El yo enmascarado: rostro y máscara, cara y retrato

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Hemos repasado que los humanos solemos usar máscaras para representar roles sociales, pero además de este disfraz adquirido, en los encuentros cara a cara es común ver al otro como portador de una máscara: como un estereotipo. Sucede así que, antes de percibir al individuo, se ve al indio, al judío, al negro, al vagabundo, al forastero. Es en parte el remanente de un atavismo ancestral que tuvo utilidad para protección y defensa del grupo, pero que en el mundo actual es causa y consecuencia de discriminación y prejuicio, porque la tipificación racial, étnica y social permea la percepción e impide o dificulta ver al individuo.

Uno de los rasgos de toda cultura es distinguir lo propio de lo ajeno y reconocer a los nuestros, en quienes confiamos, de los ajenos, a quienes recelamos. Se conoce al otro por su apariencia y sus rasgos, especialmente por su rostro, la parte del cuerpo más descubierta, ostensible y expresiva, que a primera vista permite identificar una diferencia tajante e indistinta, aunque, con el tiempo y el trato, va revelando al individuo. Entonces el rostro pasa de ser la amenaza de una condición foránea para volverse el espejo de una persona próxima, única, particular. Al ir descubriendo una cara de rasgos distintivos y personales no sólo se disuelve la máscara y el estereotipo, sino se amortigua la discriminación, porque el observador ya no lidia con una categoría taxonómica vista a través de cristales culturales, sino con una persona de cara y gesto. Emmanuel Levinas enseñó que distinguir al sujeto individual no sólo permite identificarlo y relacionarse con esa persona concreta, sino que el rostro adquiere valor ético porque expone un ser único, singular e irrepetible a quien hay que respetar y cuidar.

Máscara turdetana encontrada en una tumba en Utrera
Máscara turdetana encontrada en una tumba en Utrera, Sevilla. Data del siglo I. A la derecha Máscara Mwana Pwo de Angola (figuras tomadas de Wikimedia).

El término griego próposon del que se derivan “persona” y “personaje” aludía a la máscara usada en la representación teatral para representar y para hacer sonar (per-sonare) a un personaje dramático. La palabra “persona” designó originalmente a las máscaras y a los personajes representados en el teatro griego y romano, pero posteriormente vino a significar a cada ser humano particular. Acontece así que la relación entre persona y personaje es intrincada y sutil. El personaje es en cierta medida un estereotipo, una máscara. Un escritor de ficción tiene el cometido de crear un personaje, una persona inventada y ficticia, y lo hace mediante la reseña y exposición de características, es decir, de sus rasgos físicos, psicológicos y conductuales distintivos. Estas características integran un carácter, dos términos  derivados del griego kharakter (el que graba), y del que derivan también cara y careta. Esta genealogía de significados lleva a reflexionar sobre la relación entre cara, careta y carácter, por un lado, y de persona, personaje y personalidad, por otro, pues constituyen dos conjuntos de términos usados para distinguir y definir aquello que es propio de un rol social y distinguirlo de otro ámbito que sería más propio de un individuo con su rostro particular.

Retrato de Salvador Dalí
Retrato de Salvador Dalí y máscara que imita su carra y gesto. Cara y careta no son muy diferentes (tomado de https://rpp.pe/tv/netflix/la-casa-de-papel-salvador-dali-el-pintor-que-inspiro-las-mascaras-de-la-serie-noticia-1115645).

En tiempos recientes la distinción entre rostro y máscara o entre cara y careta tiene un sentido de veracidad o falsedad, porque se refiere a la diferencia entre el ser verdadero y la apariencia simulada. Es decir: al ocultar la cara o el verdadero rostro, la máscara presenta un personaje que habla por sí mismo, ocultando el verdadero discurso o las palabras de quien la porta. Belén Altuna de la Universidad del País Vasco ha destacado la contraposición de rostro y máscara porque el rostro singulariza a cada ser humano al hacer visible su fisonomía y su ser únicos; en cambio la máscara oculta la individualidad y remite a un estereotipo. Pero si invocamos la célebre frase de Oscar Wilde: “una máscara nos dice más que una cara” parecería posible argüir que no hay una distancia tan grande entre la máscara y el rostro, porque la máscara revela la manera como el individuo quiere aparecer en público. Agreguemos que la máscara pertenece al sujeto no sólo porque expone su intención de ser ese otro que la careta encarna, sino porque el individuo mantiene la capacidad de modular la apariencia y actuar el rol de acuerdo con las circunstancias y la voluntad.

mascaras de madera, del mundo
Colección del autor de máscaras mexicanas utilizadas en danzas tradicionales.

