En mi colaboración inmediata anterior me he referido al tema de las apariciones de la Virgen de Guadalupe, y a la polémica sobre las mismas a través de los siglos, transcurridos después de la llamada Conquista de México por los secuaces de Hernán Cortés y aliados de pueblos originarios sometidos por el imperio azteca, a la cual se puso fin el 13 de agosto de 1521 con la caída de la gran Tenochtitlan, y justamente diez años después ocurre el prodigio del cual, por cierto, no existe ninguna evidencia documental del Obispo de México, Fray Juan de Zumárraga, protagonista esencial sobre este acontecimiento sobrenatural en tierras americanas, por ser el encargado de construir una iglesia por mandato de la Virgen en el lugar de la aparición, según hacen constar historiadores nacionales y extranjeros que han investigado al respecto.
El año de 1996 sobrevino la declaración de Guillermo Schulenburg (1916 -2009), abad del santuario mariano, publicada en la Revista Ixtius en su edición de invierno de 1995, en las cuales negaba la existencia del indio Juan Diego y por tanto la aparición de la Guadalupana, al expresar que fueron manos humanas quienes pintaron la venerada imagen en tela de algodón, de lo cual dieron fe expertos en materia plásticas, dadas a conocer en repetidas ocasiones a diversos funcionarios del Vaticano, quienes hicieron caso omiso, y a pesar de esto lo inscribieron en el santoral. Lo anterior le costó, con el consentimiento expreso del Arzobispo Primado de México, Norberto Rivera Carrera, su expulsión del cargo que ocupó durante 33 años.
Años más tarde el culto y talentoso sacerdote, Manuel Olimón Nolasco, recogió todas las investigaciones y misivas dirigidas a la Santa Sede por los antiaparicionistas en su libro titulado En Búsqueda de Juan Diego, en el cual llegó a la conclusión de que no había encontrado, bajo un riguroso principio de objetividad histórica, al controvertido vidente (se dijo que Olimón Nolasco estuvo a punto de ser excomulgado). Rivera Carrera le reviró con el libro denominado Juan Diego: el Águila que Habla, donde reafirmaba la existencia del polémico indígena, y se condolía de sus hermanos en la fe cristiana que no supieran gozar y disfrutar el maravilloso suceso.
En el mes de junio de 1991 entrevisté al Delegado Apostólico en México, Gerónimo Prigione, por encargo de la revista Acta, de la cual fui colaborador, y que dirigió, por breve tiempo, mi buen amigo Fernando García Cordero, y entre otras cosas le pregunté que, “cuánto tiempo podría llevar la canonización de Juan Diego”, a lo que respondió: “Llevará tiempo. La Santa Sede dio, como primer paso, reconocimiento al culto público; más que todo se trató de una beatificación. El Papa reconoció solamente un culto que tiene siglos de existencia. El segundo paso requiere la comprobación de hechos portentosos y de allí su importancia para demostrar la intervención de este beato en la vida de las personas y en el cumplimiento de los milagros. Esto requiere de mucho tiempo para ser comprobado, no puedo fijar fechas, pero pasará algún tiempo”.
Posteriormente, para corresponder las veces que había sido invitado a cenar y comer por Monseñor Prigione, en cierta ocasión le correspondí con una comida en mi casa, la cual gustosamente aceptó, pues habíamos cultivado una buena relación política por haber sido miembro del equipo del Partido Revolucionario Institucional, que dirigía Luis Donaldo Colosio, para establecer un puente sobre el proceso de la reanudación de las relaciones del gobierno de México con el Vaticano. Por mi parte, invité a algunos amigos míos, entre ellos a Antonio Frausto Martínez y José Luis Caballero Cárdenas, con los que departimos el vino italiano Barolo, el preferido del distinguido invitado.
En un momento dado la conversación recayó sobre el tema de la existencia de Juan Diego y las apariciones de la Virgen de Guadalupe, a lo que el prelado afirmó: “Tales apariciones son solamente mitos, y la existencia de Juan Diego, también”, ante la estupefacción de los presentes por la insólita declaración del representante papal. Hay que tener en cuenta que Prigione no tenía en alta estima a los sacerdotes españoles, pues les atribuía los daños que cometieron durante la evangelización de los indígenas. Han pasado los años y me pregunto si la reticencia mostrada sobre la canonización de Juan Diego, en aquella entrevista con Monseñor Prigione, estaban basadas en las investigaciones que se habían llevado a cabo sobre la existencia de Juan Diego y las apariciones de la venerada imagen, él ya las conocía de primera mano. Lo cierto es que al momento de la canonización por el Papa Juan Pablo II, él no dijo esta boca es mía. Sin embargo, la vieja querella religiosa y secular continúa.
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