El pasado 6 de julio, con seis meses de retraso y en medio de la peor crisis sanitaria –y educativa en consecuencia–, se publicó el Programa Sectorial de Educación (PSE) 2020-2024. Ante el tamaño de la disrupción y la incertidumbre sobre el “regreso a clases”, el Programa ha pasado desapercibido. El PSE fue elaborado en el mundo pre-COVID y no hace referencia alguna a la pandemia. Era difícil rehacer el plan para adaptarlo a la circunstancia actual, pero sí pudo haber incluido al menos algunas referencias a los efectos educativos de la pandemia y líneas emergentes para mitigarlos.
No obstante esa omisión, el documento tiene elementos muy positivos. Salvo la Introducción y el Epílogo (que muy probablemente fueron hechos en Palacio Nacional), el PSE es un documento tecnocrático y de continuidad; critica a las anteriores administraciones sí, pero construye sobre lo hecho en el pasado (ejemplo: cobertura, calidad, equidad, evaluación de aprendizajes, visión internacional, etc.). Ésa es una buena noticia, no se inventa el hilo negro ni se rechaza la “ciencia neoliberal”. Incluso, en una de las Acciones Puntuales señala que, para lograr la excelencia académica, se deberá “Incentivar la cooperación internacional para el intercambio de docentes como una herramienta para fortalecer las prácticas pedagógicas y los lazos de amistad entre los pueblos”. Narrativa con visión global, muy alejada del discurso presidencial sobre que los que han estudiado en el extranjero le han hecho mucho daño a México.
Otro aspecto muy positivo e innovador es su lenguaje franco y certero respecto a la corrupción en el sistema educativo. Señala, con todas sus letras, el lastre de la venta y/o herencia de plazas y otros vicios del sistema. Sin duda, una palanca para el combate a la corrupción es hacerla socialmente inaceptable desde las aulas y desde las escuelas. También es loable su énfasis en la inclusión de grupos históricamente desfavorecidos y la muy atinada preocupación sobre la activación física y la salud desde la escuela.
La mala noticia es que muchas de las metas son inviables, aun antes de la pandemia. Por ejemplo, en educación superior se aspira llegar al 50% de cobertura al 2024; lo que representa incorporar al sistema educativo a 1.2 millones de estudiantes más (240 mil por año). De 2013 a 2018, con una política de fondos extraordinarios que en 2016 llegaron a contar con casi 8 mil millones de pesos, el país aumentó en 766 mil los espacios educativos; 400 mil de los cuales fueron absorbidos por las universidades públicas ya consolidadas. Ahora se pretende un incremento de casi el doble, sin presupuestos ni incentivos claros para ello. Las 100 Universidades Benito Juárez, sin un modelo educativo claro y pertinente para los retos educativos globales, apenas incorporaron a 32 mil estudiantes en el ciclo escolar 2019-2020.
Es incomprensible el porqué, en la 4T, no se apuesta más a las universidades que han demostrado su éxito en aumento de espacios con calidad. Universidades ya consolidadas que, con los incentivos adecuados, podrían contribuir a esta loable meta de cobertura en educación superior. También las universidades, públicas y privadas, podrían ser una palanca para la mejora de la educación básica, especialmente en el contexto de la emergencia sanitaria. Sobre esto el PSE no dice nada.
El tema de fondo para lograr cualquier transformación son las capacidades institucionales y los presupuestos. Aquí vienen las malas noticias. Con una recaudación fiscal de apenas 13.8% del PIB (estimación 2020) –y cayendo– las metas y buenas intenciones del PSE son inviables (Brasil recauda 32% y Finlandia 44% del PIB) (ver Gráfico 1).
Si no ponemos sobre la mesa una genuina reforma fiscal, ni éste ni ningún plan educativo va a funcionar. Pero el problema no sólo es la recaudación fiscal, que está rezagada desde hace décadas, sino el peso de la educación en el presupuesto federal, a la baja desde 2016. Es decir, desde hace cuatro años otras necesidades sociales van ganando terreno a la educación en las prioridades nacionales. Así, mientras que en 2016 la función educativa representaba una inversión del 3.6% del PIB, para 2020 bajó a 3% de este indicador (ver Gráfico 2). Asimismo, el peso de la educación respecto al Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF) también va a la baja. En 2016 representaba 14.4% del PEF y en 2020 representa 12.9% del presupuesto federal (ver Gráfico 3). Vemos pues cómo la narrativa va por un lado y la realidad presupuestal por el otro.
Con estas tendencias, muy difícilmente se logrará la visión del Programa Sectorial Educativo en el sentido de que “Los rezagos en la educación habrán quedado en épocas pasadas”. Para abatir estos rezagos es indispensable hacer realidad el multicitado Acuerdo Educativo Nacional, con la incorporación de todos los actores relevantes y con un sentido de urgencia: si no colocamos a la educación como genuina prioridad nacional, nuestro país no será viable ni competitivo en el siglo XXI.
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