Es una medida simple y efectiva. Utilizado correctamente el cubrebocas disminuye significativamente el riesgo de contagio de enfermedades respiratorias, como la causadas por el virus SARS-CoV-2. Desde una perspectiva de salud pública es una medida sumamente eficiente: es fácil de usar, es de bajo costo y su uso puede comprender a poblaciones de gran tamaño. ¿Por qué entonces la guerra contra este pedazo de tela sintética?
La controversia por el uso de la mascarilla no es nueva. En 1918, durante el brote de la Gripe Española, se utilizó como la medida de salud pública por excelencia. Las disposiciones oficiales de esa época para contener la pandemia incluyeron sanciones económicas, y hasta el encarcelamiento, para aquellos que se rehusaran a utilizarlo en espacios públicos.
Los historiadores concuerdan que el uso generalizado del cubrebocas durante la pandemia en 1918 fue una medida que evitó la muerte de decenas de miles de personas. Sin embargo, a diferencia de la pandemia actual, hace 100 años su uso no fue convertido en un elemento de lucha política.
El uso del cubrebocas puede salvar vidas, no hay duda ni controversia científica al respecto. El Laboratorio de Genética de la UNAM, por ejemplo, ha mostrado su utilidad señalando que, si 9 de cada 10 mexicanos lo utilizaran, los contagios de COVID-19 se reducirían hasta en un 60%.
Otros estudios también han demostrado que el uso generalizado del cubrebocas puede reducir la transmisión del virus entre un 50% y 85%. Sin embargo, y no obstante la evidencia, un porcentaje importante de la población mundial se rehúsa a utilizarlo. El problema se agudiza cuando son los propios gobernantes, de manera irresponsable, alimentan el escepticismo sobre la eficacia de su utilización.
Las cifras no pueden ser más evidentes. En China, donde más del 80% de su población utiliza el cubrebocas, se registran alrededor de 61 casos de COVID-19 por millón de habitantes, mientras que en países como Estados Unidos, donde el uso del cubrebocas ha sido politizado, hay cerca de 18 mil casos positivos por millón de habitantes. Mismo caso se presenta en Brasil, país que registra alrededor de 17 mil casos por millón de habitantes, y México, que registra alrededor de 4 mil casos de COVID-19 por millón de habitantes.
En países asiáticos como Japón, Corea del Sur, Hong Kong, China, Tailandia y Taiwán el uso de la mascarilla es norma cultural, común entre aquellos que presentan síntomas de cualquier enfermedad respiratoria. Por ello, durante años el brote de distintas cepas de coronavirus se mantuvo bajo control en esos países. En contraste, en otras regiones una proporción importante de la población argumenta que la legislación gubernamental sobre el uso de cubrebocas infringe su libertad personal, por lo que la discusión sobre su uso en países como Estados Unidos y México ha pasado del terreno científico a un debate político, ideológico y hasta religioso.
Así, mientras que en algunos países asiáticos el uso del cubrebocas tiene un sentido de responsabilidad colectiva, de solidaridad y de cumplimiento de la ley; en otros países, cuya cultura está más orientada hacia el individualismo –y al “valemadrismo”–, su uso representa una afrenta al pueblo.
Como si no fuera suficiente enfrentarnos al COVID-19, también nos estamos enfrentando a una batalla entre la ciencia, la ideología y el fanatismo. En pleno siglo XXI, por un lado, la humanidad busca colonizar el espacio y, por el otro, los grupos sociales se oponen a usar un pedazo de tela en la cara que puede salvar sus vidas y la de los demás, porque “interfiere con el bello sistema respiratorio que nos dio el Creador”.
Han pasado cien años desde la última gran pandemia, pero tal parece que la solidaridad y la empatía humana no se encuentran todavía a la altura de los avances de la ciencia. Ciertamente tampoco se ha avanzado mucho en la capacidad de los gobiernos para persuadir a las personas de protegerse y proteger a los demás.
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