Pedimos a gritos que nuestros líderes, o quienes se asumen como tales, nos resuelvan todos los problemas que nos aquejan. No importa si es la inseguridad o la falta de servicios de salud de calidad, la educación o el desarrollo económico, la responsabilidad de encontrar soluciones está en quienes detentan la autoridad y el poder.
Para eso votamos, opinamos en redes sociales, pagamos nuestros impuestos y tratamos de conducirnos lo mejor posible en sociedad, para que los elegidos en democracia cumplan con sus promesas y den las respuestas que tanto exigimos.
Pero este intercambio de papeletas por cargos tiene algunas fallas importantes. Una principal es que sólo nos compromete cada tres y cada seis años a participar en el diseño del país y de las políticas públicas que nos ayudarían a progresar. Otra muy relevante, es que nos deja poco espacio a los ciudadanos para influir y dejar una huella en el destino de la colonia, la ciudad y el estado en los que habitamos.
No niego que es cómodo el acudir a la urna (si lo hacemos), cruzar con el crayón la alternativa de nuestra preferencia, doblar la hoja, depositarla donde corresponde, y presumir luego el pulgar pintado de tinta indeleble. El problema es que ésa es apenas una parte del proceso de la democracia y está lejos de ser una participación civil activa.
Tomemos como ejemplo la Gran Depresión de 1929. Una serie de decisiones económicas nacionales e internacionales se convirtieron rápidamente en una crisis económica sin precedentes. En ese momento el mundo no estaba globalizado como ahora y la peor parte se la llevaron los ciudadanos de Estados Unidos, lugar donde se originó, para después esparcirse a otras naciones.
Durante los diez años siguientes la inseguridad, la pobreza, la caída de la renta per cápita, asolaron a muchos países hasta casi el inicio de la Segunda Guerra Mundial en 1945. Hasta ese momento no se había registrado una recesión económica tan prolongada en el mundo.
Mientras Franklin D. Roosevelt proponía a los estadounidenses el Nuevo Acuerdo para reformar instituciones, crear sindicatos, impulsar la construcción, ampliar los derechos sociales a la población más pobre para reconstruir el mercado interno, en Alemania surgió la figura nacionalista de Adolfo Hitler con la bandera de recuperar el orgullo patrio a partir de criticar a otras culturas, a los migrantes, y al comercio internacional.
Ya se había sufrido una Primera Guerra y, aunque nadie buscaba el conflicto, las presiones sociales llevaban al extremo a muchas sociedades que exigían un líder, cualquier líder, que les diera al menos la ilusión de ir hacia adelante.
Dudo que los estadounidenses de Roosevelt fueran más democráticos que los alemanes de Hitler, de hecho, en ambos casos hubo votaciones directas para elegirlos e instituciones democráticas que avalaron el resultado; lo que ocurrió es que la forma de ejercer la autoridad y el poder fueron diametralmente distintas, aunque las dos sociedades pedían las mismas respuestas ante la crisis mundial.
De esas decisiones dependieron el inicio de la segunda gran guerra que trajo una nueva tragedia cuando todavía no se salía de la primera. Naciones como Gran Bretaña, Francia, Rusia, eligieron líderes fuertes que pudieran enfrentar una catástrofe, al mismo tiempo que otros países cayeron en manos de la demagogia y el racismo.
Se tomaron medidas que hoy serían impensables. En plena guerra, por ejemplo, se suspendió la fabricación de automóviles para dedicar la línea de producción a vehículos militares. En el caso de México, ahí comenzamos nuestra relación comercial y de migración con nuestro vecino del norte, produciendo, vendiendo y trabajando a todo vapor, allá y aquí, para sostener la causa de los aliados en Europa.
Ante el horror de la guerra nadie pedía demasiado (conservar la vida y la casa ya eran un logro) y hubo una consciencia de que todos podían ser responsables de las consecuencias en uno u otro lado. Era el mundo el que estaba en juego.
No comparo esa época con la actual, pero hay rasgos que observo con preocupación. Hablamos mucho, pero participamos poco; nos negamos a escuchar a quien no piensa como nosotros y estamos convencidos de casi cualquier mentira que nos envían al celular. Gritamos en el ciberespacio, aunque no dialogamos en persona. Es más fácil y cómodo descalificar, que hacer una autocrítica sobre el tipo de ciudadanos que realmente somos.
Si la historia tiende a repetirse, lo que siempre he dudado, valdría la pena analizar qué tanto estamos haciendo nosotros, cada uno, por evitar la división, el odio, el racismo, el clasismo y los prejuicios en nuestra sociedad, para que no se repitan momentos vergonzosos de nuestra historia como especie o que aquellos capítulos en los que hemos demostrado ser una sola humanidad puedan servirnos de lección para no repetir los mismos errores.