La palabra máscara, llama a error: no tiene que ver con (la) cara. En su raíz de más larga data, no esconde sino muestra. No es subterfugio, sino burla.
Llegada al español luego de un largo, larguísimo camino, que arrancó en el árabe, pasó por el catalán y el italiano, ante de recalar en la lengua de Cervantes, se relaciona con mas-hara, que a su vez, remite a sahor, burlador.
En el que quizá sea el más famoso de todos los ensayos que Octavio Paz incluyó en El laberinto de la soledad, titulado justamente “Máscaras mexicanas”, el tema de a elución de lo real pareciera afincarse plenamente, esta vez, sobre una palabra detenida de máscara: mascarada.
El mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación, escribe el poeta.
Convertida en mascarada, la máscara deriva el impulso de que se burla al que burla la realidad, o aún más: su realidad. No verse así, es no ver.
Sobre el plano de una época donde el pensar básico ha logrado entronizarse, unos días atrás un representante popular en algún país del orbe, reclamaba airadamente su derecho a no usar una mascarilla higiénica, tapabocas, bajo el razonamiento, hay que llamarlo de algún modo, de no usar una “máscara “de perro.
En plena pandemia, debería llamar al azoro, no tanto que exista quien eluda controles sanitarios mínimos para su propia supervivencia y la salud de los demás, sino que esa elución pueda ser enmascarada bajo pretensiones de una “razón” personal.
La simplonería, lo simple y simplón, asoma así como una máscara y una mascarada, con fuertes connotaciones cargadas de autoengaño, que portan unión frente a lo complejo, y simplemente no entiende.
Los territorios donde quien no entiende, despliega sus artilugios repetitivos hasta el fastidio, son vastos.
La fórmula es sencilla: quien no entiende lo complejo, responderá a ello con una simplonería, enmascarando así, tratando de hacerlo al menos, tanto su insuficiencia como con la esperanza puesta en que el engaño y en autoengaño surtan efecto.
Del otro lado, mentes, construcciones, elaboraciones complejas frente a lo complejo.
En días pasados, Beatriz Espejo Arce, mejor conocida como Bea Espejo, notable especialista española en arte contemporáneo, traía de modo brillante al centro de la discusión, la cuestión de la máscara y el más interesante aún tema de la identidad como ficción, muy a propósito de los tiempos que corren.
Publicado en las páginas de Babelia, el suplemento de literatura, arte y cultura del diario El País, el ensayo de Bea Espejo se centra en la trayectoria de la artista conceptual inglesa Gillian Wearing, cuyo trabajo con la máscara como medio para explorar la noción de verdad es tan largo como notable.
La máscara, bien se puede comenzar por afirmar luego de leer a Espejo y ver el trabajo de Wearing, es, ha sido, un artefacto.
Ya sea político o cultural; individual o colectivo; sofisticado o arcaicamente simplón. La máscara es un artefacto y la mascarada su puesta en función.
Escribe Espejo: Qué duda cabe de que la máscara pulula como mosca detrás de la oreja y como síntoma de una época de cambios extremos. Guerra cultural, lo llaman. Las técnicas para el enmascaramiento ganan en tracción y vuelven con una urgencia renovada.
Al hacer una amplia y muy convincente disección de lo que considera un referente irónico del tiempo pandémico y los modos de comprenderlo (o no), Espejo retorna a las implicaciones de lo enmascarado, bajo la guía de esas formas de pensamiento complejo que es el arte.
Engañosa por naturaleza, la máscara deviene el interfaz de lo oscuro. Eso de buscarse entre la falsa apariencia de normalidad de la gente. Brinda una desaparición voluntaria en tiempos de visibilidad extrema y se convierte en un altavoz para decir aquello que de otro modo no diríamos.
Su lenguaje tiene raíces en el poder y el control social. Un lugar desde el que significarse, para bien y para mal. Allí donde no podemos ocultar las cosas que nos pasan y las cosas que hacemos pasar, advierte la crítica española.
En todo hacer hay un pensar, tanto como pensar hay un hacer. Hace y piensa quien desde lo elusivo construye el engaño a los otros y el autoengaño de sí, bajo la máscara real de lo simplón.
Decir la verdad mintiendo: no se comprende, no se alcanza a comprender lo que de suyo es complejo. La salida, que más que ello resulta un salto al abismo, es el chistorete, la ocurrencia o la franca elusión, bajo la máscara de algo que quiere parecer ingenio.
Mas, si como sostiene Antoni Tàpies, el arte es la filosofía que refleja un pensamiento, en la Era de lo complejo, en el tiempo de las redes complejas que expresa la condición digital, la simplonería es, por el contrario, artefacto del vacío.
Incomprensión dramática.
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La máscara quizá genera temor, ir al supermercado en estos tiempos se traduce en un encuentro con individuos anónimos que pudieran ser conocidos o amigos pero no lo sabemos, de ahí tal vez surge la reticencia a utilizarla y la reacción resulta como bien señalas, en algo simplón. El tapa bocas de hoy, es la manifestación de un peligro inminente que atañe a toda la humanidad.
Gran artículo, gracias