El cirquero

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Me había acostumbrado a ver caer la tarde con Diómedes. Sentado en una silla de palo, con su inseparable gato sobre las piernas, era la hora en que le gustaba hablar de un pasado para él más nítido que los cerros en la penumbra. Su voz me transportaba a ese mundo donde la luz de las veladoras era suficiente para ver antes de irse dormir. Tiempo de silencios, sombras y fantasmas. En eso pensaba cuando vi al muchacho.

—Es el Cono—me dijo Diómedes.

A lo largo de mi trayectoria como fotógrafo me he encontrado con todo tipo de gente, pero el ser que se acercaba, balanceándose como un péndulo, me hacía sentir en un sueño.

—¿Le dicen Cono por…?—tartamudee.
—La hechura—contestó Diómedes.

Y vaya que la tenía original: la cabeza, pequeña y angosta, tenía forma de huevo y las facciones competían por el reducido espacio de la cara. Los ojos eran dos rendijas; la nariz, apenas una protuberancia; la boca, el esbozo de una línea. Cuando se detuvo frente a nosotros y me tendió la mano, noté que los dedos estaban pegados por una membrana.

            —Cuéntanos de cuando te querían llevar al circo—le dijo Diómedes sin preámbulos.
            —A lo mejor prefiere no hablar de eso—interrumpí.
            —Es bien platicador. ¿Verdad, Cono, que eres jacalero?
            —¿Es usted el fotógrafo que viene de la capital? –me preguntó el muchacho con una voz delgada como su cuerpo–. Allá sí hay buenos circos, con elefantes, payasos de calidad y bailarinas a caballo. Yo tengo un retrato de un domador con la cabeza entera en la boca de un león, una cosa seria, no como el que vino al pueblo… esas son chingaderas.

El circo.
Ilustración: Wix.

            —Traían un mono—lo interrumpió Diómedes.
            —Sí, un mono roñoso que comía plátanos. El dueño ha de haber pensado que haríamos buena pareja porque anduvo duro y duro con que me quería contratar. Estaría pendejo.
            —Y la mujer víbora, qué me dices.
            —Otra chingadera. Que disque era una muchacha bien bonita y por desobedecer a su mamá se convirtió en culebra. Y ahí la tenía el dueño, arrastrándose por el piso sambutida en un nylon rayado, como si fuera alicante. Viejo baboso.
—No seas majadero, Cono –dijo Diómedes.
—Pendejo, pues… ya me viera yo en ese méndigo circo.
—También estaba la mujer descabezada.

El Cono lo observó de arriba abajo con desprecio.

—Era un truco. Pero déjame seguir hablando, o quién va a contar la historia. Viera el miedo que pasé cuando el dueño empezó a seguirme…

Diómedes soltó una carcajada.

Freak Show.
The Circus Freak Show, Edmund F. Ward (1943).

—Tú no le tienes miedo ni al diablo. Síguenos contando, pues. Qué me dices del malabarista. Era un circo en forma. A mi tanteo, te perdiste de una buena oportunidad.
—Si tanto te gustó, por qué no te fuiste tú con él.
—Tienes feo carácter, Cono, así no vas a encontrar novia. También había un payaso.
—Que hacía llorar a los chiquillos. Se me hace que cada quién vio su circo.

El Cono se sentó en la banqueta, apoyó la espalda contra la pared y se rodeó las piernas con los brazos. Pensé en cómo sería su vida, después perdí la vista en la silueta de los cerros y dejé que me invadiera el olor del atardecer. Un suspiro me devolvió al presente.

—Si tengo un hijo igual a mí, voy a mandarlo a un circo de los buenos, donde se codee con las bailarinas y los domadores. Quien sabe, en un descuido, él también se anima a meter la cabeza en la boca del león.

Diómedes se rio quedito. Unos niños pasaron corriendo y las nubes empezaron a teñirse de rojo.

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