Acervo Histórico

De óperas y epidemias, la historia se repite

Lectura: 7 minutos

No es la primera vez en la historia que a los mexicanos nos importa un pepinillo las indicaciones que se nos dan para combatir una epidemia, o que el gobierno esconda los estragos de ésta para “no alarmar” –o porque simplemente no sabe ni por dónde le está lloviendo–, mientras un megalómano con ínfulas de mesías y cachete flojo lleva al país de bandazo en bandazo en busca de una transformación que jamás va a suceder.

Justamente lo mismo que estamos viviendo sucedió a mitades del siglo XIX, más preciso en 1854. En ese entonces la epidemia era el cólera, cuyo brote se encarnizó porque la gente ni el gobierno le dieron importancia hasta ver el reguero de muertos.

El loco delirante en turno con humos mesiánicos era Antonio López de Santa Anna, quien acababa de regresar de su exilio colombiano para reelegirse por quinientava ocasión diciendo: No quiero que la historia diga que cuando me llamaron a hacer la felicidad de mi pueblo fui indiferente a su destino. Y en tanto el país era un hervidero de chapulines en comal con miles de desmanes por todo el país y una bancarrota de campeonato, el Gran Seductor, como lo llamó Justo Sierra, se adjudicó el nada tímido sueldo de sesenta mil pesos anuales –Maximiliano no llegó a ganar más de cuarenta mil–, se autonombró Alteza Serenísima y entre sus muchas travesuras impuso un impuesto sobre puertas y ventanas y otro por zaguanes, cocheras y puertas de tiendas en el centro de ciudad.

epidemia y opera
“Ball at the Opera”, Eugene Charles Francois Gerard.

Pero vamos por partes. Después de la peste, el cólera fue la epidemia que más cobró vidas durante el siglo XIX. La primera pandemia sucedió en India, hacia 1817, y de ahí viajó ligera al mundo matando un aproximado de 10 millones de personas. La razón de su letalidad era que se podía pasar a formar parte de la sección Calacas en tan sólo un par de horas a causa de la deshidratación producida por los terribles vómitos y la diarrea.

Para principios de 1830 ya la teníamos en Tampico, de ahí a San Luis Potosí y luego a Guanajuato. En julio de ese año Querétaro ya estaba infestado y en la capital el 6 de agosto murió la primera víctima. A la semana siguiente se dieron las fiestas de Santa María La Redonda, a la que toda la gente asistió: dos días después se sepultaron en menos de veinticuatro horas 1,200 finaditos. El escritor Guillermo Prieto describió el suceso:

 Lo que dejó imborrable impresión en mi espíritu, fue la terrible invasión del cólera en aquel año. Las calles silenciosas y desiertas en que resonaban a distancia los pasos precipitados de alguno que corría en pos de auxilios; las banderolas amarillas, negras y blancas que servían de aviso de la enfermedad, de médicos, sacerdotes y casas de caridad; las boticas apretadas de gente; los templos con las puertas abiertas de par en par con mil luces en los altares, la gente arrodillada con los brazos y derramando lágrimas… A gran distancia el chirrido lúgubre de carros que atravesaban llenos de cadáveres… todo eso se reproduce hoy en mi memoria con colores vivísimos y me hace estremecer.

Así fue que 1833 quedó marcado en México como el año del cólera; muchos creyeron que el remedio a todos los males era la desaparición del mal gobierno, cosa que en parte era cierta, pero no sucedió. Los muertos ascendieron a 14 mil.

epidemia opera
Ilustración: Leilani Bustamante.

El cólera continuó haciendo de las suyas, hasta 1854 que volvió a pegar fuerte. Se dice que el origen del brote fueron las exhumaciones de cadáveres que se hicieron en el panteón de San Dieguito, el cual cuatro años antes había sido hecho para precisamente enterrar a los muertos de esta enfermedad. Entonces las tumbas eran regadas con una mezcla de cloruro de cal, sosa y agua, o con otra de sal común, manganeso, ácido sulfúrico y agua” para que no se regara el “miasma colérico, pero dado el rápido crecimiento de la ciudad se quiso ocupar el espacio.

