A la memoria de Luis Bosch.
(Un niño eterno corriendo, andando en moto,
sonriendo y abrazando al mundo).
El futuro: el universo palpable
En días pasados, en medio del encierro, salimos del planeta: despegamos y visitamos la Estación Espacial Internacional; vimos en la lejanía nuestra azulada, redondeada y nebulosa tierra, llena de una aparente vida pacífica que entre nubes oculta la infamia y la épica de nuestra humanidad: su empatía y su lucha por la conquista del mundo y del otro. Al dejar la mesosfera, entre destellos de estrellas, descubrimos nuestra pequeña estatura en el universo infinito.
Si Julio Verne hubiera estado sentado junto a mis hijos estoy seguro que, como ellos lo hicieron, hubiera creado una nueva nave envuelta en una ficción igual de sorprendente. Los niños comenzaron a jugar con cartón y palos, cintas y papel aluminio. Elías descubrió su ingeniero aeroespacial y se envolvió con cinta plateada para protegerse de los polvos cósmicos, me dio instrucciones de cómo ir armando la nave: cada parte era un compartimento secreto. Con la naturalidad del locutor que ve lo extraordinario y lo lleva a lo cotidiano, Jerónimo narró cada momento de esa epopeya: un meteoro se estrellaba en el fuselaje y nos sacudía; un planeta a la derecha tenía anillos y polvo cósmico; un cometa por encima de nosotros elevaba la temperatura y teníamos que apretar un botón para regularla; la fuerza de aquel planeta nos jalaba a su centro, chocábamos y veíamos colores de gases salir de sus carcomidas superficies. La suya era una obra de ingeniería perfecta, más rápida y resistente que la imperfecta maravilla de la pantalla que proyectaba Space X, pues nos llevó a Júpiter y Saturno, se metió a un hoyo negro y juntos salimos ilesos en muy poco tiempo. El tiempo del juego, al igual que el tiempo sagrado, envuelve con su luz y hace de un segundo varios años; de varios años luz de la imaginación se logra un destello de vida en el limitado confinamiento terrestre. El tiempo infinito de la magnífica aventura del juego deforma el presente: es como un telescopio que agranda la vista y nos acerca a objetos distantes o como un caleidoscopio que llena de colores una vida monótona.
Los niños nos lo enseñan a diario: el futuro sin sueños no existe. Somos una especie que sueña, que piensa el futuro y al imaginarlo lo crea. La historia de la humanidad es también la historia de nuestros sueños, de cómo los llevamos a cabo. Los visionarios imaginan los sueños y los hacen realidad. Si hay algo sagrado es el soñar.
El pasado: la conquista del universo distante
A mí no me tocó vivir cuando Neil Armstrong pisó la Luna. Siempre lo imaginé como un momento mágico; lo más cercano en mi niñez fue ver volar al Challenger y lo vimos desaparecer en un helicoide humeante y triste: una ilusión encendida en llamas.
Recuerdo cómo el mito del espacio se hizo más grande con el tiempo. En la alcoba de la vieja y apacible casa de mi abuela en Tuxpan, Jalisco, ella resguardaba los libros viejos de mi tío el arqueólogo. Una vez me atreví a entrar –sin que ella se diera cuenta y tomé la llave que estaba oculta tras un frasco lleno de alacranes macerados con alcohol y marihuana (diseñados para espantar las almas y curar los males)–,me recosté en la cama de mi ídolo, abracé un Cantinflas de peluche que tenía junto a la almohada y comencé a ojear sus libros. Me sentía un pirata profesional y silencioso, asaltaba el mejor tesoro de la región. Me llamaban la atención aquellos libros de cuero, de papel ajado y pastas duras, de guardas marmoleadas y enigmáticos patrones: cafés, rojos y azules que te llevaban a un acto hipnótico al abrir el libro. Agarré uno al azar. Me atraparon una foto de un daguerrotipo lunar y una fecha remota: 1890. Tomé el libro en conjunto con una cuenta perforada, que no sabía lo que era pero que estaba acomodada con detalle sobre el librero, encima de un basalto poroso y simple, un metate. Ahí yacía esa cuenta blanca y ajada, parecida a un onix viejo y pulido pero cacarizo que semejaba a esa luna del libro que acababa de atesorar. Me pareció un acto poético tomar ambos, pues para mí la cuenta de piedra era un símbolo: como tener un pedazo de la luna en la tierra. Simplemente puse en mi ojo la cuenta y por el orificio simulé un telescopio para mirar a su madre, la luna. A ambas las guardé y atesoré. Nunca nadie supo hasta que estaba en la prepa que confesé aquel crimen a mi tío. Él sonrió y me preguntó si me había gustado el libro.
