Si tuviéramos que diagnosticar una enfermedad nacional, ésa sería la falta de confianza. Sea en nuestras instituciones, en las autoridades, en muchas normas e incluso hasta entre nosotros, la desconfianza es el mal actual de nuestra sociedad.
Han sido décadas de malas administraciones, corrupción, impunidad y falta de oportunidades, que provocaron nuestro escepticismo generalizado; sin embargo, en una época en que la información viaja a una velocidad nunca antes vista, crear las condiciones necesarias para no confiar se ha vuelto relativamente sencillo.
Y mucho más es una sociedad que aprendió a tomar con reservas todo lo que fuera o sonara a oficial. Sólo recordemos la costumbre que tuvieron nuestros padres de ir a llenar el tanque del automóvil a la gasolinería más cercana, cuando las autoridades hacendarias aseguraban que el precio de los combustibles no subiría. En las décadas de los 70 y 80, interpretar lo contrario a lo que el propio gobierno mexicano decía, se convirtió en una forma de anticipar las decisiones políticas y hasta las económicas.
Con el tiempo, nuestra joven democracia no cambió mucho en cuanto a la credibilidad de las instituciones se refiere. La transición de partido en el poder del año 2000 no trajo precisamente un mayor índice de confianza en el gobierno, y sí, un enorme desencanto con el sistema político prevaleciente. Los dos sexenios siguientes tampoco fortalecieron la transparencia o la forma de actuar de quienes estaban al mando y para la mitad de sexenio que marcó el regreso del PRI, luego de doce años, la mayoría de los mexicanos pasamos del hartazgo al pleno rechazo con el estado de las cosas en el país.
Llevamos menos de un mes con el nuevo gobierno en funciones y los retos que se avizoran para el futuro demuestran que la transformación de un sistema como el que teníamos (o tenemos) no será una tarea fácil. Mucho menos cuando los mensajes que empujan a nuestra división como sociedad se reproducen por miles, en especial en las redes sociales.
Durante los últimos meses, he asegurado que nuestras diferencias como sociedad no son del tamaño que parecen tener en algunos espacios de la esfera pública. Sigo convencido en que todos cabemos en un país que tiene una historia de muchos años de inclusión, solidaridad, respeto y apertura. No obstante, si no defendemos esas características y presionamos a los líderes de nuestra nación a forjar acuerdos mínimos que nos permitan avanzar, es posible que repitamos etapas poco útiles de nuestra historia e incluso veamos el surgimiento de opciones que nada tienen que ver con México, como en el caso de Estados Unidos o el de Brasil.
Es falso que no podamos ponernos de acuerdo como mexicanos. Con ello no quiero caer en la ingenuidad o en el optimismo mal fundamentado, simplemente creo que los ciudadanos buscamos un clima de paz, de seguridad y de prosperidad para todos. Y un país mejor es una buena noticia incluso para aquellos que hoy se esfuerzan por acentuar lo que nos separa, por encima de lo que nos une.
Hoy inicia este espacio de expresión en El Semanario, lo cual es un privilegio y una oportunidad para la reflexión. ¿Qué podemos hacer, nosotros la mayoría, en este escenario tan incierto? No dejar que las noticias falsas, los rumores, la especulación y las suposiciones lleguen a nuestras vidas o a nuestros cercanos. Tomemos unos segundos antes de compartir información de dudosa procedencia o que no esté contrastada con fuentes confiables.
Porque el nombre del juego para los siguientes años es confianza. De ella depende el avance en lo económico, en lo político y en lo social. En nuestras manos ‒en las de nadie más‒ está construir una nación sin miedo, sin prejuicios y sin polarización. Por lo menos ahora, con evitar dar un clic, ya estamos ayudando.
Me gusta, es un análisis sensato. Felicidades