El dictamen más certero que he encontrado sobre la decisión de la Suprema Corte de Justicia de admitir como constitucional una consulta que claramente no podía serlo, a través del truco de cambiar la pregunta hasta dejarla desprovista de cualquier sentido e incluso de lógica en su sintaxis, es el que hizo en Twitter el escritor Jorge Volpi. Lo que califica como “el peor de los mundos posibles”: a los críticos, les confirma la sumisión del Poder Judicial al Ejecutivo, mientras que a los promotores se les ofrece el sucedáneo de una redacción abstracta y anodina.
Para la nación, lo que queda son sombras ominosas sobre el Estado democrático de derecho y la vigencia de la división de poderes. Todo eso, más lo penoso y frustrante de ver que, en medio de una de las coyunturas más difíciles de nuestra historia contemporánea, cuando miles mueren por el Covid-19 y enfrentamos la peor recesión económica en décadas, la agenda pública se concentra en un expediente que no puede ser visto sino como distractor, maniobra de manipulación o ritual de simulación.
Algo que no va a servir para combatir la impunidad (tal vez incluso sería lo contrario), pero sí para polarizar más a nuestra sociedad. Y no para discutir sobre las prioridades más urgentes.
No se puede esperar mucho más de una pregunta que nos pide decidir si estamos o no de acuerdo en que se lleven a cabo “acciones pertinentes” –sin especificarlas– para esclarecer “decisiones políticas” –sin que sepamos cuáles– “tomadas en años pasados por actores políticos”. Ni siquiera hay un periodo ni personajes o grupos concretos a evaluar. Conforme a esa redacción, podrían ser las decisiones de los últimos presidentes o las de Antonio López de Santa Anna cuando México perdió la mitad de su territorio.
Con esa redacción, la pregunta no puede ser tratada sino como una simulación: una forma de tratar de darle la vuelta a los problemas y quedar bien con unos y con otros, con la ilusión de salvar cara. Con ese precedente, la consulta apunta justo a lo mismo: a ser un simulacro más que un auténtico ejercicio de participación ciudadana.
Cómo nos hace falta en México deshacernos de esos usos y costumbres de no decirle al pan, pan, y al vino, vino, y dejar de sustituir la responsabilidad por juegos de palabras. Como afirmó uno de los ministros que rechazaron la constitucionalidad de la consulta: la justicia no se consulta.
Si se conoce de algún delito, lo que procedería, por parte de las autoridades como de cualquier ciudadano de a pie, es denunciarlos, sin necesidad de preguntar al pueblo si está de acuerdo o no. Y si ya no se trata de un juicio, sino de una comisión de la verdad, como ahora nos dice el presidente de la Corte, primero tendríamos que tener claro de qué verdad se habla.
Como ciudadano, uno entendería que, ante un plebiscito o un referéndum, los ciudadanos votan para decidir entre A o B, o bien para que se haga algo o no se haga. ¿Cuál sería el resultado vinculante en este caso? ¿A qué obligaría el sí y a quién?
Ya no es una consulta sobre justicia, lo que habría sido una aberración según la mayoría de los constitucionalistas. Perfecto, pero si lo que se plantea es un ejercicio de “memoria histórica” y “reconstrucción del pasado”, como se defiende ahora, ¿por qué no ponerlo tal cual? Por ejemplo: ¿Está de acuerdo o no en que se cree una comisión de la verdad, conformada por ciudadanos con X características y designados por Y método, para esclarecer los asuntos A, B y C, cuyos resultados determinan las acciones D, E y F?
Para hacer algo así no se necesitaría ir a una consulta que costará 8 mil millones de pesos en tiempos de “austeridad republicana”, pero al menos habría un propósito y un probable beneficio para el país. Más allá de lo inoportuno, en medio de una crisis nacional, podría ser que ese proceso sí sirviera cuando menos para entender y dar paso a alguna reconciliación, como fue siempre la intención de Nelson Mandela con el desmantelamiento del apartheid. Sin embargo, lo que tendremos no es ni una cosa ni la otra, sino todo lo contrario, como diría el clásico. Malabarismo para conciliar lo inconciliable. Instrumento de uso político que distrae de lo relevante en el aquí y ahora.
Sin necesidad de ser abogado, uno entendería que el trabajo fundamental de una Corte Suprema es revisar la constitucionalidad de actos, decisiones, derechos o leyes; no especular sobre el sentir de la gente o interpretar el momento de la historia que podamos estar viviendo. Mucho menos complacer a otro poder o apoyarlo en su proyecto.
El derecho a la democracia participativa no tendría por qué demeritar el principio fundamental de las democracias modernas de la separación de poderes: cada cual sus facultades y obligaciones específicas. Las de una Corte independiente y digna son muy distintas a la creatividad narrativa para esquivar un conflicto con acertijos.
A la pregunta original con elementos atentatorios contra derechos humanos básicos, como la presunción de inocencia y el debido proceso, así como contra principios jurídicos elementales, como el que las causas judiciales no pueden resolverse por preferencias populares, se saca del sombrero otra pregunta que no dice nada y, por tanto, es absurda.
¿Ése es el papel de la máxima instancia del Poder Judicial de un país de 130 millones de habitantes, con una de las 15 economías más grandes del mundo y una larga historia de aspiraciones democráticas y por las libertades fundamentales?
La democracia no es algo que se resuelva para siempre. Es una forma de vida, de todos los días. Que se reproduce con actos concretos y decisiones puntuales. Esta democracia de la Corte definitivamente no va en ese sentido.
Totalmente de acuerdo con tu análisis