En la historia del pensamiento humano inevitable ha sido la discusión y preocupación de lo que categorizamos como el bien y el mal; polaridad que ha regido las relaciones, la fe y esperanza en la vida de las personas. Partiendo de una cierta convención más o menos generalizada del significado de cada uno, mucho nos hemos ocupado en garantizar por cualquier medio el dominio del primero sobre el segundo. Parece ser verdadera la preferencia de realizar acciones tendientes a lo bueno sobre aquellas que buscan dañar. Por ello, en todo ese transitar del tiempo encontramos sistemas ideológicos y normativos que pretenden asegurar dicho dominio de lo correcto sobre lo incorrecto, de lo conveniente sobre lo inconveniente o de lo permitido sobre lo prohibido; en caso del Derecho de lo válido sobre lo inválido
A partir de la creación del Estado de Derecho, pasamos de las normas arbitrarias a las normas jurídicas, las cuales legitimadas pretenden fungir como directrices de nuestra conducta (principalmente de los jueces) y que, si hubiere contravención a ellas, existan consecuencias que castiguen a los responsables y que a su vez esto sirva de ejemplo para evitar que otros incurran de la misma manera. De lo que se trata es establecer un orden que nos permita más o menos vivir en paz.
Hoy, está más que rebasada la idea del divorcio irreconciliable entre derecho y moral que predominó con la ola positivista a ultranza (formalismo o normativismo jurídico) de los siglos XIX y parte del XX en el que tuvo su ocaso a raíz de las desastrosas consecuencias que la humanidad sufrió con el régimen Nazi en la Segunda Guerra Mundial: el derecho o la ley no debieron ser el medio para justificar la represión y asesinatos. Precisamente, la derrotabilidad del derecho (Agustín Pérez Carrillo) se presenta cuando existen suficientes razones dentro de un caso para no seguir las normas jurídicas (injustas). Es decir, cuando partiendo del principio de legalidad el juzgador pretende imponer una resolución que a la luz de la moral es inválida, el Derecho se ve derrotado y es obligación del juez a reconfigurarlo a través de una interpretación que le permita resolver de manera justa. Comprender esas normas jurídicas, es comprender un todo jurídico-moral que permite hallar la norma aplicable al caso concreto, en el entendido de negar cualquier ley tremendamente injusta (Gustav Radbruch) o, con palabras más actuales, presuponer en cualquier acto jurídico que la injusticia extrema no puede ser derecho (Robert Alexy).
Con lo anterior, también se supera la pretendida exclusividad del legislador como fuente formal de la ley; es decir, ahora entendemos que el juez también crea derecho a través de su ejercicio interpretativo; deja de ser únicamente la “boca” de la ley, como decía Montesquieu, limitando la función jurisdiccional a la simple subsunción del supuesto fáctico en el supuesto normativo de manera mecánica. El juez, pues, no sólo es el garante de la legalidad, sino también y es lo más importante, de la justicia.
El juez no sólo tiene la capacidad de crear nuevo derecho con su interpretación, con la cual hallará la norma inexpresa. También, tiene el deber irrenunciable de actuar conforme a lo moralmente aceptado en un contexto. Esto no sólo es obligación de él; lo es en realidad de todos los operadores jurídicos: litigantes, juzgadores, docentes, investigadores y de cualquiera que pretenda dar uso a la norma jurídica. Dar la vuelta con argumentos leguleyos o simplistas para justificar cualquier tipo de abuso en definitiva no es la función de la ley y menos del Derecho. Tampoco lo es de ninguno de los operadores jurídicos.
En lo que respecta a Anuar González Hemadi, juez Tercero de Distrito en Veracruz (a quien el Consejo de la Judicatura Federal ha suspendido para investigar sobre su actuar), ni siquiera fueron argumentos leguleyos con los que sustentó el amparo a favor de Diego Cruz Alonso, acusado de abusar sexualmente de una menor. Palabras simplistas han sido el sustento de una resolución que pudiera crear precedente para cualquier otro caso similar que pudiera darse en el futuro, lo cual sería muy grave para nuestra sociedad.
Quienes intervinieron en esa resolución de amparo, ya sea el personal del juzgado o cualquier asesor externo, no tienen la vergüenza mínima que pudiera exigir no sólo la abogacía, sino también el respeto hacia uno mismo y los demás. Privilegiar el cobro (seguramente millonario) de una asesoría para dejar en libertad al responsable de un delito con aparentes argumentos legales, por supuesto no es la función del jurista, ni mucho menos del Derecho, a lo más sería la función de una persona indigna y desvergonzada.
Esperemos que el recurso de revisión en contra del citado amparo reestablezca el derecho y recomponga la justicia, aspiración central de todos los que nos dedicamos de una u otra manera al estudio y práctica del Derecho.
@marcialmanuel3