Aprendí de la Luna con teorías viejas. Se hablaba de posibles lagos en su zona posterior, que eran pura imaginación, pues fueron los rusos en 1957 que por vez primera le tomaron una foto y le ganaron una apuesta al francés Henri Maire, el famoso productor de vinos, quien les tuvo que enviar botellas de Champagne, casi contrabandeadas para cruzar la muralla que dividía al mundo capitalista del socialista, y resarcir así su deuda con los descubridores. En el libro de la luna se describía a sus cráteres con el mismo misterio que yo veía la luna o con el mismo misterio de la foto creada en la expedición Rusa del 57, que semeja más a una radiografía del hermoso universo interior del útero de una embarazada, que al retrato escultórico de un astro galáctico. La astronomía se quedaría en mi mente con ese viejo libro, pues de vez en cuando abría mi cofre del tesoro y lo olía y veía sus grabados.
Cuando muchos años después visité Moscú (como parte de una expedición arqueológica) me hospedaron en el hotel Cosmos y no quise desperdiciar la oportunidad: tenía un día para ir a ver a Laika. Siempre me pareció intrigante conocer su historia. La primera perra que orbitó la Tierra. Sé que fue sometida a pruebas, rescatada de la calle fría y hostil del invierno moscovita porque eso era ya prueba de su fuerza. Después de arduos entrenamientos sería lanzada al espacio. Se describió, años después, que la heroína Laika murió al sexto día, cocinada dentro de la lata intergaláctica, con temperaturas altas y sin la gravedad que la pusiera en el suelo. Una muerte volátil y gaseosa. Aquel acto fue una continuidad de la historia bíblica en la que el dios judeocristiano da permiso para jugar con los animales domésticos y salvajes. Ellos fueron creados, cuando dios dijo “quiero que haya en la tierra todos los seres vivos” y acto seguido crearía al hombre diciendo: “hagamos ahora al ser humano tal y como somos nosotros. Que domine a los peces del mar y a las aves del cielo, a todos los animales de la tierra, y a todos los reptiles e insectos”. Al parecer su designio dictó desde hace milenios ese poder para dominar a tal profundidad a los animales que llegaríamos a sacarlos de la tierra y jugaríamos con ellos en el espacio. La imagen de Laika es un instante de ese infame acto de imperfecta humanidad en el que la ciencia parece estar más que justificada, pues la religión le dio permiso. Los rusos lanzaron varios perros: algunos regresaron con vida a la tierra y se resguardan en el museo Cosmos.
La narrativa del museo Kosmonautiki en Moscú es una narrativa heroica y nacional heredera de finales del siglo XIX: en ella se describen los logros de la conquista espacial como una fuerza conjunta de una nación poderosa e industrial: oda a los elementos funcionales de la epopeya humana. Metal, materiales fuertes, diseños firmes, hombres estoicos. Una muestra flamante del estoicismo soviético es un electrocardiograma tomado a Yuri Gagarin 35 minutos antes de que se convirtiera en el primer hombre en orbitar la Tierra. Su ritmo cardiaco no presentaba excitación alguna. Se monitoreo su corazón antes, durante y después: la emoción no invadió a la razón.
El presente: el turismo espacial
El sábado 30 de mayo en que junto con mis hijos vimos el despegue de la cápsula Dragón de Space X, llamó mi atención su narrativa: contraria al estoicismo y funcionalidad soviéticas, la narrativa empresarial norteamericana ve al sentimiento como el cemento de la memoria. En el mundo-imagen, en el mundo streaming: no nos despegamos de la pantalla. Vivimos lo que los astronautas iban viendo en tiempo real. Sus trajes, ya no eran esas deformes lonas gruesas e impenetrables; la moderna estética diseñada por el mexicano José Fernández – quien también diseñó los trajes de otros superhéroes como Batman, Superman, los X-Men– es una estética de una era espacial comercial: muestra de una nueva narrativa cósmica de la modernidad humana, llena de sensibilidad y estética.
