Julián Carrillo, revolucionario musical

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Por fortuna para América nada tenemos que reclamar los músicos europeos en esta revolución, pues todo se debe a un indio que desciende de los dueños del continente, dijo el gran director musical Leopold Stokowski sobre Julián Carrillo, mexicano universal nacido en Ahualulco, y desde 1933, Ahualulco del Sonido Trece, en San Luis Potosí en su honor. Nació el 28 de enero de 1875, del matrimonio de Pedro Nabor Carrillo y Antonia Trujillo, ambos de ascendencia indígena y fue el último de 19 hijos, lo que estaba al tenor del precepto bíblico de: “creced y multiplicaos”, que hoy se ve como gran amenaza frente al crecimiento desmesurado de la humanidad. No pudo terminar sus estudios de primaria, pero prosiguió con tenacidad los estudios musicales con maestros provincianos y nacionales, algunos de gran prestigio en el Conservatorio Nacional de Música de la Ciudad de México.

Julian Carrillo, musico
Fotografía: El Siglo de Torreón.

El Sonido 13 fue su gran descubrimiento, el cual consistió en la existencia de sonidos más allá de la escala cromática de doce tonos, por lo que puede llamársele una revolución microtonalista que, desde el griego Terpandro –quien hace veintiséis siglos aumentó dos sonidos más a la escala pentafónica china– jamás se había rebasado dicho límite. Su hallazgo lo llevó a ser objeto de burlas de sus compañeros en el Conservatorio que lo apodaron el “Soniditos”; años después tuvo que ir al exilio a Nueva York, por haber sido director del Conservatorio en los gobiernos de Porfirio Díaz y Victoriano Huerta. Tal vez su mayor contradicción, según los críticos, fue haber estado en contra el nacionalismo revolucionario que privaba en México y la incomprensión a su metamorfosis musical en el mundo.

En vida recibió grandes reconocimientos en Europa, pero fueron menos en nuestro país. Cuando escuché, por primera vez su Poema Sinfónico Horizontes, quedé sorprendido, y sentí que los sonidos eran para alguna época espacial futura. En diversa ocasión pregunté a Mario Ruiz Armengol, gran compositor de las clásicas Danzas Cubanas y canciones populares, por qué me parecía extraña aquella música y me dijo en breves palabras que nuestro oído interior aún no estaba educado para oírlas y a eso se debía la confusión. 

Tuve la oportunidad de conocer a Don Julián en mis años juveniles en Saltillo, Coahuila, en una visita que hizo a la sala de redacción del periódico en el que yo trabajaba, a finales de la década de los cincuenta. Jamás lo volví a ver; pero el inefable destino, cuando ya residía en la Ciudad de México, me llevó a su casa en la calle Santísimo 25, del todavía sosegado pueblo de San Ángel, en una tarde del mes de abril de 1969, en compañía de mi gran amigo, Eduardo R. Blackaller (1938-2018,) pianista egresado del Conservatorio de Moscú, en la entonces Unión Soviética, quien mantenía gran amistad con Lolita Carrillo, hija de Don Julián, fallecido en aquella casa en 1965.

Ella, además de mostrarnos seis pianos que su padre mandó a construir en Alemania, apropiados para los nuevos tonos, nos ofreció, en el jardín, un delicioso café en una mesa redonda cuyo fino y largo mantel blanco, contrastaba con el verdor del acicalado césped. La conversación vino a caer sobre la muerte de su padre y al preguntarle cuáles habían sido sus últimas palabras me confió que, fiel a las creencias de los pueblos originarios de Mesoamérica, creía en que después de esta vida existe el más allá en que el espíritu pervive desde el mismo instante en que cesa la existencia terrena, para ir a las moradas que les tienen reservadas sus dioses y que con voz suave dijo sus últimas palabras: “me estoy desprendiendo”. Se hizo un gran silencio en ese momento, en que nos pareció que el espíritu de Don Julián nos hubiese rozado con sus alas musicales.


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