Uno de los efectos de la pandemia es que pone a prueba la gobernabilidad de las sociedades, la cual depende, en mucho, de la capacidad de los gobiernos para responder a las exigencias sociales; la pandemia y el confinamiento han disminuido las posibilidades de respuesta institucional y elevado dramáticamente las demandas sociales.
La insatisfacción de tales urgencias eleva el descontento social, multiplica las manifestaciones masivas, eleva los riesgos de violencia en las calles y de desestabilización social, y coloca a los gobiernos ante la disyuntiva de ceder o reprimirlas.
AMLO se ha comprometido a nunca ordenar la represión contra las libertades ciudadanas; muy bien, pero un ejemplo de que no se trata de que una vía anule a la otra, sino de usar el derecho legítimo de la fuerza cuando la seguridad y el orden general estén amenazados, es la “libertad” de maestros en Michoacán para bloquear durante meses vías de ferrocarril. Esa situación no da la impresión de seguridad sin menoscabo de libertades, sino de pérdida de autoridad para mantener el orden conforme a derecho.
No existe ningún régimen político que no establezca criterios de orden y seguridad; todo depende del contenido específico, tanto discursivo como práctico con que se manejen esos criterios en los hechos. Aún en medio de mayores alteraciones, la disyuntiva es entre dos vías: orden sin menoscabo de libertades políticas, de asociación, de expresión, de prensa, etcétera, o seguridad (cuestionable) a costa de anularlas.
En América Latina, entre octubre y noviembre ha habido manifestaciones masivas en Perú, Colombia y Guatemala, que fueron detonadas por distintos motivos, pero que tienen causas de fondo en una visión de futuro cancelado. La violencia con que fueron reprimidas esas movilizaciones, causó en Perú la renuncia del presidente interino a menos de una semana de haber ocupado el cargo; en Colombia provocó más de una decena de muertos y en Guatemala motivó que Naciones Unidas recomendara investigar el “uso excesivo de fuerza” que causó varios heridos.
La situación general, en América Latina, indica que la idea de seguridad ocupará un lugar cada vez más destacado en los discursos y que es grande el peligro de que sean más los gobiernos y las sociedades que subroguen las libertades en aras de la seguridad y el orden.
Se acercan momentos en todas partes y en México, por supuesto, en que el descontento por la pérdida de ingresos de prácticamente todos los sectores y por el corrimiento de clases medias a la pobreza y el aumento de pobres en condición extrema, sin perspectiva de pronta mejoría, pongan a prueba las capacidades del gobierno para mantener la estabilidad general de la nación.
Las capacidades de gobierno, hay que reconocerlo, están debilitadas porque al mismo tiempo que crecen las necesidades sociales, se cuestiona severamente la eficacia institucional, objetivamente disminuida.
Hasta ahora, las protestas en México las están promoviendo el Frente Nacional Anti-AMLO (Frenaaa) y el líder de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex), Gustavo de Hoyos, con Claudio X González.
Falta conocer la reacción que tendrán los grupos desprotegidos, que por primera vez vieron un gobierno que los representara e indujera en ellos expectativas de atención efectiva a sus reclamaciones ancestrales, las cuales no serán ni medianamente satisfechas.
Hoy por hoy ya parece inevitable que la mayor parte del sexenio se vaya en tratar de volver a los niveles de crecimiento, empleo, ingresos y pobreza que había el año pasado; el ascendiente del presidente sobre sus bases sociales será crucial para evitar estallidos incontrolables.
Como ha sido observado por columnistas como Jorge Zepeda Patterson, el verdadero peligro para México hoy es que el descontento de medianos y pequeños empresarios, de clases medias y de los millones de pobres, se enderece en contra del gobierno y se salga de cauces, sin mayor motivo ni proyecto político que expresar resentimiento.
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