Ninguna sociedad llega muy lejos si no se organiza bien. Se trata de abrazar una idea colectiva para avanzar y ponernos de acuerdo en mínimos criterios que nos permitan crecer y mejorar nuestras condiciones de vida.
Sin embargo, en ese aspecto, parece que todavía nos falta camino por recorrer; de manera cotidiana empujamos nuestras diferencias hacia el odio en lugar de privilegiar nuestras coincidencias (que tenemos muchas).
Perdemos tiempo valioso en tratar de probar nuestros argumentos, en especial aquellos que vaticinan el peor destino posible para el país y para nosotros. Y si tomamos la decisión de hablar con cierto optimismo, es fácil perdernos en lo deseable y no indicar lo que posiblemente sería más accesible de lograr.
Estoy muy orgulloso de ser mexicano y considero que vivimos en el mejor país del mundo, pero a veces me es difícil entender el odio y la revancha que destilamos en muchos espacios que podríamos usar de manera más constructiva, tal vez, hasta con humor.
Procuro no tocar este tema, precisamente porque mis raíces son en esta tierra, pero esta semana se conmemoró un aniversario importante de la liberación del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. Cientos de historias, la mayoría terribles, desgarradoras, aunque muchas llenas de esperanza sobre lo que podemos ser como humanidad, circularon durante meses, para advertir de un obscuro episodio de nuestra historia que nunca debe repetirse.
El padre de mi abuelo, quien ya había perdido dos hijos en la guerra, le dio un poco de dinero y le suplicó que jamás regresara a Polonia, al mismo tiempo que le pidió un favor: “avisa a qué país logras llegar”. Y ése fue México, una tierra que lo recibió con los brazos abiertos.
Uno de los aspectos que llevaron a la existencia de los campos de concentración fue el odio fabricado con las peores intenciones en contra de otras personas, que muchas veces ni siquiera se conocían o, aún más absurdo, no tenían ningún motivo para rechazarse.
No obstante, el miedo es una herramienta poderosa de cobardes y criminales que, impulsada por mucho tiempo, logra que desconfiemos hasta de nuestra propia sombra. Y desde hace muchos años, la enfermedad que afecta a México no es ninguna otra (ni el coronavirus) más que la falta de confianza.
No la tenemos en la mayoría de las instituciones, públicas o privadas, tampoco en nuestros líderes, y menos en vecinos o conciudadanos, es más, creo que a veces no confiamos ni en nosotros mismos.
A esa falta de confianza le hemos sumado el rechazo por apoyar o criticar al gobierno en turno. Es una tarea diaria tener que enfrentarse con cualquier detalle que surja a favor o en contra de una nueva administración, la cual prometió un verdadero cambio y, además, consiguió el voto mayoritario para llevarlo a cabo.
No podemos negar que el deterioro del pasado era insoportable, como tampoco decir que con el voto de 2018 iban a desaparecer todos nuestros problemas, eso simplemente no funciona así.
Falta que hagamos un ejercicio fundamental y cotidiano: ¿qué hemos hecho nosotros para mejorar como ciudadanos? Ningún gobierno puede solo y ninguna sociedad tampoco, pero nos aferramos a pensar que el destino se decide si una u otra opción está a cargo de las administraciones públicas, cuando el Estado es mucho más grande e involucra a Poderes que deben cambiar también.
La realidad nos está obligando a participar en el rumbo del país, lo queramos o no, y valdría la pena hacerlo convencidos. Nadie lo hará por nosotros y si dejamos espacio al odio, siempre surgirán intereses que buscarán la manera de aprovecharlo para enfrentarnos unos contra otros. Y, en efecto, las condiciones para evitarlo son posibles, aunque las condiciones para que suceda lo contrario, tristemente, también.
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