Ahora bien, ese año sucedió un fenómeno social sui generis, sobre todo entre la clase media y la fifí: pese a que se conocía la existencia y riesgo de la epidemia la gente no se supo estar quieta en casa y salió muchas noches para atender la obsesión reinante, lo que entonces era el grito de la moda: la ópera. Pongo ejemplo: el mejor teatro de la ciudad era el que se llamaba, obvio, Teatro Santa Anna. Además de ser de lujo, tenía la notable capacidad para 2,395 personas, o sea el 1% de la población capitalina, que entonces rayaba en los 200 mil. Pues nada, pese a la epidemia galopante en todo el país, la inseguridad política y la violencia, se representaron durante la temporada (cuatro meses) ¡ochenta funciones! abarrotadas. Para comparar: una de las más movidas temporadas de la Compañía Nacional de Ópera, la de 2018, tuvo veintiocho presentaciones en todo el año. Pero a mediados del XIX la operamanía era cosa seria: las nada baratas localidades eran previamente vendidas y la cartelera mostraba cantantes y músicos europeos y nacionales de primerísimo nivel, compitiendo en calidad con las principales ciudades de Europa. Por ejemplo, aquí estuvo muchos años tocando el talentoso contrabajista y director Giovanni Bottesini, que más tarde dirigió, a instancias del propio Verdi, el estreno de Aída en el Cairo.

La obsesión por la ópera respondía a dos razones, como lo explica Luis de Pablo Hammeken en su República de la Música –Ópera, política y sociedad en el México del siglo XIX; 2018–: La primera era que presenciar funciones de ópera con regularidad era un elemento clave para refinar el gusto de la población, para civilizarla. La segunda consistía en que, una vez que se había alcanzado cierto grado de civilización, la población de una ciudad tenía que asistir a la ópera o al teatro para demostrar que efectivamente era civilizada.

Esto le daba a la ópera un enorme valor simbólico, pero también monetario: para el empresario México era una mina de oro, pues ningún lugar de América pagaba mejor las representaciones. Por eso, cuando en 1854 se suscitó el “enfrentamiento” entre dos compañías de ópera con primerísimos cantantes y músicos, aquello fue una revolución.

epidemia y opera
Ilustración: Caixa Forum.

Una compañía era de René Masson y la otra de Pedro Carvajal, ambos empresarios de diente feroz y afilado, quienes ofrecían dos óperas a la semana, ¡una locura! Por lo mismo a los periódicos les valía un pepinillo hablar del cólera o de las tremendas guerras civiles: la mayor parte de las páginas estaban dedicadas al espectáculo.

A esto agreguémosle que a la nueva reinona, Dolores Tosta, Doloritas, segunda esposa de Santa Anna y treinta y cinco años menor que él, era fanática de la ópera, y para sentirse en París o Viena convenció a su viejo que apadrinara varias compañías, entre ellas la de Masson, a la que le dio dinero para que trajera al país nada menos que a la soprano alemana Henriette Sontag, condesa de Rossi, mujer de gran belleza y elegancia, considerada por muchos la mejor cantante de su tiempo, una diva excepcional a la que el mismísimo Teatro de su Majestad de Londres pagaba 17 mil libras por temporada. Años antes esta cantante había estrenado la 9ª Sinfonía de un tal Beethoven, un tanto sordo.

