Hace dos meses más o menos tuve el privilegio de hablar con don Pablo Lozano, quien se encontraba en el campo bravo en España –ya por algún tiempo tratando de paliar el encierro provocado por la pandemia– y se le oía tranquilo, aunque preocupado por el futuro de la humanidad y de la tauromaquia, pues me decía: “Retrasmitir por televisión a puerta cerrada, es tirar la fiesta por los suelos, tenemos que aguantar lo que nos ha venido. El toreo es como una cosa muda, no lo veo, y económicamente un desastre que no sé para cuándo pueda detenerse”.
Claro, sencillo y sin tamices.
La primera vez que platiqué con él fue cuando venía a México con José María Manzanares padre, y al oír mi apellido recordó haber conocido al mío en las tertulias de El Palace, sitio que se ubicaba enfrente del Monumento de la Revolución, propiedad de Paco Llopis y en donde convivían toreros, artistas y hombres de negocio alrededor del toro y el dómino.
Y antes también, cuando don Pablo en el principio de los sesenta se vino a México teniendo como apoderado a Ricardo Balderas y el apoyo de la gran amistad entre otros, de Juan Silveti, Rafael Rodríguez y Raúl Acha “Rovira”, con quienes actúo en España en los cincuenta y luego en plazas de la frontera norte de México como Tijuana o Nogales, en la siguiente década.
El 26 de septiembre de 1962 toreó en el Toreo de Cuatro Caminos, con su apoderado que se despidió de los ruedos esa noche, y Rovira, pues la corrida fue nocturna. Actúo en Aguascalientes en 1963, dos tardes y en Guatemala con Luis Procuna, donde por cierto sufrió una fuerte cornada. Fue amigo de muchos, uno de ellos Carlos Arruza.
En ese tiempo conoció a su esposa María Guadalupe Perea en San Luis Potosí. Fernando, su segundo hijo, matador de toros y con el blasón de salir a hombros en 1990 de Madrid, nació en la capital de nuestro país.
Platicar con él era escuchar historias memorables, con datos muy bien atesorados en una memoria de privilegio que guardaba detalles que surgían con claridad y simpatía, con la mirada brillante de quien al rememorar revive los sucesos.
En mayo de 2010 me hizo favor de pasar por mí al hotel Wellington en Madrid, que es la sede de los toreros y taurinos, con su chofer para trasladarnos a Navalmoral de la Mata en Cáceres, donde estaba Juan Pablo Sánchez, quien fue su alumno por varios años y para una tienta en la que participó El Payo también.
Las horas se me fueron como agua, platicando de sus vivencias y cómo fue gestando su carrera de matador a empresario, ganadero y apoderado. El grupo compacto que se integró con sus hermanos José Luis y Eduardo, así como el gran respeto que le inspiraba el bohemio de los cuatro, Manuel, quien siempre transita más en solitario.
Cada dato que le mencionaba, él lo enriquecía con detalles simpáticos y explicados con la naturalidad de hombre bueno y que estaba orgulloso de haberlos vivido.
Cuando se tocaba la historia de sus hijos, Pablo, Fernando y Luis Manuel, desbordaba orgullo y reconocía que había sido duro con ellos. Me relató cómo después de la salida en hombros de Madrid en La Ventas de Fernando, le citó en el Parque del Retiro para corregirle algunos defectos que había notado en las faenas.
Así era su naturaleza y así fue maestro de varios toreros, el último Álvaro Lorenzo, que seguramente sabe del estilo de quien transmitía su conocimiento generosamente con la disciplina por delante.
Hace dos años recibió un homenaje de El Cordobés, Espartaco, Rincón, Caballero y Eugenio de Mora. Todos actuaron para él, principalmente faltó Palomo Linares, quien se adelantó en el paseíllo de la vida y muchos más de quien fuera maestro de maestros y forjador de figuras del toreo.
Era jovial, ocurrente y certero en sus comentarios, nació en Alameda de la Sagra, provincia de Toledo, figura del toreo con sello propio: “La Muleta de Castilla”. Por su manera de enganchar por delante la embestida de los toros y que le valió para en los cincuenta triunfar en toda la línea en España y de ello es prueba su actuación en solitario en 1957, en Las Ventas, de la que salió en hombros.
La foto que ilustra estas letras fue tomada en agosto de 2014 en el restaurante “Txistu” en Madrid, en una comida, como todas, memorable, y en la que es patente la bonhomía de don Pablo.
Duele escribir ahora sabiendo que don Pablo se nos adelantó en el paseíllo de la vida hacia la Gloria; queda el consuelo de sus palabras, de haber tenido el privilegio de convivir con un hombre bueno y justo. A su entorno lo abrazo con gran cariño. Lo vamos a extrañar.
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