En la coyuntura de los 500 años de la conmemoración de la Conquista de México, al presidente Andrés Manuel López Obrador se le ocurrió el 1 de marzo exigir al rey Felipe VI de Borbón y al Papa Francisco Bergoglio, que se disculparan por los hechos acaecidos con el gobierno de nuestro país entre 1519 y 1521 ‒supongo‒. ¿Cuál es la razón de tremenda petición? “(…) Los efectos de la falta y del perdón cruzan (…) todas las operaciones constitutivas de la memoria y de la historia y marcan el olvido de un modo particular. Pero, si la falta constituye la ocasión del perdón, es la denominación del perdón la que da el tono a todo el epílogo” (Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, p. 585). ¿Quién reconoce una acusación frente a un proceso que se está leyendo, a las claras, a la luz de una serie de categorías desplazadas? La exigencia no tiene ningún fundamento.
Los vericuetos del perdón son sinuosos y transitan por tópicos muy complejos, tales como el expolio y la vindicación. Pedir perdón por un proceso de conquista como el nuestro no tiene lugar: en primer término, porque no hay una corte marcial vigente que vele por intereses que no se comprenden desde el presente. En segunda instancia, porque resulta absurdo juzgar con un esquema axiológico contemporáneo hechos de hace 500 años, sin dar fe de y sin entender la estructura jurídica y teleológica que se construyó a partir de que América tuvo que ser incorporada al imaginario europeo. En tercer lugar y, como lo mencionaba en mi colaboración anterior, juzgar el proceso de conquista como si nos asumiéramos en tanto un bloque constante en el tiempo y homogéneo en identidad, es una soberana estupidez. ¿Es que ahora el presidente va a denostar a los “tlaxcaltecas” por haberse aliado hace 500 años a los “españoles”? ¿Qué o a quién está persiguiendo López Obrador y con qué finalidad? Si la intención es insistir en un carácter vindicativo a favor de nuestros “pueblos originarios”, habría más que perseguir contra los gobiernos independientes de los siglos XIX y XX que contra los “españoles” del XVI. Se pide perdón desde la solidez de una comunidad que se siente expoliada. ¿Es que somos eso? Por supuesto que no.
No hay daño a los “derechos humanos de nuestros pueblos originarios” puesto que no hay un nosotros, no hay una comprensión de los procesos históricos y no se puede aspirar a la “reconciliación” desde la postura del presidente porque está extrapolando conceptos de exterminio que no tienen un solo horizonte: lo que está haciendo es tejer un discurso populista (nada nuevo) y bordado sobre el vacío para ganar adeptos entre comunidades que, muy seguramente, se sienten excluidas del proceso de “modernización” del país desde el siglo XIX o, peor aún, entre sectores urbanizados no indígenas que sienten “justo” el reclamo por una serie de procesos culturales muy mal entendidos. Suponer que la petición de López Obrador tiene lugar es negar una relación muy larga de entendimiento entre dos naciones, que va desde 1836 (Tratado de Santa María-Calatrava) y que ha atravesado diferentes coyunturas dando lugar a una reflexión sobre la política y la historia que hoy, López Obrador, no sabe de dónde sacar. “Siempre en retirada, el horizonte huye de la presa. Hace el perdón difícil: ni fácil ni imposible. Pone el sello de la inconclusión en toda la empresa. Si es difícil darlo y recibirlo, otro tanto es concebirlo” (Ibídem).
¿A qué aspira el presidente? Si, ciertamente, la noción de “auto-afección” que detalla Ricoeur no es susceptible de ser juzgada (simplemente se siente y ya), el reclamo por una falta se experimenta en “situaciones límite” de nuestro ser, es decir, “determinaciones no fortuitas de la existencia que encontramos siempre presentes, como la muerte, el sufrimiento o la lucha”. La culpabilidad está inscrita en este espectro de situaciones límite y no encuentro, en una coyuntura de conmemoración, ningún elemento que me lleve a pensar que debemos “exigir reconocimiento, perdón y/o venganza”. No hay condiciones dadas en nuestro presente histórico para hacer valer el reconocimiento sobre una experiencia que debería estar más que superada. Hacer hincapié en los “expolios de la conquista” es equivalente a obviar el proceso de Revolución que se registró a inicios del siglo XX. Si lo vemos en términos de continuidades, atorarse en un pasado tan remoto es no dar crédito de lo que vivimos siglos después hasta nuestros días. “En efecto, sólo puede haber perdón allí donde se puede acusar a alguien, suponerlo o declararlo culpable” (Ibídem, p. 588). Si el presidente fuera capaz de entender que no se debe ya construir una plataforma ideológica con base en la acusación a los regímenes pasados; si tan sólo pudiera pensar que no todos los mexicanos vamos a comprar un discurso tan barato y mal armado como el del expolio, tal vez su aparato de asesores (por cierto, ¿no es su mujer historiadora?) le aconsejaría cierta prudencia respecto de juicios como los que formula en la carta que supuestamente hizo pública y que el gobierno español afirmó recibir. ¿Y si vemos lo que hemos construido juntos? ¿Y si vemos que, desde hace años, buscamos trascender la peliaguda coyuntura de la conquista en pro de entendernos como mundos cooperativos en el marco de una idea de monarquía que ya no existe?
El pronunciamiento de López Obrador atenta contra líneas historiográficas fundamentadas y en constante crecimiento y reflexión que trascienden las pobres fronteras del estado nacional. Ignora iniciativas académicas y de cooperación internacional que se esfuerzan por entender procesos especulares de construcción recíproca entre mundos. A título personal, me parece vergonzoso este tipo de episodios, máxime, en una coyuntura que se nos abre para el diálogo y la reflexión colectiva.
En la deriva de los tiempos, es necesario que nos abramos a entender que hay categorías que debemos replantear: cerrarnos en una visión de “pueblo expoliado”, como si fuéramos lo mismo que en 1519, no nos lleva a ningún lado. Se celebraron tratados de paz desde 1836. A mí me parece que debemos pasar la página.