Cada escenario y comentario de la nueva narrativa espacial va dirigido a promover la conquista comercial del espacio. Las narrativas nacionales fueron rebasadas por las empresariales. Cuentan que cuando Space X se acercó a José Fernández y le habló de crear un traje espacial para la compañía, éste pensó que era para un nuevo film. Entonces el escultor de vestidos había ya diseñado varios cascos (el de Thor, algunos para el líder de los Black Eyed Peas y muchos más); el equipo de la empresa aeroespacial le solicitó terminar su propuesta en dos semanas, él sólo se comprometió a tener un casco. En la licitación otros cuatro mostraron ofertas de trajes y diseños, pero cuentan que sólo el casco de Fernández capturó a Elon Musk. Una vez creada la obra, que tardaría seis meses en ser ideada, el traje pasó un proceso de ingeniería inversa para pasar del prototipo estético a la realidad mundana de las cualidades funcionales. Un camino inverso al de los rusos. El New York Times sacaría un artículo en el que diría que esos trajes son como smokings para el espacio (SpaceX Suit Is Like a Tuxedo for the Starship Enterprise: It also may herald the return of wearable tech). El titular se basa en el hecho de que Elon Musk dijo algo así al ver el diseño de Fernández: “Cualquiera se ve mejor con un esmoquin, sin importar su tamaño o forma… cuando las personas se pongan este traje espacial se verán mejor que sin él, como en un esmoquin, se verán heroicos”.
Por momentos, en la transmisión de la NASA pequeñas cápsulas casi de infomerciales interrumpen las imágenes para narrar los proyectos futuros. La reutilización de las partes de las naves es un pensamiento económico y no de grandeza ni de poder. Se pasa del poder como símbolo de fortaleza y monumentalidad, al poder hacer como símbolo de pequeños hitos. En el desperdicio del pasado se entierran las naciones en su lucha por la hegemonía; en la reutilización y reciclaje del presente, cada parte se conecta con la misión comercial con el mero objetivo de maximizar recursos para llegar a la meta. El primer hito es que la parte con la que despega la nave regrese a la Tierra, éste se logró ya más de cuarenta veces con el Falcon 9 de Space X. El segundo hito fue regresar carga de la Estación Internacional: también ya se logró. El tercer hito está por ocurrir y es que la primera misión tripulada regrese de la Estación Internacional. Ya en un par de años se planea tener en la Estación Espacial Internacional habitaciones para huéspedes, sólo costará cerca de cincuenta millones de dólares el asiento o tal vez menos, pues desde la entrada de las empresas a la carrera espacial el costo por asiento se ha reducido en un 30%. La promoción comercial del espacio fomentará y subsidiará la exploración científica, las miradas de Musk y de la NASA están en Marte. La comercialización del espacio es el medio para llevar la primera tripulación humana al planeta rojo. Ese logro, se calcula, será un trayecto de entre cuatro a seis meses. El japonés Yusaku Maezawa, ya se anunció, será el primer pasajero comercial que llegará a la Luna en el 2023.
La mcdonalización de la carrera espacial permite a una nación en declive rescatar su gran obra: las empresas globales. Detrás de las narrativas se descubre el arte de tejer símbolos y zurcir sueños; el arte de ejecutarlos. Hoy esos sueños se tejen con la urdimbre de las reglas del mercado, pues éste, ya lo ha demostrado, se mete como el agua y perfora todos los rincones de la tragedia y de la epopeya humana.
¿Dos narrativas la del mundo nación y la empresa mundo?
Cada cultura imprime en sus héroes y en su historia un sello que es como una huella digital, en sus narrativas se imprimen sus valores, su tiempo, sus paradojas e ideales. Esto me quedó más claro en la clase de Antropología y Literatura, cuando mi maestro comenzó con el puño arriba, como dando un golpe en el aire pero moviéndose más lento que un perezoso. Se desplazaba hacia el frente como en una órbita de en un silencio profundo y mirada extraviada: había logrado nuestra atención, pues veíamos estupefactos su lento movimiento y pensábamos que se había vuelto loco. Entonces dijo: “La narrativa del tiempo es distinto en cada cultura, así se mueve Dragon Ball, he aquí el tiempo japonés”.
El sueño de poblar el espacio no es un nuevo destello en la imaginación humana. Es, más bien, un deseo constante que hemos tenido a través del tiempo. La historia de Friederich Arturivich Zender es una muestra pequeña inmortalizada en las salas del ya mencionado museo del Cosmos. En 1920 en una conferencia que dio Zender –uno de los ingenieros inventores de la propulsión a chorro– habló de la posibilidad de poblar Marte y de viajar a Venus. Fue un creyente de la misión espacial Soviética: llamó a sus hijos Mercurio y Astra. En aquella conferencia, su temor no era la conquista de aquellos planetas, sino llevar la miseria humana a vivir más allá de los confines de la Tierra.
