaba la carga visual era mucha. No obstante, la gráfica contrastante me atrapó casi de inmediato, tanto como la curiosa mirada de una niña que se explica un mundo transido por conflictos políticos y religiosos y que destierra a Dios de su vida. Satrapi narra cómo se dio la revolución iraní a raíz del derrocamiento del Sah y cómo una sociedad progresista se vio de pronto inmersa en la represión que trajo consigo el Ayatola Khomeini.
Satrapi asume con poco agrado la orden de llevar velo y los rituales escolares que ensalzaban a los mártires de la revolución. A pesar de que creció en el seno de una familia letrada y de ideas de avanzada, Marji y sus impulsos libertarios no encuentran cabida en ese régimen. Dado que acepta la propuesta de sus padres de irse a terminar su educación a Viena, Satrapi comienza a vivir su tiempo: siempre al día y sensible respecto de las problemáticas de su país, siempre comparando la futilidad de las quejas de sus amigos y compañeros del colegio, siempre consciente de que tenía una familia con la cual regresar, la ya adolescente instaura narrativamente su propio tiempo y se juzga duramente con el recuerdo del tiempo y de las circunstancias de sus connacionales.
A diferencia de mi abuela, la abuela de Marjane Satrapi es construida como una mujer que prodiga consejos sabios y acordes con las circunstancias de una mujer que va dejando la infancia y que se enfrenta a nuevos retos. Sus senos eran firmes y olían a jazmín; ése fue el recuerdo que Marji configuró al dormir por última vez junto a ella y que atesoró antes de partir por primera vez al mundo occidental: el espacio de intimidad, complicidad y seguridad que se abrió esa noche la acompañará nostálgicamente en sus correrías adolescentes en una sociedad en donde no puede encontrar una compañía honesta. La única visita que su madre puede hacerle la reconstituye como persona y la obliga a tocar fondo y a reaccionar con acciones frente a su inacción. Marjane inauguró así su tiempo, al que tuvo que renunciar narrativamente cuando, al llamar a su padre para saber si podía volver con su familia, puso como condición un respeto al silencio sobre sus últimos tres meses en Viena.
Más allá de lo entrañable de la historia personal, Marjane Satrapi logra establecer una narración, somera pero clara, de los cerca de 4,000 años de historia de su región. Titular Persépolis a la obra es tomar una postura definida respecto del islam en Irán y de sus implicaciones geopolíticas. Su gráfica rinde tributo a un imaginario cultural que se logra sintetizar magistralmente en pocas páginas. Satrapi decidió hacer de esos 4,000 años de historia su tiempo, al hipostasiarlos en su narrativa como germen de muchas explicaciones a lo que le tocó vivir. A raíz del reciente conflicto entre Irán y Estados Unidos, Persépolis volvió al horizonte como una posibilidad de entender y contextualizar las tensiones en una deriva mucho más larga y compleja.
Como decía, mi abuela no me contó ni de la Guerra Mundial, ni de la Guerra Cristera. Con trabajos se acordaba del presidente del sexenio anterior. Pero, como la de Satrapi, me contó sobre ella, me contó de su tiempo, a través de la exploración de registros sumamente íntimos, de ser mujer en diferentes tiempos. Me enseñó a que hacer mi tiempo no es dominar datos e información descarnada de lo que me es contemporáneo, que no hay que censurarse por no saber, sino construir relaciones significativas entre nuestros tiempos y los de otros.