Color y geometría. La reivindicación del verde como símbolo de una nueva concepción planetaria, primero. La asunción de que había que pensar a través de nuevas figuras geométricas, después.
Prácticas, objetos, ideas, símbolos, el orden del mundo, se ha ido cifrando en los últimos 40 años a partir de una suerte de cartografía cromo-geométrica.
Para los habitantes, en cuerpo y alma, del mundo actual y actuante, el morado guarda una irrenunciable relación con la legalización del aborto, tanto como el naranja en favor de la no violencia hacia las mujeres.
Ni qué decir, desde luego, del lugar que en el horizonte de los imaginarios colectivos representa el arcoíris o el llamado al autocuidado corporal y la lucha contra el cáncer que entraña el rosa.
Herederos legítimos del ímpetu transformador del 68 europeo, los verdes, alemanes, por supuesto, representan el punto obligado de referencia.
El 12 y 13 de enero de 1980, en Karlsruhe, un puñado de convencidos ecologistas se reunieron para dar vida a la primera agrupación partidaria que tomó como nombre un color, y a éste, como referencia de su programa.
No se trataba sólo de elegir qué color representaría al partido y cuál sería la cromática con la que los electores se identificarían.
La decisión estaba vinculada a un trasunto de mucho mayor calado. Es Jutta Ditfurth, fundadora de aquel Partido Verde y luego una de sus críticas más implacables.
“Los Verdes no querían ministerios, sino que querían cambiar la política de manera definitiva: clausurar las centrales nucleares de inmediato, impedir el estacionamiento de misiles en Alemania, salir de la OTAN, limitar el crecimiento económico cuantitativo, viviendas humanas, jornadas de trabajo más cortas, equiparación salarial”.
No se trata ahora, no en este texto al menos, de entrar al fondo del asunto sobre los alcances y derivaciones de la apuesta que un millar de alemanes hicieron en el invierno de 1980, nueve años antes, un poco menos, de que cayera el muro.
La cromática como ideología, de eso sí que no parece haber ninguna duda, se abrió camino hasta instalarse como un elemento tan natural como el verde lo es a la naturaleza.
Hasta antes de que la pandemia se cerniera sobre el planeta y obligara a una amplia redefinición sobre prioridades y caminos, la Europa unida tenía perfilado en un amplio pacto de cromática definición su apuesta de futuro: el Green Deal.
De parte de la irrupción de los referentes del presente tamizados por figuras geométricas, hasta su normalización, el tránsito entre el mundo anterior y el actual, puede bien cifrarse en el paso de la línea ascendente al círculo.
Planteada inicialmente como una estrategia de carácter meramente industrial, centrada en la vida útil de los materiales, la economía circular, abreva de la figura geométrica para subrayar sus virtudes.
La muy brillante economista inglesa Kate Raworth es una de las figuras de nuestro tiempo que mejor lo ha entendido.
Incluso, Raworth ha ido más lejos para transformar la idea de la economía circular hasta llevarla a un tipo específico de circularidad: la dona.
Profesora en el muy prestigiado Instituto de Cambio Ambiental de la Universidad de Oxford, Raworth reprocha acremente a la economía tradicional su incapacidad para prever crisis, tanto como para reducir consistentemente los alarmantes índices de desigualdad y pobreza en el orbe.
En el corazón de esta doble falencia por parte de la economía tradicional, sostiene Raworth, está la obsesión por la linealidad, por aquella linealidad de carácter ascendente, señala, representada por la idea del crecimiento incesante.
Es tiempo de pensar de nuevo, repite Raworth en las muy exitosas conferencias que imparte, en un llamado para dejar atrás la noción de que el progreso económico está necesariamente asociado con una línea ascendente de evolución.
Es tiempo de volver a imaginar el progreso, invita Raworth.
Crecer y prosperar, advierte la economista inglesa, deberán ser entonces dos conceptos que, si bien debemos aspirar a mirar entrelazados, no lo están de origen ni por sí mismos.
A nivel de humanidad planetaria, señala Raworth, enfrentamos dos grandes desafíos.
Satisfacer las necesidades de alimentación, sustento, esparcimiento, educación, salud de los habitantes de todo el orbe, por un lado.
Y, por otro, debemos ser capaces de emprender esta tarea colosal, agigantada aún más por el impacto de la pandemia, dentro de lo que la propia Raworth llama: “Los límites del planeta”.
Dos límites, entonces, que se pueden ver como medios círculos, si se quiere, o como un círculo dentro de otro, se engarzan: el límite de las necesidades sociales-el límite de los imperativos medioambientales.
En términos generales es a esto a lo que Kate Raworth ha llamado el Modelo Económico de la Dona.
“El desafío de la humanidad en el siglo XXI es satisfacer las necesidades de todos dentro de los medios del planeta. Los límites sociales y planetarios es un nuevo marco de ese desafío y actúa como una brújula para el progreso humano de este siglo”, ha dicho en repetidas ocasiones Raworth, segura de que humanidad y planeta son una sola y redonda cosa.
Una sola.
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La vanguardia de las ideas señala el camino seguirlo es lo difícil más aún desde el Tercer Mundo.