Tan pequeñas como su propio país. Manzanas. Diminutas manzanas brotando de un árbol nacido en un tubo de ensayo. Un manzano en flor en miniatura.
Ésa fue la idea que a sus escasos 18 años llevó hace unos años al lituano Mata Navickas a ganar el premio europeo para jóvenes promesas de la ciencia.
El experimento, exitoso, consistió en hacer germinar, en un tubo de ensayo, un manzano capaz de producir rojas manzanas de más o menos un centímetro de diámetro.
Era el mundo de antes de la pandemia. Aquel en el que no solo nadie hablaba de enfermedades contagiosas que podían expandirse por todo el orbe, sino en el que nadie imaginaba siquiera que una cosa fuera posible.
Claro que en ningún momento el joven Navickas habla de la correlación, sutil y quizá solo figurada, entre su fascinación por lo pequeño y la trágica disparidad de tamaños entre Lituania, una de las tres repúblicas bálticas, su país, y el vecino siempre acechante, la Rusia de afanes imperiales.
Pero la curiosidad, al igual que los árboles minúsculos del lituano, encuentra su propio modo de germinar y rendir sus frutos.
El propio joven aspirante a científico, investido del optimismo de sus 18 años, se lanza a proponer a la curiosidad como la semilla de todo lo demás.
En el siglo en donde todo por hacerse de nuevo, y qué bueno, como gustaba de pregonar el gran filósofo francés, Michel Serres, el joven lituano da en el clavo.
La curiosidad es la estrella del norte en el mar de lo incierto que se cierne sobre lo que resta de esta centuria. La historia, empero, no siempre ha estado del lado de la curiosidad como un valor a enaltecer.
Por el contrario, por largo tiempo, ser (demasiado) curioso mató al gato, para recuperar el adagio que quiere advertir, con toda su carga didáctico moralizante, la curiosidad como un signo contrario a la fortaleza de carácter.
El muy brillante divulgador de la ciencia británico, Phlip Ball dedica las páginas de su libro Curiosidad: por qué todo nos interesa, justamente a analizar cómo ha ocurrido ese tránsito entre el denuesto y la exaltación.
En ese camino, Ball traza una ruta que toca el corazón mismo de la manera cómo esta época se mira a sí misma. Un tiempo en el que la competencia tiene como motor de éxito a la innovación, según se sostiene ampliamente.
No obstante, muchos de los adelantos de los que la sociedad goza, dirá siguiendo a Stephen Hawking, se basan en realizaciones científicas cuyos resultados prácticos no estaban previstos, y cuyo impulso antes que al lucro se debió al aliento creativo de una curiosidad ilimitada.
A contracorriente de todo dogma, ya fuese religioso o ideológico, Michel Foucault se sumará pronto a este sumario de elogios a la curiosidad que Ball recoge.
Me gusta pensar en la curiosidad, asevera Foucault (porque) “evoca intranquilidad; la preocupación que se tiene por lo que existe y por lo que podría existir; la disposición a encontrar extraño y singular lo que nos rodea; una cierta ansiedad por desligarnos de nuestras familiaridades y ver los objetos cotidianos bajo otra luz…”
Una fuerza radical, un impulso por entender, la nombra Ball, él mismo físico y químico formado en las universidades más prestigiadas de Gran Bretaña. Y al centro de esa fuerza radical, la capacidad para preguntarse por el mundo, escribe.
El estudio de Ball es tan fascinante como extenso. Va de Hobbes a Leonardo da Vinci y de este a la Revolución industrial pasando por el Acelerador de partículas. Un tour de forcé por la historia misma de nuestra relación con esa extraña pasión (Hobbes, dixit) que es tratar de comprender.
Acepción ambigua y acaso hasta contradictoria en autores claves en la historia del pensamiento, reconoce Ball, la curiosidad se avala en algunos casos, pero en otros, cuando se ha de cuestionar las visiones únicas, se condena o francamente se proscribe.
Si bien el punto de inflexión se puede ubicar en el boyante siglo de la “revolución científica” del XVII, Ball admite que la fisura es más profunda que el simple recuento de las muchas realizaciones científicas de una época en particular.
Galileo, Newton, Boyle, Hooke, Van Leeuwenhoek, y el sistema heliocéntrico, la teoría de la gravedad, el fin de la alquimia, la invención del microscopio, y la indagación de los microbios, acompasados por “la innovación fundamental de la época: el método científico”, dice Ball, es apenas el síntoma.
“El puntal de todo ello fue el cambio profundo que experimentaron las preguntas que cabía formular. Nada era demasiado insignificante ni banal para ser tomado en cuenta…”.
Nada que no pueda ser indagado, puesto en duda, que no merezca la atención, tomarse el cuidado de preguntarse por su fundamento.
Nada es suficientemente pequeño ni pueril, nada escapa a quien esté dispuesto a formular preguntas, como el joven Navickas, bajo el impulso vital de la atención y el cuidado, de la puesta en duda del pensamiento o camino único.
En ello, la innovación se rehace, autoregenera; se renueva y vuelve a ser.
Curiosidad.
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la curiosidad cualidad innata en el ser humano cuartará por instituciones a lo largo de la historia es uno de los motores del progreso, de las ideas , gracias por un artículo excelente al respecto