Seguimos en un pasado que no acaba de morir

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Y un presente que no acaba de nacer

De las políticas de estado a las reformas estructurales: ¿Ces reformes sont le mien ?

Los mexicanos pretendemos en casi todo ser originales, aunque ello termine normalmente en una gran confusión o en un diálogo de sordos. Así, en materia de innovación, mudanzas gerenciales, nuevos productos, entre otros temas más, clamamos sempiternamente que para que sean aplicables debemos tropicalizarlos. Tal actitud de tropicalización esencialmente es una “mexicanización” que conduce a asumir que se cambia para no cambiar, como el gatopardismo. Obviamente la política y la administración pública no escapan de tal conducta. Tales son los ejemplos de las llamadas políticas de estado y las apeladas reformas estructurales, que han sido invocadas en al menos los últimos 20 años.

El término “políticas de estado” se usó reiteradamente en el gobierno de Zedillo y parcialmente al inicio del sexenio de Fox. En la segunda mitad de este último y durante todo el sexenio actual, machaconamente se aludió a las denominadas “reformas estructurales”; término que parece seguirá de moda en el futuro gobierno, si no sucede lo impensable.

Las políticas de estado aludidas en el sexenio zedillista pretendían profundizar y perpetuar reformas por la vía jurídica y legal, emprendiendo modificaciones constitucionales y de leyes federales. Tales reformas estaban orientadas a atar, y atar bien, un programa de gobierno encaminado a reducir al estado frente al mercado y a llevar a la realidad un mundo idealmente imaginario, aunque ello contraviniera las lecciones más elementales de los manuales de economía.

Fehacientemente, tales políticas también buscaban garantizar la preeminencia de poderes monopólicos y de poder que han terminado por subordinar a los consumidores y al interés general, en aras de una supuesta economía de mercado. De igual forma, las reformas clamadas buscaron deshacer entuertos o crear opacidades para la acción pública que se veía limitada ante las condiciones presupuestales prevalecientes. Tales fueron los casos de los PIDIREGAS (originalmente definidos como los Programas de Inversión Diferidos en el Registro del Gasto) y la propuesta de privatización parcial de la CFE.

En el primer caso, se reformó la Ley Federal de Deuda Pública para no registrar pasivos conocidos sino sólo en el tiempo de su realización, aunque la norma contable universal señale claramente que los pasivos se registran una vez conocidos. Tal reforma permitió ocultar deuda pública de PEMEX y de la CFE, que se pudo transparentar parcialmente y reconocer hasta el actual sexenio por presiones del Senado de la República, significando últimamente una gran elevación de la deuda registrada por la Secretaría de Hacienda y de Crédito Público (SHCP).

La propuesta zedillista de privatización parcial de la CFE se orientaba a que esta empresa pública en lugar de reconocer deuda de obras realizadas permitiera que los inversionistas la capitalizaran operando las obras construidas. Aunque tal reforma constitucional no fue aprobada, dado el pingüe negocio que significaba para propios y extraños, en el actual sexenio se ha terminado por obligar a la CFE a comprar energía a particulares a precios elevados, especialmente a españoles, aunque sea innecesario.

La CFE tiene una capacidad ociosa de entre 40-50%, considerada como reserva técnica. Este ejemplo, como botón a la camisa, demuestra como la esencia de una llamada política de estado ha terminado por beneficiar a unos cuantos, afectando adversamente el interés general y evitando que opere un mercado competitivo en beneficio de los consumidores. El reclamo ciudadano contra las elevadas tarifas de consumo domiciliario de energía eléctrica así lo atestigua.

La originalidad del concepto de las “políticas de estado”, después adoptado por otros países de la región, me recuerda la experiencia de una francesa maestra visitante en México en 1997. A su arribo al país, le fue solicitada, en una prestigiosa institución académica de la Ciudad de México, la exposición “científica” de las políticas de estado. Tal tema, inopinadamente impuesto, le resultaba desconocido y totalmente contradictorio.

Ello le era desconocido por que en esos años en su país no se discutía o estudiaba tal tema y le era contradictorio por que las políticas las define el partido en el poder, es decir el gobierno, y no están relacionadas con la esencia del “estado”, sus elementos constitutivos o devenir del mismo. Con una breve explicación, la maestra invitada comprendió la originalidad y la intención última de las políticas de estado mexicanas.

Al respecto, baste tener en consideración que si un gobierno, por ejemplo en Europa, desea implantar ciertas políticas públicas, con sus decisiones administrativas o de política económica y social esto debería ser relativamente suficiente y no necesariamente verse obligado a hacer cambios en buena parte del andamiaje legal o jurídico vigente. Salvo comprensiblemente que se encuentre ese país en un claro estado de emergencia, como es el caso actualmente en el viejo continente.

En todo caso, las llamadas políticas de estado en México fueron proclamadas como cambios a modo del grupo gobernante y sus intereses, sin considerar otras opciones y decisiones de política pública más acordes con la realidad y la estructura económica del país. En tal cerrazón, y la actitud de no hay más camino que el mío, buena parte de los comentaristas en materia económica y política gastaron ríos de tinta y se desgarraron sus elegantes vestiduras.

