Quien considera cuestionada su autoridad, tiende a radicalizar expresiones con las que cree que la reafirma; ni el “ni los veo ni los oigo” de Carlos Salinas de Gortari fue tan lejos como el “no hay medias tintas (…) o se está por la transformación o se está en contra de la transformación del país”, de Andrés Manuel López Obrador.
El presidente bien se ha ganado el distanciamiento de empresarios, más por su rijosidad que por falta de argumentos; con mucho menos razones, también se ha echado en contra a las clases medias en todo su espectro, desde burócratas hasta investigadores científicos a las que castiga en sus ingresos sin ofrecerles nada a sus expectativas de lo que pueden esperar de las acciones del gobierno.
Si además se descontrola la pandemia esta semana, cuando se cumplen los 14 días de la “reapertura” de algunas actividades, decretada en plena incandescencia del semáforo en rojo, el presidente, que no da ejemplo de distanciamiento social ni del mínimo cuidado del uso del cubrebocas, también perderá autoridad entre las principales víctimas, que ya están siendo las clases populares.
Y eso a nadie beneficia; nada más peligroso para la sociedad, abrumada por crisis sin precedentes como estamos en México, en un entorno mundial que padece lo suyo, que la falta de un gobierno con credibilidad para convocar y organizar esfuerzos que mitiguen costos y apuren la construcción de una nueva normalidad.
El presidente está cometiendo el mismo error que contribuyó al penoso fin que tuvieron gobiernos como el de Bolivia, Ecuador, Brasil y otros, que lograron avances sociales pero las prácticas personalistas y clientelares impidieron la construcción de asideros políticos plurales con empresarios medios y clases sociales, que no necesariamente representan a las fuerzas de la reacción ni de la oligarquía, aunque tampoco estén dispuestas a firmar un cheque en blanco, en nuestro caso, a la 4T, ni el gobierno tiene derecho a exigirlo.
El otro error importante en la experiencia de gobiernos que lograron cierta mejoría en la distribución del ingreso en sus países, fue que mantuvieron sustanciales continuidades con el neoliberalismo económico; en nuestro caso, además, se pretende la disciplina fiscal sin endeudamiento ni reforma hacendaria.
El resultado inevitable en Sudamérica fue que el alcance redistributivo fue mucho menor a las expectativas generadas entre los sectores favorecidos, y en cambio provocó la indignación y temores entre las clases medias, que no simpatizan con los llamados a la solidaridad social ni a los “sacrificios” en sus ingresos para ayudar a abatir la pobreza.
Las expectativas incumplidas de los sectores pobres y el conservadurismo congénito de las clases medias, fueron capitalizados por los discursos de derecha basados en una construcción caricaturesca de la idea de populismo, al que interesadamente suelen confundir con el comunismo.
Aunque termine su sexenio, que es lo mejor para el país, López Obrador no habrá conseguido disminuir la pobreza ni afectar las causas de ésta, que él atribuye a la corrupción, mientras siga alejando de su gobierno a sectores que pueden coincidir en los fines, aunque quieran, con toda razón y derecho, que los medios sean negociables, como todo en la buena política.
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