¿Podrán algún día pensar por sí mismos los robots? ¿Lo hacen ya? Sin duda. Si por pensar entendemos, claro, la capacidad para tomar decisiones.
Desde los primeros aparatos capaces de imitar lo que se llama la “neurona cero”, aquella que opta entre dos opciones, abrir-cerrar, por ejemplo, hasta nuestros días, las máquinas piensan.
Y no sólo eso, podríamos decir que, de muchas maneras, y de modo cada vez más complejo, los dispositivos, encarnados en eso que llamamos genéricamente robots, piensan cada vez de mejor y más compleja forma.
El tema no es nuevo. La fascinación-terror respecto al grado de autonomía que una máquina pudiera tener frente a quien la creó, enlaza al Frankenstein de Mary Shelley con las memorables partidas de ajedrez de Beep Blue, la computadora creada por IBM, contra Gary Kasparov.
Nunca antes, eso también es cierto, lo humano ha estado más cerca de ver cumplir ese sueño-pesadilla, una máquina capaz de pensar a tal grado que sea capaz no sólo de decidir sino de crear una máquina aún más inteligente que su creadora.
Vivimos un tiempo, pues, en el que con la precisión de un relojero suizo, los grandes productores de tecnología alimentan un imaginario dispuesto a colocar sobre los dispositivos toda clase de representaciones de estatus, productividad, liberación de tareas rutinarias, comodidad, y un largo etcétera.
Los grandes productores de aparatos estimulan, con toda intención y éxito, así, un ánimo social de frenesí por lo tecnológico, entendido esto como el consumo desenfrenado de aparatos.
Se trata de un universo fantasioso al que, con toda lucidez crítica, el gran escritor inglés Ian McEwan ha caracterizado en su más reciente novela como el (inducido) “sueño de virtud robótica redentora”.
Multipremiado y con una capacidad de trabajo que le permita publicar una novela al año, McEwan entregó a sus lectores en 2019 Máquinas como yo, distopia que tiene como centro una sociedad en la que personas conviven con androides con forma humana.
En pleno fervor por el camino que se abre la Cuarta Revolución Industrial, lista prácticamente la nueva generación tecnológica del Internet, la 5G, McEwan lanza en forma de novela un certero alegato ético.
La cuestión, parece querer advertir McEwan, no es preguntarse si las máquinas piensan o si con el tiempo los humanos serán capaces de hacer que piensen de forma cada vez más asertiva y compleja, la pregunta es qué lugar ocupa lo esencialmente humano en todo esto.
El sueño de la redención robótica llega pues a su punto de inflexión, cuando en Máquinas como yo, se lee: “dicho de forma abreviada, diseñaríamos una máquina un poco más inteligente que nosotros y dejaríamos que esa máquina inventara otra que escaparía de nuestra comprensión”.
Porque si tal cosa pasara, se pregunta la novela, y a la vez cuestionándoselo al lector, “¿qué necesidad habría de nosotros, entonces?”.
En abril de 1991, hace casi 30 años ya, el hoy muy conocido filósofo español, Fernando Savater, vio publicado un pequeño ensayo: Ética para Amador.
En esos años, Savater enseñaba ética en la Universidad Complutense de Madrid, y su hijo, un adolescente llamado justamente Amador, a quien está dedicado el volumen, tenía 15 años.
Dirigido a lectores de la edad de su hijo, el libro, sin embargo, se abrió paso entre lectores de todas las edades, y le significó a su autor una enorme fama.
El problema central de la vida, “del arte del saber vivir”, planteará Savater, descansa en una condición tan única como esencial que acompaña a los seres humanos y nos diferencia de los animales: la libertad.
“La libertad, asegura Fernando Savater, no es una filosofía y ni siquiera es una idea: es un movimiento de la conciencia que nos lleva, en ciertos momentos, a pronunciar dos monosílabos: sí o no”.
Esto es, la libertad se halla lejos de la voluntad absoluta, manifestación de la omnipotencia, y cerca de la circunstancia enteramente humana de decidir.
No somos libres de elegir lo que nos sucede, sostendrá con lucidez el filósofo, pero sí lo somos respecto a la manera cómo respondemos a eso que nos sucede.
Nuestra racionalidad, luego entonces, ha de brillar en tanto se encuentre al servicio de averiguar cómo vivir mejor; a ese intento racional es a lo que llamamos ética, explica a su hijo adolescente el filósofo español.
Bajo esa óptica, y sin que se lo hubiese propuesto explícitamente, el célebre novelista Ian McEwan, tiende un puente de humanidad entre su más reciente novela y el casi legendario manual del profesor Savater.
La información no es, en sí misma, conocimiento. Mucho menos, autoconocimiento.
En ello descansa la cuestión central. El linde respecto de lo humano. No es si las máquinas pueden decidir, ni siquiera si pueden llegar a ser capaces de aprender.
La cuestión verdaderamente humana que une, de este modo, a Savater y McEwan, es la misma: decidir no es optar solamente, sino hacerlo en libertad y conciencia.
El sueño redentor no es, entonces, el de transformar desaforadamente las máquinas y sustituirlas en un carrusel sin fin.
El verdadero sueño redentor es transformar lo humano. Sigue siendo, el arte de la vida.
Eso.