No es la primera vez en la historia que a los mexicanos nos importa un pepinillo las indicaciones que se nos dan para combatir una epidemia, o que el gobierno esconda los estragos de ésta para “no alarmar” –o porque simplemente no sabe ni por dónde le está lloviendo–, mientras un megalómano con ínfulas de mesías y cachete flojo lleva al país de bandazo en bandazo en busca de una transformación que jamás va a suceder.
Justamente lo mismo que estamos viviendo sucedió a mitades del siglo XIX, más preciso en 1854. En ese entonces la epidemia era el cólera, cuyo brote se encarnizó porque la gente ni el gobierno le dieron importancia hasta ver el reguero de muertos.
El loco delirante en turno con humos mesiánicos era Antonio López de Santa Anna, quien acababa de regresar de su exilio colombiano para reelegirse por quinientava ocasión diciendo: No quiero que la historia diga que cuando me llamaron a hacer la felicidad de mi pueblo fui indiferente a su destino. Y en tanto el país era un hervidero de chapulines en comal con miles de desmanes por todo el país y una bancarrota de campeonato, el Gran Seductor, como lo llamó Justo Sierra, se adjudicó el nada tímido sueldo de sesenta mil pesos anuales –Maximiliano no llegó a ganar más de cuarenta mil–, se autonombró Alteza Serenísima y entre sus muchas travesuras impuso un impuesto sobre puertas y ventanas y otro por zaguanes, cocheras y puertas de tiendas en el centro de ciudad.
Pero vamos por partes. Después de la peste, el cólera fue la epidemia que más cobró vidas durante el siglo XIX. La primera pandemia sucedió en India, hacia 1817, y de ahí viajó ligera al mundo matando un aproximado de 10 millones de personas. La razón de su letalidad era que se podía pasar a formar parte de la sección Calacas en tan sólo un par de horas a causa de la deshidratación producida por los terribles vómitos y la diarrea.
Para principios de 1830 ya la teníamos en Tampico, de ahí a San Luis Potosí y luego a Guanajuato. En julio de ese año Querétaro ya estaba infestado y en la capital el 6 de agosto murió la primera víctima. A la semana siguiente se dieron las fiestas de Santa María La Redonda, a la que toda la gente asistió: dos días después se sepultaron en menos de veinticuatro horas 1,200 finaditos. El escritor Guillermo Prieto describió el suceso:
Lo que dejó imborrable impresión en mi espíritu, fue la terrible invasión del cólera en aquel año. Las calles silenciosas y desiertas en que resonaban a distancia los pasos precipitados de alguno que corría en pos de auxilios; las banderolas amarillas, negras y blancas que servían de aviso de la enfermedad, de médicos, sacerdotes y casas de caridad; las boticas apretadas de gente; los templos con las puertas abiertas de par en par con mil luces en los altares, la gente arrodillada con los brazos y derramando lágrimas… A gran distancia el chirrido lúgubre de carros que atravesaban llenos de cadáveres… todo eso se reproduce hoy en mi memoria con colores vivísimos y me hace estremecer.
Así fue que 1833 quedó marcado en México como el año del cólera; muchos creyeron que el remedio a todos los males era la desaparición del mal gobierno, cosa que en parte era cierta, pero no sucedió. Los muertos ascendieron a 14 mil.
El cólera continuó haciendo de las suyas, hasta 1854 que volvió a pegar fuerte. Se dice que el origen del brote fueron las exhumaciones de cadáveres que se hicieron en el panteón de San Dieguito, el cual cuatro años antes había sido hecho para precisamente enterrar a los muertos de esta enfermedad. Entonces las tumbas eran regadas con una mezcla de cloruro de cal, sosa y agua, o con otra de sal común, manganeso, ácido sulfúrico y agua” para que no se regara el “miasma colérico, pero dado el rápido crecimiento de la ciudad se quiso ocupar el espacio.
Ahora bien, ese año sucedió un fenómeno social sui generis, sobre todo entre la clase media y la fifí: pese a que se conocía la existencia y riesgo de la epidemia la gente no se supo estar quieta en casa y salió muchas noches para atender la obsesión reinante, lo que entonces era el grito de la moda: la ópera. Pongo ejemplo: el mejor teatro de la ciudad era el que se llamaba, obvio, Teatro Santa Anna. Además de ser de lujo, tenía la notable capacidad para 2,395 personas, o sea el 1% de la población capitalina, que entonces rayaba en los 200 mil. Pues nada, pese a la epidemia galopante en todo el país, la inseguridad política y la violencia, se representaron durante la temporada (cuatro meses) ¡ochenta funciones! abarrotadas. Para comparar: una de las más movidas temporadas de la Compañía Nacional de Ópera, la de 2018, tuvo veintiocho presentaciones en todo el año. Pero a mediados del XIX la operamanía era cosa seria: las nada baratas localidades eran previamente vendidas y la cartelera mostraba cantantes y músicos europeos y nacionales de primerísimo nivel, compitiendo en calidad con las principales ciudades de Europa. Por ejemplo, aquí estuvo muchos años tocando el talentoso contrabajista y director Giovanni Bottesini, que más tarde dirigió, a instancias del propio Verdi, el estreno de Aída en el Cairo.