La proliferación de máscaras artesanales en las culturas tradicionales tiene una función ritual que se expresa en la danza popular donde el enmascarado encarna a un animal totémico, un diablo, un moro o un cristiano. El enmascarado se transpone al tiempo mítico y a una dimensión onírica donde no es precisamente que simule ser un tigre o un demonio, sino que se asume así en una representación pautada por el mito y la costumbre. El yo no sólo se hace otro sino que traspasa esa barrera ilusoria por la cual el tiempo real y el tiempo mítico se fusionan en la conciencia personal y colectiva, fusión que llega a expresiones tan refulgentes como el carnaval, festival de la carne. Estas máscaras rituales parecen situarse en el polo opuesto del retrato del propio rostro, una identificación que no está exenta de enredos y chascos, como el que se produce cuando una persona escudriña su rostro en el espejo hasta ese momento insólito en el que se desconoce.

Anton van Dyck
En el Barroco se llegó a la cúspide de plasmar los rasgos del rostro en la pintura. Retrato triple del Rey Carlos de Anton van Dyck realizado en 1636.

En su artículo sobre la máscara y el rostro, Belén Altuna reflexiona de manera penetrante sobre la evolución del retrato en la pintura occidental, algo muy revelador de los sentidos y significados de dos rostros: el original y el representado. En los retratos antiguos se representaba al sujeto de manera genérica por su atuendo, sus enseres y sus circunstancias. A partir del Renacimiento, la fisonomía pasó de ser una imagen de identidad social, de roles, cargos o estirpes, para convertirse luego en el retrato de un individuo, de una persona particular, de un nombre y de un yo. El autorretrato se volvió un género pictórico y artistas tan magistrales como Rembrandt pintaron su rostro docenas de veces a lo largo de sus vidas en la búsqueda de una mimesis entre el lienzo y el espejo, entre la representación y la realidad o acaso en la búsqueda del verdadero yo cifrado en la cara cambiante. En el Barroco la similitud o el parecido llevó a pintar de manera descarnada la fealdad, la miseria, la enfermedad, la locura, la vejez y la muerte. El registro de la verdad anatómica y anímica llegó a su ápice en grandes maestros como Velázquez, pero fue desbordada por Goya, quien hizo añicos la imitación de la realidad para sumergirse en la representación de lo simbólico, lo grotesco, lo carnavalesco.

Grabado sobre el retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde
Grabado sobre el retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde que plantea el inverso de la realidad cotidiana: el retrato cambia de acuerdo con la vida en tanto el original de carne y hueso permanece sin cambios (tomado de http://bokdav.blogspot.com/2011/03/el-retrato-de-dorian-gray-oscar-wilde.html).

Desde la segunda mitad del siglo XIX la fotografía permitió el fácil reconocimiento de alguien por sus rasgos captados en una superficie sensible a la luz y las personas pudieron atesorar su propio retrato y compartirlo con sus allegados para reafirmar: “soy yo.” Y si bien el retrato fotográfico llegó a ser requisito de identidad en credenciales, pasaportes y títulos,  no llegó a plasmar algo más auténtico y profundo definido como el alma, la interioridad o la forma de ser. Sería éste un yo más verdadero que el verdadero rostro y que intentaban captar los pintores decimonónicos con el realismo y los de inicios del siguiente siglo con la abstracción.

La proliferación y divulgación del propio rostro mediante el selfie registrado y difundido al instante pretende ser una afirmación y ratificación del yo que paradójicamente pierde el sentido, porque el rostro multiplicado se aleja de la propia identidad y regresa a ser una máscara social retocada con estereotipos de felicidad y belleza. La verdadera distinción viene a ser el no tener selfies ni identidad virtual en las llamadas redes sociales y el recuperar el rostro del encuentro cara a cara en el que surgen las profundidades y las singularidades de las emociones, los pensamientos y el carácter de la persona.


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