Esta primavera, a lo largo y ancho del planeta y en ausencia de una vacuna concreta contra el patógeno COVID-19, se han implementado de manera progresiva, draconianas medidas de aislamiento social –con una mayor cantidad de restricciones en unos países más que otros–. Las medidas de contención diseñadas en todo el planeta para la prevención del contagio en masa, producto de la transmisibilidad comunitaria, no son para menos. Es un enemigo invisible al que se enfrenta la humanidad, apenas se conocen sus mecanismos de secuenciación genética, las posibilidades de mutación del patógeno, así como las formas de afección hacia los seres humanos.
En el contexto de esta pandemia, el filósofo colombiano Jaime Santamaría asegura que “estamos frente a una situación que va más rápido que cualquier posibilidad de acción y reflexión”. Agrega el pensador que “este hecho adverso no nos debe llevar a la parálisis nerviosa o a la inhibición paranoica del pensamiento”.
Es interesante resaltar que pese a los grandes avances en materia biotecnológica, los trabajadores de la ciencia realizan un enorme esfuerzo por comprender los volátiles mecanismos inherentes a la evolución (en el tiempo y el espacio) de patógenos como lo es el SARS-CoV-2 –el cual ha propiciado respuestas desde los todos los espacios en donde exista la interacción humana– a fin de contener la masificación del mismo.
Aunque en esta lucha sobrevengan concepciones latentes en torno al miedo, la insolidaridad y el hambre, aspectos que a la larga se convierten, quiérase o no, en detonantes de la confrontación; lo mejor que podemos hacer es tratar de gestionar las ansiedades disruptivas desde una institucionalidad resguardada por el cuerpo jurídico y armamentístico, y la búsqueda de la supervivencia desde el ciudadano común.
Me parece, no obstante, que no es tanto la verticalidad de medidas como éstas que se gestionan desde instituciones de poder político, las que tendrán un efecto en sí mismo contra esta adversidad sanitaria; se necesita promover la concientización cívica a fin de lograr la adhesión ciudadana a reacciones universales contra estos fenómenos inesperados que afectan el goce de garantías en materia de derechos humanos, –con lecturas geo-culturales distintas de acuerdo al país– vigentes en las distintas constituciones políticas.
Si bien es cierto que situaciones como éstas trastornan de manera abrupta la normal convivencia en sociedad, debido a la hiper visualización de los cuerpos –en tiempos de globalización en el que todo gira en torno a las posibilidades de viralizarse–, también es cierto que dichas adversidades deben servir como pausas para la reflexión y la meditación sobre nuestras ejecutorias, tanto personales como profesionales, a fin de disponer de pautas que permitan reorientar nuestras acciones y alcanzar estándares individualizados de lo que yo llamaría un “desprendimiento común”.
Es decir, a través de nuestras actividades, podríamos convertirnos en agentes del cambio si trabajamos en desarraigar a desproporcionada ambición que muchas veces nos ciega y no nos permite ver con claridad el daño a los demás producto de nuestras indolencias, de la afectación terrenal –producto del exacerbado daño a la ecología medioambiental, la explotación desigual de los recursos, etc.– y de las malas decisiones dirigidas contra el prójimo.
En mi opinión, la pandemia ha venido sirviendo como una “incubadora” social de los temores humanos, a través de la cual se visibiliza y acentúa la vulnerabilidad personal, contexto que se convierte en el escenario propicio aprovechado por líderes políticos para legitimar su liderazgo, a través de medidas impopulares, pero “necesarias”, como los confinamientos que se han instalado a lo largo y ancho del planeta.
Ahora bien, deberíamos cuestionarnos si el distanciamiento social instaurado por la institucionalidad ¿no es ya una realidad cotidiana cuando hemos venido decidiendo con quién relacionarnos y con quién no?, o ¿a quién servimos y a quién no desde nuestras actividades socio-profesionales? Lo cual, evidentemente nos aleja de la posibilidad de integrarnos en comunidades fraternas, que gestionen propósitos comunes, alejados del egoísmo y de la centralización en el individualismo.
En definitiva, la actual crisis sanitaria que ya ha provocado una crisis social y humanitaria de gran alcance, viene propiciando una tercera crisis, la económica, debido a la falta de un diseño flexible de medidas e implementación de las mismas –amparadas por supuesto, en las observaciones técnico-científicas de los encargados del sector salud, independientes de la visión o sesgo político–, que permitan el desarrollo de las actividades laborales-empresariales, en donde la búsqueda de la normalidad se anteponga gradualmente a las desproporcionadas restricciones.
Posdata: El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) previó este jueves 9 de abril una caída del Producto Interior Bruto (PIB) de América Latina y el Caribe de entre el 1,8% y 5,5% para este 2020. El mismo día, México reportaba 3,441 personas contagiadas. Mientras tanto, Honduras confirma a la misma fecha 382 casos positivos. La diferencia tiene que ver básicamente con el cuerpo poblacional de uno u otro país (México con más de 125 millones de habitantes; Honduras con un poco más de 9 millones de pobladores).
También te puede interesar: Confinación humana para detener el COVID-19.
Muy bien escrito amigo Manfredo, te felicito tiene una visión clara y es oportuno el tema