La obsesión por la ópera respondía a dos razones, como lo explica Luis de Pablo Hammeken en su República de la Música –Ópera, política y sociedad en el México del siglo XIX; 2018–: La primera era que presenciar funciones de ópera con regularidad era un elemento clave para refinar el gusto de la población, para civilizarla. La segunda consistía en que, una vez que se había alcanzado cierto grado de civilización, la población de una ciudad tenía que asistir a la ópera o al teatro para demostrar que efectivamente era civilizada.
Esto le daba a la ópera un enorme valor simbólico, pero también monetario: para el empresario México era una mina de oro, pues ningún lugar de América pagaba mejor las representaciones. Por eso, cuando en 1854 se suscitó el “enfrentamiento” entre dos compañías de ópera con primerísimos cantantes y músicos, aquello fue una revolución.
Una compañía era de René Masson y la otra de Pedro Carvajal, ambos empresarios de diente feroz y afilado, quienes ofrecían dos óperas a la semana, ¡una locura! Por lo mismo a los periódicos les valía un pepinillo hablar del cólera o de las tremendas guerras civiles: la mayor parte de las páginas estaban dedicadas al espectáculo.
A esto agreguémosle que a la nueva reinona, Dolores Tosta, Doloritas, segunda esposa de Santa Anna y treinta y cinco años menor que él, era fanática de la ópera, y para sentirse en París o Viena convenció a su viejo que apadrinara varias compañías, entre ellas la de Masson, a la que le dio dinero para que trajera al país nada menos que a la soprano alemana Henriette Sontag, condesa de Rossi, mujer de gran belleza y elegancia, considerada por muchos la mejor cantante de su tiempo, una diva excepcional a la que el mismísimo Teatro de su Majestad de Londres pagaba 17 mil libras por temporada. Años antes esta cantante había estrenado la 9ª Sinfonía de un tal Beethoven, un tanto sordo.
Nacida en 1805, en Koblenz, Alemania, Henriette (Enriqueta) pertenecía a una familia de actores. Delicada y frágil, mostró talento precoz debutando como solista a los quince años. El famoso compositor de óperas, como El Barbero de Sevilla, Gioachino Rossini, dijo de ella: “Es la voz más pura de soprano que jamás he escuchado”. No tardó la Sontag en ser una estrella consagrada en los escenarios de París, Londres y Berlín, admirada por príncipes y reyes. En 1828 se casó discretamente, pues no tenía título nobiliario, con el Conde Carlo de Rossi, embajador de Cerdeña. Abandonó los escenarios para llevar una vida de esposa de diplomático, hasta que el conde quedose sin chamba y el jilguero tuvo que regresar a cantar sin haber perdido sus magníficas cualidades histriónicas.
Cuestión de imaginarse cuando se publicó que vendría a México la Sontag, quien llegó a mediados de abril de 1854 y fue recibida como rockstar al entrar a la capital en una carroza tirada por seis inquietos jamelgos.
El paso de la diva por México fue brillante. No sólo le dio al espectáculo un toque mágico y único, sino inclusive participó en el estreno de nuestro Himno Nacional, el 18 de mayo de 1854, en el Teatro Santa Anna, cantando a dúo con el estelar tenor Gaspar Pozzolini.
Mientras tanto los periódicos recibieron órdenes de no decir nada acerca de la epidemia: “La ciudad toda quiso a su vez mirar con desdén el peligro”, cuenta un cronista de la época. Fue así como, a mediados de junio, mientras descansaba en una casa de campo en el apacible Tlalpan, Enriqueta Sontag se sintió mal y mandó a cancelar su presentación de ese día: el maldito bicho de moda la había alcanzado.
Enrique de Olavarría y Ferrari escribe en su Reseña Histórica del Teatro en México (1961): Por orden del gobierno, por demás exagerado en su prohibición de que se hablase de casos de cólera, se quiso hacer creer que la artista no lo padecía ni estaba siquiera grave: más ambas cosas eran de la mayor falsedad, y por más que hicieron los médicos extranjeros y nacionales llamados cerca del lecho de la interesante enferma, Enriqueta Sontag, dejó de existir a las tres de la tarde del sábado 17 de junio.
Tenía cuarenta y nueve años. La noticia rompió rápidamente y el duelo no se hizo esperar a nivel mundial. Las pompas fúnebres fueron atendidas por cientos de gentes y se dice que años después sólo el funeral de Benito Juárez sobrepasó en fastuosidad al de la artista.
Pero, como Hammeken apunta, la exuberancia con que la sociedad mexicana expresó su dolor por el deceso de la Sontag sugiere algo más que el duelo por la muerte de un artista, aunque fuera una artista realmente genial. Más bien se detecta cierto sentimiento de fracaso colectivo, incluso de culpabilidad nacional.
No era para menos: por desinformación y ocultamiento de la verdad de algo tan peligroso como una epidemia se le dejó a la célebre artista contraer una enfermedad que además era símbolo de pobreza. No sólo se despojó al mundo de una gloria musical, sino que quedó en evidencia internacional que, después de todo, la sociedad mexicana no era ni tan avanzada, ni tan civilizada como tanto cacareaba.
1854 quedó marcado por una epidemia devastadora, la muerte de una estrella mundial, el estreno del Himno Nacional y la rápida caída del chalado en turno (Santa Anna) que hartó tanto a sus amigos como a sus enemigos y hasta lo que pasaban por ahí. Ojalá esto último se repita ahora.
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