Nacida en 1805, en Koblenz, Alemania, Henriette (Enriqueta) pertenecía a una familia de actores. Delicada y frágil, mostró talento precoz debutando como solista a los quince años. El famoso compositor de óperas, como El Barbero de Sevilla, Gioachino Rossini, dijo de ella: “Es la voz más pura de soprano que jamás he escuchado”. No tardó la Sontag en ser una estrella consagrada en los escenarios de París, Londres y Berlín, admirada por príncipes y reyes. En 1828 se casó discretamente, pues no tenía título nobiliario, con el Conde Carlo de Rossi, embajador de Cerdeña. Abandonó los escenarios para llevar una vida de esposa de diplomático, hasta que el conde quedose sin chamba y el jilguero tuvo que regresar a cantar sin haber perdido sus magníficas cualidades histriónicas.

Cuestión de imaginarse cuando se publicó que vendría a México la Sontag, quien llegó a mediados de abril de 1854 y fue recibida como rockstar al entrar a la capital en una carroza tirada por seis inquietos jamelgos.

El paso de la diva por México fue brillante. No sólo le dio al espectáculo un toque mágico y único, sino inclusive participó en el estreno de nuestro Himno Nacional, el 18 de mayo de 1854, en el Teatro Santa Anna, cantando a dúo con el estelar tenor Gaspar Pozzolini.

 colera
Ilustración: British University.

Mientras tanto los periódicos recibieron órdenes de no decir nada acerca de la epidemia: “La ciudad toda quiso a su vez mirar con desdén el peligro”, cuenta un cronista de la época. Fue así como, a mediados de junio, mientras descansaba en una casa de campo en el apacible Tlalpan, Enriqueta Sontag se sintió mal y mandó a cancelar su presentación de ese día: el maldito bicho de moda la había alcanzado.

Enrique de Olavarría y Ferrari escribe en su Reseña Histórica del Teatro en México (1961): Por orden del gobierno, por demás exagerado en su prohibición de que se hablase de casos de cólera, se quiso hacer creer que la artista no lo padecía ni estaba siquiera grave: más ambas cosas eran de la mayor falsedad, y por más que hicieron los médicos extranjeros y nacionales llamados cerca del lecho de la interesante enferma, Enriqueta Sontag, dejó de existir a las tres de la tarde del sábado 17 de junio.

Tenía cuarenta y nueve años. La noticia rompió rápidamente y el duelo no se hizo esperar a nivel mundial. Las pompas fúnebres fueron atendidas por cientos de gentes y se dice que años después sólo el funeral de Benito Juárez sobrepasó en fastuosidad al de la artista.

Pero, como Hammeken apunta, la exuberancia con que la sociedad mexicana expresó su dolor por el deceso de la Sontag sugiere algo más que el duelo por la muerte de un artista, aunque fuera una artista realmente genial. Más bien se detecta cierto sentimiento de fracaso colectivo, incluso de culpabilidad nacional.

No era para menos: por desinformación y ocultamiento de la verdad de algo tan peligroso como una epidemia se le dejó a la célebre artista contraer una enfermedad que además era símbolo de pobreza. No sólo se despojó al mundo de una gloria musical, sino que quedó en evidencia internacional que, después de todo, la sociedad mexicana no era ni tan avanzada, ni tan civilizada como tanto cacareaba.

1854 quedó marcado por una epidemia devastadora, la muerte de una estrella mundial, el estreno del Himno Nacional y la rápida caída del chalado en turno (Santa Anna) que hartó tanto a sus amigos como a sus enemigos y hasta lo que pasaban por ahí. Ojalá esto último se repita ahora.


También te puede interesar: Epidemias en el México antiguo.

Una cineasta nazi llamada Leni Riefenstahl

Lectura: 6 minutos

El 8 de septiembre de 2003 murió Leni Riefenstahl a los 101 años de edad. “Su corazón simplemente se detuvo”, dijo su compañero Horst Kettner a la revista alemana Bunte.

Se apagó así la luz de una poderosa artífice del documental cinematográfico de propaganda, cuyas producciones modularon el género y se erigieron en referente del séptimo arte. En muchas de las grandes obras del cine contemporáneo podemos detectar la influencia de El triunfo de la voluntad y de Olympia, las obras que inmortalizaron el congreso nacionalsocialista de Núremberg en 1934 y la apertura de los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936. Riefenstahl fue una innovadora actriz que se adelantó a su tiempo y marcó caminos.

