El duelo no concluye. Antes y después de los jocosos y rituales festejos del inicio de noviembre, precedidos por el escandaloso y aún vigente culiacanazo, la realidad nos estruja, una vez más, dolorosamente y con mayor potencia. Pero hoy, la realidad indigna y sobrecoge de una manera sensiblemente especial.
En México, todos los días, son días de muertos.
Lo ocurrido con la familia LeBarón en Sonora remite, obligadamente, a otros niveles de criminalidad. Nos confronta con una circunstancia que establece una frontera con el tratamiento que se ha venido dando a la violencia que se padece en el país, en la que, al parecer, cómodamente se ha apoltronado la sociedad mexicana, habituándose a las continuas y recurrentes noticias en los abundantísimos programas de radio, televisión y redes, que saturan la nota hasta el hartazgo y luego prescinden de ella para pasar a otra cosa.
El asesinato artero, masivo y desde cualquier ángulo que se vea, de gran cobardía e inhumanidad, refleja el nivel de degradación moral y humana que sólo es concebible en la irracionalidad bestial de los seres más elementales. El hombre, sin control y sin freno, se convierte en un depredador majestuoso e irracional de su propia especie.
No existe excusa ni razón de un acto de esta naturaleza, vidas de mujeres y niños fueron cegadas y las de los sobrevivientes serán atormentadas por las secuelas de este cruel acto de ferocidad salvaje. Cualquiera que sea la explicación, cualquiera el resultado de las investigaciones, el hecho mismo (confusión o acto deliberado), merece una acción contundente y expedita por parte del Estado.
Pero el asunto no para aquí, existen factores relevantes que deben tomarse en cuenta. Lo sucedido en Culiacán queda chico, para efectos prácticos, frente a lo que significa el asesinato en Bavispe que trasciende las fronteras e indigna a otros actores con peso específico y capacidad de presión.
Las sutiles y amabilísimas sugerencias de apoyo expresadas por el presidente de los Estados Unidos en sus mensajes, seguidas de comunicaciones telefónicas y declaraciones vertidas por personajes relevantes en el senado de aquella nación, no tan amables y con mayor contundencia que la cordial oferta de apoyo, reflejan la relevancia que la situación en México tiene para el vecino del norte, al considerarse ya un tema para su agenda de seguridad nacional norteamericana.
Debe subrayarse que quienes fueron cruelmente sacrificados por bandidos o sicarios, tenían la nacionalidad estadounidense, fueron atacados en la zona fronteriza estando indefensos e inermes y fueron, además, brutalmente calcinados.
Por las condiciones en que se dan los hechos, los medios internacionales se inundan con noticias e imágenes, las interpretaciones vuelan y la cara de la calavera vuelve a ser un referente patético y macabro de México.
El miedo, el temor cotidiano no nos abandona, más bien nos sorprende que no nos sorprenda, día a día, en cualquier rincón, en cualquier esquina, en todo momento, un acto cruel y violento, sin medida, sin límite y, penosamente, sin sanción.
Cualquier arista de este complicado poliedro nacional es compleja, difusa y paradójica, pero el mosaico impresionante de nuestra realidad no tiene por qué estar marcado por la fatalidad.
La sugerencia de intervención en apoyo de México para combatir a los cárteles de la delincuencia, tiene una trascendencia histórica, que puede marcar, como en tiempos pasados, remotos o contemporáneos, el futuro inmediato de la relación bilateral.
Por naturales razones, con mayor o menor sofisticación de los mecanismos que se empleen, nuestro vecino siempre estará preocupado y atento, así lo dicta su naturaleza histórica, de lo que ocurra al sur de sus fronteras y mucho más cuando los asuntos involucran de manera directa a sus connacionales.