Las revueltas actuales y las expectativas sociales

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A las manifestaciones sociales de Turquía y Brasil se ha unido emblemáticamente la reciente revuelta política de Egipto, abultándose las explicaciones generales de los tan supuestamente impensados acontecimientos.  Las explicaciones han transitado desde las consecuencias ocultas del crecimiento exitoso de ciertos países emergentes, como es el caso de Brasil y de Chile, hasta el riesgo político por la prevalencia de regímenes autoritarios, como son los casos de Turquía y China.  No ha faltado en ello el rol de la clase media, en su carácter rebelde, contestatario y por su activismo para alentar la conciencia política de las masas.

 

Sin negar de ninguna manera la trascendencia del análisis de las manifestaciones de inconformidad, es evidente que no sólo es importante para ello la consideración del contexto específico de cada país, sino también el tipo general de las demandas sociales no cumplidas en esos países y prometidas por los gobernantes en turno.  Dicho de otra manera, y aún pecando de “economisista”, valdría la pena explorar cuales son las demandas de la ciudadanía y cuáles han sido las expectativas que las han animado políticamente.

 

Probablemente en ello se pueda encontrar una explicación más pertinente de lo que hoy acontece en los países que parecen enfrentar una revuelta social que amenaza con ir generalizándose.  Así, tal explicación radicaría más en las demandas ciudadanas que los gobiernos y el estado no satisfacen y que se antojan factibles de atender, en contraste con las acciones gubernamentales, sus costos y consecuencias que benefician a intereses no generales.

 

Francis Fukuyama, controvertido politólogo, muy criticado por su libro el Fin de la Historia, poco leído y menos entendido, ha dicho que “El tema que conecta estos episodios recientes en Turquía y Brasil, así como con la Primavera Árabe de 2011 y las continuas protestas en China, es el ascenso de una nueva clase media global (FRANCIS FUKUYAMA, Julio 2, 2013, wsjamericas.com).”  Tal aseveración la sustenta en las estimaciones del crecimiento de la clase media y de la trayectoria creciente que se vislumbra para los próximos años.

 

De acuerdo a Fukuyama; “Un informe de Goldman Sachs GS -0.55% de 2008 definió este grupo como aquellos con ingresos de entre US $6.000 y US $30.000 al año y predijo que crecería hasta sumar 2.000 millones de personas para 2030.”  Partiendo de una definición más amplia de la clase media, un Instituto europeo, dice ese autor, “pronosticó que la cantidad de personas en esa categoría crecería de 1.800 millones en 2009 a 3.200 millones en 2020 y a 4.900 millones en 2030 (sobre una población mundial proyectada de 8.300 millones).”

 

Independientemente de que la definición de la clase media puede llevar a rangos monetarios tan amplios, como es el primer caso, con una diferencia de ingresos del 500%, entre el rango menor y el mayor, antojándose increíble, como es el segundo caso señalado, que en sólo 7 años la clase media pueda representar más del 50% de la población mundial total.  Así, la caracterización laxa de la clase media ha llevado a decir a ciertos autores, para los encantados oídos oficiales, que México es una sociedad de clase media.  En tanto la situación real, ante los indicadores de pobreza y miseria, que más bien debería llevar a decir que México es una sociedad mayormente pobre.

 

Es dable decir, tal como lo señala Fukuyama, que “La clase media ya no quiere solo tener seguridad sino también opciones y oportunidades.  (Y que) Es más probable que opten por la acción si la sociedad no logra cumplir con sus expectativas de mejoras económicas y sociales, que crecen con rapidez”.  Sin embrago, tal acción no es sólo asignable a la clase media, también, en general, es esperable para la acción de sociedad en la medida que el cumplimiento de sus expectativas se ha hecho cada día más remoto.

En ese sentido, es obvio que, como en Chile, “[…] los cambios materiales produjeron profundos cambios culturales y subjetivos, en particular, un incremento en las expectativas y el deseo que las ideas que legitiman a la modernización capitalista –la igualdad de oportunidades y la meritocracia-efectivamente se realicen” (Carlos Peña, El País, sábado 29 de junio de 2013).  Sobre este aserto es posible decir que la modernización capitalista, iniciada desde los 1980, ha generado un déficit social del estado en buena parte del mundo.

