¿Por qué leemos hoy menos que antes?, ¿será un problema educacional, de falta de hábito?, ¿o tendrá que ver con nuestra dificultad para soportar la incertidumbre?
Annemarie Schwarzenbach, a quien Thomas Mann describía como el “ángel devastado”, fue una viajera en búsqueda permanente de un lugar en el mundo que la hiciera sentir que había llegado a casa. Cada aventura que emprendía fue un intento por alcanzar la paz mental y entender, sobre todo entender, lo que le ocurría, el por qué de su desasosiego y profundo malestar subyacente. Ella pertenece al linaje de los seres humanos que conocen la intemperie emocional desde siempre. Se trata de un grupo enorme de personas que casi al mismo tiempo que comienza a caminar y a hablar, percibe que hay algo que los supera, que, aunque no lo pueden definir, ni nombrar siquiera, los impulsa a ir al encuentro de un espacio psíquico que les haga sentir que encajan en el mundo.
Raros o especiales, así es como nos sentimos cuando nos vemos como diferentes. Si la interpretación que hacemos es negativa, inmediatamente nos sentimos parte del primer grupo; si por el contrario creemos tener algún atributo que consideramos particularmente positivo, nuestro pecho y ego se inflan y nos ubicamos en un peldaño por sobre lo que consideramos, con cierto desdén, la mayoría.
Más allá de la forma en que nuestra psique intente amoldarse a los parámetros de la supuesta normalidad que nos gobiernan, lo cierto es que en cada uno de nosotros conviven siempre dimensiones de rareza y especialidad. Lo mismo ocurre con los vergonzosos y los culposos; los primeros consideran que en ellos hay algo disfuncional, distinto, que les impide ser en verdad felices; en tanto que los culposos saben que en ellos habita la falta (el viejo pecado) y temen que si los demás lo descubren no los aceptarán, ni mucho menos querrán. Y así de vergüenza en rareza, de culpa en unicidad, nos la pasamos buena parte de la vida intentando dar con un locus amoenus, un lugar tangible o mental en el que podamos sentirnos seguros y plenos.
Caminos para intentar resolver el acertijo existencial hay sin duda muchos. La filosofía y la psicología pueden hacer que la búsqueda sea menos áspera, como así también las ciencias exactas nos pueden ayudar a precisar de mejor manera la magnitud de lo que queremos entender y resolver, entregándonos fórmulas y métodos para explorar los espacios materiales e inmateriales. Por otra parte, el arte, y la literatura en particular, siempre entregan respuestas, aunque no necesariamente soluciones, para aquello que nos incomoda o aflige.
Pero hoy, en la era de la inmediatez y del presentismo, no resulta fácil tener la capacidad reflexiva y darse el tiempo para aprender que la espera y la demora también son parte del aprendizaje y de la comprensión profunda.
Entonces, ¿qué hacer para llenar el vacío, el hastío crónico, que inunda a media humanidad? ¿Dónde encontrar la calma y sobre todo el sentido que tanto se necesita por estos días de incertidumbre sanitaria, económica y política? No conozco una salida única y mucho menos segura para salir de este laberinto; sin embargo, tengo la experiencia de haber crecido en una casa con “libros hasta las nubes”. Una Torre de Babel de veinticinco mil volúmenes y seis mil revistas, de conocimiento, lenguas y disciplinas diversas; entre sus paredes aprendí a que zambullirse en las ideas abre y cierra puertas, permite deslumbrarse, enseña a contradecirse y, sobre todo, ayuda a mantener la esperanza y la cordura en los momentos más duros de la existencia. Los libros regalan palabras y amplían nuestro repertorio imaginativo y psíquico; a mayor lenguaje más posibilidades de explicar y entender aquello que nos estremece y asombra.
Annemarie Schwarzenbach esa viajera atormentada que buscaba contestación y contención a sus temores y dolores escribió: “¿Terrible incertidumbre? Terrible sólo mientras no podamos mirarla a los ojos”. Sin duda, es en los libros donde podemos mirarnos a nosotros mismos, profundamente, a los ojos.
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Excelente reseña, y muy bien escrita.