Un camarada de Zender, el diseñador en jefe Sergei Pavlovich Korolyov, cuarenta años después que el ingeniero, hacía una lista de las profesiones que deberían de poblar las superficies de la Luna, de Marte y Venus. Decía que no sólo se necesitarán pilotos, ingenieros, científicos y médicos, sino también periodistas y pasajeros en el espacio. La narrativa soviética presenta los sueños atados a los presupuestos y planes nacionales. La disciplina de hierro forjó hombres con grandes sueños que siempre iban atados a un gran plan maestro. A las misiones espaciales se les llamaba conciertos, como en las sinfónicas, pues había que orquestar a toda una nación.
Elon Musk, un sudafricano brillante, emigró a Canadá a los diecisiete años. Estudioso y disciplinado, ha logrado el sueño americano. En Estados Unidos hizo su doctorado y fundó sus negocios. Sus empresas: Tesla, The Boring Company, Space X, OpenAI, Neuralink tienen algo en común más allá de que él sea su principal accionista, persiguen en conjunto un propósito: evitar que la humanidad se extinga a sí misma. Space X es la encargada de mostrar que es posible llevar a la humanidad a una vida interplanetaria. Tesla ha demostrado que una energía más limpia y menos dañina puede salvar al planeta de la plaga automotriz con un menor impacto en el ambiente. Autos que se manejan sin conductor, autos que dejan una menor huella de carbono; The Boring Company, una empresa encargada del diseño de caminos subterráneos se enfoca en imaginar la ciudad sin tráfico, en descongestionar los centros urbanos, pues imaginar autos voladores es imaginar una humanidad estresada por la contaminación visual y auditiva.
Musk sabe que si logra el sueño de Tesla, entonces la economía de viajar en coche será más viable que el transporte público y eso creará más congestión: es un visionario que ve los problemas que crearán sus soluciones y construye las soluciones a dichos problemas. Musk es uno de los hombres más ricos del mundo y un emprendedor incansable. Su narrativa, sin embargo, aunque reitera el sueño americano, deja abierta hoy una posibilidad: la de las empresas globales y conscientes. Su mente está en la trascendencia de una humanidad que ha destruido su entorno, pero está intentando con la tecnología y la ingeniería transformar elementos de la miseria humana en una epopeya que es la ficción del presente.
En la transmisión de Space X salió el vicepresidente de Estados Unidos a dar un discurso. Trump lo nombró el presidente del Consejo Nacional Espacial. Dicen en una frase el proyecto: “America is leading again in Space”. La narrativa hegemónica de los imperios se pone nuevamente en el mapa. Pence dijo que era un honor hacer historia y poner astronautas americanos con naves americanas en el espacio. Durante décadas la misión espacial estaba dormida, pero con Trump se revive la grandeza americana. Con la ilusión de encontrar un sueño de unión que sobrepase el escenario de la pandemia social y sanitaria que se vive el día de hoy por el coronavirus y por el asesinato de George Floyd. El discurso de Pence busca encontrar un futuro común en la nación más poderosa del mundo.
Por su parte, el presidente Trump dio un discurso en el que se dibuja un mundo maniqueo entre la ley y el orden, y el caos y el desorden. Lamentando lo ocurrido en Minnesota, como un acto equívoco, revela la grandeza americana en la fuerza pública. Un discurso que intenta poner al mundo entre fuerzas de izquierda, caóticas y violentas, y de derecha, de orden y paz.
La duda que se desprende es si Musk gravita su sueño dentro de los confines de la narrativa hegemónica norteamericana, o si más bien con pragmática solidez crea la narrativa de una empresa global, liderada por inmigrantes de raíces diversas que crean hoy las nuevas narrativas de empresas globales. ¿Estamos viendo el declive de la narrativa nacional o su resurgimiento? En política nada es casual: es año electoral. Veamos hacia dónde nos lleva la narrativa de Space X.
Elon Musk no salió con el presidente y el vicepresidente para hablar de la sociedad entre la NASA y su empresa. El silencio a veces es un gesto que comunica más que el discurso. La duda de su narrativa sigue en órbita.
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