 

La dinámica de la deuda social del estado puede verse en dos momentos de los últimos treinta años.  En primer lugar, la falta de cumplimiento de las expectativas iniciales de las reformas económicas indujo a que en los países desarrollados y emergentes el electorado mudara de los partidos de derecha y centro hacia aquellos más identificados con las ideas liberales y sociales.  De esta forma, en su momento, en Estados Unidos y en Europa el resultado electoral fue favorable al Partido Demócrata y a los partidos identificados con la social democracia.  Lo mismo aconteció, ya a fines de los 1990´s, en buena parte de América Latina.

 

Sin embargo, en un segundo momento, en una suerte de búsqueda del paraíso perdido; el no cumplimiento de nuevo de las expectativas generadas por la modernización económica y la crisis financiera produjeron ya en los 2000’s, aún en la misma Europa y en otras regiones como el Magreb, que la sociedad desembocara en manifestaciones de rechazo a las políticas ad hoc instrumentadas por los gobiernos en turno, mayormente liberales y socialdemócratas.

 

En este último caso, esos gobiernos habían puesto en marcha políticas que buscaron justificar y en algunos casos profundizar las políticas originadas a partir de la reforma económica de los 1980´s.  Especialmente en América Latina, como fue en Brasil, Chile y otros países de la región, se buscó promover un capitalismo con “rostro humano” y que el Estado asumiera una posición más activa en la regulación económica y financiera.

 

Hoy es evidente que las expectativas sociales de educación superior, salud, empleo, mejores trabajos y salarios no han sido cumplidas, a pesar de las promesas reiteradas con las políticas en marcha.  En el caso de Europa buena parte de lo socialmente logrado ha sido cancelado, afectando fuertemente los niveles de bienestar y empleo, particularmente de los jóvenes.  En Brasil el pueblo ha perdido hasta la posibilidad de acceder al espectáculo del foot ball, por la privatización de los estadios.  En Chile la educación superior ha significado un elevado endeudamiento de las familias.  En otros lares la “democratización económica” no ha sido acompañada con la democratización e institucionalización política.

 

Todo deja indicar que no sólo la velocidad en el logro de lo prometido ha sido un escollo para la tranquilidad y la aceptación social, sino también que la agudización de la inequidad en la distribución del ingreso ha acrecentado el rechazo hacia el poder político.  Ha dicho Fukuyama que bien ha calificado a este fenómeno el venezolano Moises Naím del Carnegie Endowment como el “fin del poder”.  Ese sentimiento parece haber ya permeado en la sociedad, al menos en los países en donde las manifestaciones y revueltas piden resultados sociales prontos y concretos sobre las expectativas que desde el poder político se les alentó desde el poder político.

 

Esto último explicaría por qué ningún partido pareciera llenar el vacío de legitimación política que las manifestaciones y revueltas ponen en los casos de Turquía y Egipto.  El desencanto de la sociedad es de tal magnitud que sin poner en tela de juicio el sistema económico, la sociedad puede terminar apoyando medidas autoritarias que les garanticen o den cierta certeza sobre sus expectativas.  Egipto puede servir de ejemplo de esta conjetura, así como algunas medidas aplicadas en ciertos países sudamericanos.  Ojalá y no se transite ciegamente por ese tortuoso camino, al que pronto se arriba pero que se tarda mucho en dejar.

 

El desencanto del incumplimiento de las expectativas sociales generadas con la modernización económica ha sido creciente y constante en México desde hace más de seis lustros.  La sociedad no ha tenido descanso, asumiendo sacrificios y reforma tras reforma.  La llamada alternancia política del 2000 terminó por acrecentar el hartazgo social sobre la partidocracia.  El ambiente político de la pasada campaña presidencial así lo anunció, aunque dio paso al regreso de “un nuevo PRI”, cuyas reformas inicialmente emprendidas despertaron grandes expectativas sobre la corrupción.

 

A pesar de ello, las noticias de la generalización del saqueo de las arcas públicas y la posibilidad de reformas que comparta la renta petrolera y abata la capacidad de compra del pueblo pueden terminar por crispar a la sociedad y dividir políticamente al país.  La alternancia política se ha agotado en si misma por los resultados generados y la expectativas sociales no cumplidas, en un claro ambiente de mayor pobreza, violencia e inequidad social.

 

Decir que la sociedad mexicana está hoy más allá de los partidos es un lugar común.  Pero tomar en consideración su posible explosión ante la falta de cumplimiento de las expectativas que se le han vendido desde el poder político, hace casi seis lustros y el posible riesgo que ello implicaría para México, es el reto que el Presidente Peña Nieto debería asumir.

 

Bien se dice que debemos vernos en otros para entendernos y sabernos y poder, consecuentemente, actuar con mayor certeza en un mundo de gran incertidumbre.  El mañana ya está aquí.

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