Cineasta oficial de Hitler y la “única mujer amiga” del dictador, al término de la guerra fue encarcelada por su relación con los nazis, pero se determinó que sólo había sido “simpatizante” sin ninguna responsabilidad en las atrocidades del Tercer Reich. Pasó el resto de sus días negando que hubiera apoyado al régimen, que hubiera sido una militante nazi o que hubiera conocido a Hitler. “El 90% de lo que se dice sobre mí es mentira”, aseguró al presentar un libro sobre su vida.

Riefenstahl
Fotografía: Images Radio.

El País del 9 de septiembre de 2003 recuperó declaraciones de la cineasta:

“Hice El triunfo de la voluntad mucho antes de la guerra, y recibí por ese documental todos los premios imaginables y a ningún periódico se le ocurrió decir que era una película de propaganda nazi. Después de la guerra, todos los periódicos empezaron a decir que sí lo era, porque perdimos la guerra y porque se hicieron muchas cosas horribles en nombre del pueblo alemán y había que buscar un chivo expiatorio, y me escogieron a mí porque había hecho la mejor película de la época”.

Pero documentos ubicados en el curso de una pesquisa académica me permiten retar la autoabsolución de Helena Amalia Bertha Riefenstahl y proponer que sí fue una entusiasta militante nazi, una ferviente admiradora de Hitler y un sostén intelectual y artístico del más brutal sistema dictatorial del siglo pasado, sólo igualado por el estalinismo en la URSS.

El miércoles 25 de abril de 1934, Riefenstahl llegó a Inglaterra para impartir una serie de tres conferencias sobre técnica cinematográfica en las universidades de Oxford, Cambridge y Londres, invitada por asociaciones de estudiantes. Su primera charla, el  mismo día de su arribo, fue ante el Club Alemán Universitario de Oxford en Rhodes House. La segunda tuvo lugar el 26 de abril en Londres en el Buró Académico Anglo Germano y el viernes 27 ante la Asociación Anglo Alemana de Cambridge, en donde como parte del evento pudo ver por primera vez la película de Serguéi Eisenstein ¡Que viva México!

Entrevistada por el Daily Express, expresó que para ella, Hitler era “el más grande de todos los hombres”.

Esta declaración podría parecer políticamente correcta para una personalidad pública alemana de visita en el extranjero en aquellos tiempos, pero dos días después el diario publicó una entrevista de su corresponsal en Berlín, Pembroke Stephens, que la describe como “una nazi entusiasta, antigua militante del partido y amiga de Adolf Hitler”.

Leni
Fotografía: Pinterest.

Riefenstahl confió al periodista que hasta 1931, no había tenido ningún interés en la política, dedicada como estaba a su arte. Pero en un viaje a los Dolomitas para dirigir y actuar en La luz azul, en la estación de tren de Berlín compró un ejemplar de Mi lucha para leer en el trayecto.

“El libro me hizo una tremenda impresión. Me convertí al nacionalsocialismo después de leer la primera página. Sentí que el hombre capaz de escribir un libro así, sin duda alguna estaría al frente de Alemania y me sentí feliz de que tal hombre hubiese llegado”.

De regreso a Berlín, acudió por primera vez en su vida a una concentración política para escuchar a Hitler, y las palabras del dirigente, dijo a Stephens, fueron “la más poderosa experiencia de mi vida”.

Decidida a conocer personalmente al Führer, no descansó hasta lograr una entrevista con él, misma que tuvo lugar el día anterior a su partida a Groenlandia para filmar S.O.S. Iceberg. En esa reunión hablaron de política, de Alemania y su futuro, de la sociedad aria y del mundo. Le emocionó que Hitler conociera sus películas.

