Una de las razones por las que no acepté la Secretaría Ejecutiva del Consejo Ciudadano de la Ciudad de México la primera vez que me lo propusieron fue porque sentía que era inútil involucrarse en una iniciativa civil para cambiar el estado de las cosas. No sólo se trataba de una obligación de las autoridades, pensaba, sino que prácticamente todas las acciones que se habían emprendido terminaban politizándose y sirviendo de poco a los ciudadanos de a pie.
Desde entonces –les hablo de hace doce años para ser exacto– sostengo lo mismo que ahora: si protestar resolviera nuestros problemas, yo tendría un puesto permanente en las escalinatas del Ángel de la Independencia. La realidad es que, sin propuestas, la mayoría de las protestas sólo son desahogo.
Salvo dos que recuerdo muy bien. La primera, en 2004, una marcha que por primera vez convocó a ir vestido de blanco y a caminar en silencio para quejarse de la inseguridad (heredada) que vivía la capital del país. En ese entonces, la respuesta fue muy diferente a la que dio el actual presidente este mismo lunes.
La segunda, fue la protesta por el desafuero de aquel mismo Jefe de Gobierno y la cual congregó a más de un millón de personas (alcancé a llegar a la Glorieta de Colón, porque no había manera de llegar al Zócalo).
De naturaleza distinta, las dos marchas estaban unidas por la idea de que la presión social podía modificar las decisiones políticas e impulsar los resultados que tanto se necesitaban.
En el primer ejemplo, aunque la manipulación por muchos intereses creados fue evidente, el gobierno de la Ciudad encabezado por Andrés Manuel López Obrador aceleró su combate contra la delincuencia, que después consolidó la administración de Marcelo Ebrard.
En el segundo caso, la indignación por la forma en que Vicente Fox (ese mismo que caminó el domingo) trató de descalificar al entonces candidato López Obrador para contender por la Presidencia de la República, hizo que nos saturáramos las calles para defender a la endeble democracia que, suponíamos, había llegado a su punto de madurez precisamente por la elección de Fox Quesada como mandatario. El resultado fue la cancelación de un proceso a todas luces mañoso, ante el descontento general por el intento de eliminar a un aspirante de la boleta electoral.
En ambos casos, me quedé con un sabor agridulce y el pensamiento de que necesitábamos otro tipo de medidas para hacer sentir el auténtico peso de la sociedad mexicana. Así que, en la segunda ocasión que me ofrecieron unirme al trabajo civil para ayudar a disminuir los niveles de inseguridad en la capital, pedí que estuviéramos seguros de que haríamos una diferencia.
El gobierno de Ebrard lo entendió y creó un híbrido, a la mitad de una organización civil, pero con las mejores prácticas de la iniciativa privada, además de facultades claras para sortear los obstáculos de cualquier administración pública para facilitar la denuncia y fortalecer el tejido social.
La historia de este país ha demostrado en un sinfín de ocasiones que, si no hay una propuesta concreta, un plan, una estrategia, entonces la protesta nada más alcanza a convertirse en una anécdota.
¿Dónde están las propuestas del domingo? ¿En qué nos benefician los reclamos, muchos de ellos francamente atroces, que con esquizofrenia pedían, además, no dividirnos como sociedad, pero reflejaban todo lo contrario?
En julio del año pasado, la mayoría votamos por cambio pacífico –aunque radical– del sistema político y económico. Cada uno es responsable de apoyar esta decisión u oponerse a ella; sin embargo, en ambos casos debe ser de frente, sin doble moral y aportando propuestas para llegar a las soluciones que tanto necesitamos.
Y en este sentido, apenas el domingo 28 de abril, arrancamos una nueva propuesta civil donde podremos, juntos, construir ese puente de entendimiento que tanto nos hace falta en la República: Confianza e Impulso Ciudadano.
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