La música hace bien. La sonoridad organizada, ese conjunto de notas y silencios que laten con una aritmética rítmica; que escuchamos con los oídos, sentimos en la piel, vemos como ráfagas de colores y, sobre todo, hace viajar a nuestro cerebro en el tiempo a una velocidad sólo equivalente a la del olfato cuando, en un microsegundo de aroma, destapa una escena perdida en nuestra memoria.
La música nos hace cantar, bailar, entristecernos, soñar despiertos y alegrarnos. Nos da energía, nos apacigua, nos induce al descanso, nos erotiza, acelera, incomoda, cansa y hace de puente afectivo con el cine, la danza y la literatura.
Algunos tienen la suerte de poseer el talento y la disciplina para interpretarla y otros, más afortunados aun, poseen el don de componerla. Nosotros, la mayoría tal vez, no podemos hacer nada de eso, pero sin duda, tenemos un privilegio mayor, podemos elegir qué escuchar y, en esa búsqueda, encontrar el género del cual enamorarnos. Claro, como en casi todos los otros ámbitos de la vida, la fidelidad aquí también es difícil; la promiscuidad auditiva es una tentación permanente, el enamoramiento sucesivo se repite en forma cíclica. Hay amores tempranos y otros tardíos; descubrimiento permanente de nuevos subgéneros que hacen replantearse el por qué nos demoramos tanto en encontrar ese sonido único, esa voz, ese intérprete o ese compositor. Pasamos horas de horas escuchando y cantando una canción, tarareando una estrofa, moviendo nuestros dedos, repitiendo un acorde en el aire, buscando la tecla, el tambor o la cuerda imaginaria y pulsando nuestro estado de ánimo sobre ella.
El soporte importa muchísimo también. No es lo mismo la radio, el vinilo, el cassette, que el reproductor digital, el iTunes o Spotify, que, pese a todos sus intentos, jamás podrán “adivinar” lo que nuestra mente y corazón necesita escuchar, bailar o cantar.
Nos ponemos auriculares y nos dejamos llevar por la música. Abrimos las ventanas y nuestra canción se va de viaje a esos lugares que hoy no podemos visitar, nos vamos con ella, el cuerpo se mueve, estabiliza o queda quieto esperando que las notas, como una segunda piel nos cubran y protejan del presente.
Una melodía hace que el pasado se vea y entienda de mejor forma, otra nos obliga a enfrentarlo con toda su intemperie y dolor, ésa otra nos vuelve a ese tiempo en que fuimos profundamente felices.
Hay sonidos que nos dejan de pronto en el futuro, en un lugar maravilloso, nuevo, lleno de “normalidad”; de un momento a otro estamos rodeados de cientos, de miles de gargantas que cantan con nosotros, que celebran el triunfo de la vida.
De pronto también el silencio aparece, se nos hace necesario, nos recoge y ensimisma; también en ese lugar está el sonido, es dulce. El vacío tiene su propio latido.
La música nos acompaña al dormir, comer, amar, trabajar o bañarnos; nos hace entrar en sintonía con el Otro con quien compartimos angustias y esperanzas. Cocinamos, pintamos y leemos con ella; pensamos e intentamos entendernos acompañados de su pulso; entonces somos capaces de alinear nuestra respiración y frecuencia cardíaca a cada una de las notas que percibimos.
En tiempos de tanto ruido mental, de exceso de incertidumbre, de miedo y cansancio, la música hace bien.
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Gracias a Semanario Sin Límite y a Gonzalo Rojas-May por esta inspiradora reflexión. La música nos ha alegrado la vida desde siempre, pero quizás nunca había sido tan aliviadora como durante esta pandemia. Pocas veces he leído una descripción tan completa y tan profunda sobre el arte de crear y oír música. Un aplauso.
aplausos al autor !! la música desde distintos vertices, para mi es que comunica… nos comunica
Gran reflexión, la música es el gran compañero del hombre desde los inicios