Al regreso de Groenlandia se incorporó al círculo íntimo del estado mayor nazi, en donde la amistad y los “grandes ideales” de los dirigentes “la hicieron crecer”, según dijo a Stephens. Poco después, Hitler le pidió “con cuatro días de anticipación”, que hiciera una película del encuentro del partido en Núremberg en septiembre de 1933. La pieza se tituló Victoria de la fe y fue el mapa de ruta para la posterior El triunfo de la voluntad.

cine aleman
Fotografía: Jstor.

En mayo de 1935, Angus Quell publicó en el Royal Screen Pictorial su recuerdo de Leni a su arribo al aeropuerto de Croydon en el vuelo de Luft-Hansa (sic): “Una llamativa y enérgica mujer de pelo negro, ataviada en la sencilla pero vigorosa moda femenina de la Alemania nazi”.

Cuando la afamada estrella es entrevistada en la terminal, Quell reporta con abierta admiración que una poderosa fascinación por Hitler timbra en la voz de la mujer cuando se refiere al Führer:

“Para mi es el más grande hombre que haya vivido. Es realmente sin defectos, sencillo pero a la vez infuso de poder varonil. No desea nada, nada para sí mismo. Sabe que nunca verá la Alemania con la que sueña, pero está satisfecho con seguir bregando por su pueblo, sin desviarse, sin dar tregua a su misión. Es bello, es sabio. De él emana un resplandor. Todos los grandes alemanes, Frederick, Nietzsche, Bismarck… todos han tenido defectos. Los seguidores de Hitler no están sin mancha, pero sólo él es puro…”.

En reseñas del 26 y 27 de mayo, el Oxford Mail consignó el entusiasmo  con que fueron recibidas las pláticas de Riefenstahl sobre su experiencia como directora y actriz de películas de montaña. Y en entrevistas posteriores la cineasta confirmó que la industria cinematográfica alemana gozaba de importantes subsidios, pese a lo cual, “nuestro cine no es utilizado con propósitos de propaganda, a diferencia del soviético”. También comparó el cine inglés con el de su país. “Ambos intentan expresar la vida humana y ambos difieren del cine soviético en que no son vehículos de propaganda”.

Riefenstahl con soldados alemanes
Fotografía: Wikimedia.

El Daily Telegraph del 27 de mayo la citó expresando que el subsidio al cine alemán era una buena cosa puesto que permitía ofrecer a los auditorios buenas películas y no sólo éxitos de taquilla, además, negó terminantemente que las películas teutonas fueran sólo de tendencia propagandística: “El objeto primario del cine alemán es el mismo que en Inglaterra: el entretenimiento”. Tales declaraciones fueron refutadas ácidamente por The Star y To-day’s Cinema, que cabecearon sus informaciones con el título “Propaganda nazi”. El redactor de To-day’s Cinema escribió sarcásticamente que si las películas nazis no eran de propaganda, “¿por qué no las hacen entretenidas?” y se preguntó qué le pasaría a “Miss Riefenstahl ¡si intentara producir una película que no le gustara a Herr Goebbels!”

¿El que Leni Riefenstahl fuera una nazi militante y convencida le resta algo a su arte? No, al contrario: le da un marco de referencia necesario. Que desde 1945 y hasta el día de su muerte haya puesto distancia con su convicción fascista y negara su cercanía y fascinación por Hitler, habla de sus debilidades de carácter. Su obra permanece como un referente. Es interesante, por citar sólo un ejemplo, las escenas de Ben-Hur que calcan pasajes de El triunfo de la voluntad.

Como otros seres humanos en épocas de turbulencia y cambio político, Leni fue seducida por una poderosa personalidad y cerró los ojos a la realidad. Cuando su mundo se derrumbó no tuvo el valor, como sí fue el caso de Günter Grass, de confesar su debilidad.

Hoy ya sabemos quién fue y esto nos permitirá entender mejor su arte.

Juego de ojos.

También te puede interesar: ¡Nunca más!