Después de proclamarlas en el discurso zedillista, en pleno sexenio Foxista se habló insistentemente de las reformas estructurales. Especialmente se habló de la reforma estructural energética o de Pemex; la reforma de la joya de la corona. A la falta de concreción de tal reforma se le asignó gubernamentalmente la culpa de que el país no creciera más rápido para crear el millón de empleos anuales prometidos en campaña. Esto a pesar de que el país se vio inundado extraordinariamente de divisas, estimadas por algunos analistas en casi $ 500 mil millones de dólares, como producto esencialmente de las exportaciones petroleras.

Lo sorprendente de esta supuesta reforma, es el hecho de que en una reunión con legisladores y ante el reclamo Foxista de la falta de aprobación de su reforma, el diputado Juan Fernando Perdomo le manifestó en 2005, pública y elocuentemente, que en la Cámara de Diputados no constaba haber presentada reforma energética alguna por el ejecutivo federal. Situación ambigua que hoy parece ser de nuevo el caso de algunas de las denominadas reformas estructurales.

En cualquier caso, como sucedió con la CFE, el actual gobierno Calderonista sacó adelante, con el apoyo del PRI, una reforma “energética”, básicamente petrolera, que ha terminado por acrecentar el contratismo, beneficiar a las empresas trasnacionales, acrecentar la ineficiencia de la empresa petrolera nacional e incumplir con el establecimiento de al menos una nueva refinería. Todo esto en un ambiente de una pretendida gobernanza cuya falta de transparencia y rendición de cuentas ha hecho que el grupo de interés que maneja Pemex haya propuesto que se le de autonomía, por no decir independencia y casi extraterritorialidad.

Los cambios estructurales se refieren a la manera o forma en que las partes se acomodan o se integran para hacer un todo; normalmente estable, coherente y congruente. De otra manera, la inestabilidad, su falta de coherencia -fines y medios- y de congruencia –eficiencia y costo- hace que cualquier cambio estructural resulte fallido. Indudablemente, la operación de esa estructura es lo que definiría últimamente el sistema imperante.

Es decir a toda nueva estructura le corresponde un nuevo y único sistema. Por ello. La reforma energética Calderonista implantó un nuevo sistema a todas luces incoherente e incongruente para las prioridades del país y para el manejo eficiente de la riqueza nacional (e.g. la compra de acciones de Repsol, los contratos improductivos de Chicontepec, entre otros casos).

El trato y contenido de las reformas estructurales a la mexicana sólo pueden ser cabalmente entendidas en el contexto de los intereses del grupo gobernante y de sus opositores. En el primer caso, porque lo que se desea es seguir desmontando al estado como fiduciario de la riqueza nacional en beneficio de un grupo de interés privado, es decir actuar por encima del interés general de la nación, o de al menos la mayoría de la ciudadanía. En segundo lugar, porque los opositores, particularmente la entrante primera mayoría simple parlamentaria, han buscado cobrar caro su voto afirmativo para sacar adelante las reformas estructurales; en el presente caso fue la reforma laboral y hacendaria.

Finalmente, es necesario considerar que toda reforma tiene beneficiarios, lo que implica también un costo político, que algunas veces nadie desea asumir. Este fue el caso de la negativa al IVA a los alimentos y las medicinas por parte del PRI, tanto en el sexenio Foxista, como durante el actual gobierno. También fue el caso de la reforma laboral priista que entusiasmó gratamente al panismo, pero que terminó por crear un fuerte temor a la dirigencia política del PRI.

Por el cambio legislativo tenido y la posible asunción del PRI como gobernante federal, ha resurgido la propuesta de la necesidad de aprobar las reformas estructurales que ahora “el país necesita”. Indubitablemente se alude a las reformas estructurales como las propias, o las que convienen a la partidocracia, en su naturaleza y contenido. Pero sin considerar otras alternativas, tanto en dirección como en intención, es difícil arribar a una reforma duradera, congruente y coherente, así como lograr acuerdos legislativos que validen y consoliden la gobernabilidad y la legitimidad, que tanto demanda y necesita el país.

Por ello cuando se habla de políticas de estado, reformas estructurales y de las reformas estructurales que “el país necesita”, la pregunta inmediata que cualquiera se preguntaría es “¿Estas reformas son las mías?” (¿Ces reformes sont le mien?). La pregunta surgiría porque el espectro de las reformas puede ser tan amplio como al menos sea el número de partidos y actores políticos relevantes. Esto, independientemente de la pertinencia, viabilidad y factibilidad de sus resultados.

Tal contradicción se vive claramente en Grecia, Portugal y España. Hoy los electores de esos países parecen olvidar que ellos mismos ungieron a sus verdugos económicos y sociales. Las reformas impuestas en esos lares parecieran ser sólo el inicio de un largo fin. El largo fin de un sistema económico y social construido con equidad, solidariamente y por el bienestar durante la segunda parte del siglo XX o el fin de un sistema político con democracia formal que con la caída del muro de Berlín perdió su rumbo y tal vez su destino.

Que nadie se llame a engaño de los malestares que habrán de producirse en México con la reforma laboral, la reforma hacendaria y la reforma de Pemex, que estructuralmente habrán de dar paso a un sistema económico y social cuya decadencia se acelerará y a una democracia que cada vez se antoja más ilegítima e ingobernable. No hay que esperar objetivamente más, pero tampoco menos.

La vieja Europa empieza a renacer y el sueño de la nueva Europa se ha tornado en una pesadilla, para propios y extraños. Hoy parece que los mexicanos seguimos en un pasado que no acaba de morir y un presente que no acaba de nacer.

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