Los valores son principios normativos que tienen una pretensión atemporal y universal, es decir, que se consideran válidos en cualquier tiempo y lugar. Son entidades ideales porque se plantean como directrices de la conducta humana, cuya puesta en práctica constituye virtudes particulares. El triple lema de la Revolución francesa, “libertad, igualdad, fraternidad”, implica que existe una jerarquía de valores, entre los que se eligen tres esenciales para conformar tanto el ideal republicano y democrático, como la conducta social y la personal. La jerarquía de los valores es patente: cumplir con un valor de alto rango entraña un bien mayor que cumplir con uno de menor rango y violarlo o infringirlo implica un mal en la misma medida.
Tanto el cumplimiento de un valor como su infracción evocan emociones morales en la persona actuante y en quienes contemplan o saben de sus actos. El agente responsable siente orgullo y satisfacción al cumplimentar un valor, o culpa y contrición al infringirlo, en tanto quienes conocen de sus actos suelen sentir respectivamente admiración o condena. Cuando los otros se afectan por estas conductas reaccionan con agradecimiento si les favorecen o con resentimiento si les perjudican. Vemos así que existe una estrecha relación entre el valor en tanto principio universal, la virtud en referencia a su puesta en práctica y las emociones morales que evoca el hecho de cumplir o violar sus prescripciones. Veremos ahora que los valores asumidos y sus rasgos morales forman parte de lo que la gente considera el núcleo más esencial de su ser individual.
Los valores de mayor rango son difíciles de lograr y aun cuando las personas se apliquen a cultivarlos, se resisten en ser realizados, porque conllevan frustración y sufrimiento. El ejercicio y realización de estas virtudes tiene analogías con la adquisición de otras habilidades, pericias y destrezas; no en vano se denominan virtuosos a quienes dominan instrumentos o técnicas artísticas. Sin embargo hay diferencias: atribuimos mérito a quienes cultivan y logran valores de alta jerarquía o habilidades de gran dificultad, pero sólo asignamos un carácter admirable a quienes ejercen valores morales o un carácter miserable a quienes los infringen.
Los valores tienen que ver con la manera cómo las personas reaccionan a lo que les acontece, en particular a los eventos funestos. El caso del dolor es un buen ejemplo, pues hay muchas formas de reaccionar a un dolor cuando el sujeto se percata de esta sensación y puede elegir qué hacer al respecto. Por ejemplo, puede tratar de eliminarlo tomando unas medidas en vez de otras, pero también puede aceptarlo o resistirlo hasta donde le sea posible. Estas formas de reaccionar dependen de condicionantes como la personalidad, las creencias, los personajes ejemplares, las metas, las actitudes o la autoimagen. La manera de reaccionar forma parte de lo que se denomina el carácter y es importante examinar lo que este atributo supone para la identidad personal y la autoconciencia.
El carácter es todo aquello que distingue a una cosa de las demás y aplicado a las personas, implica el conjunto de rasgos distintivos de cada una, en especial sus cualidades morales. En este sentido personal y moral, el carácter tiene dimensiones de vitalidad, fuerza, determinación o tolerancia al sufrimiento. Esta última, la capacidad para tolerar la aflicción y la desventura, es una variable decisiva del carácter. Dado que en muchas ocasiones la puesta en práctica de un valor entraña frustración de otras metas y un arduo esfuerzo, la paciencia y la entereza permiten el cultivo y el acceso a valores de mayor rango. No resulta sorprendente que, además de su acepción moral, el término valor se aplique a la valentía, esa cualidad del ánimo necesaria para emprender grandes tareas y para enfrentar los peligros que tales empresas entrañan. Este sentido de la obligación tiene una cualidad demandante y coerciva sobre el individuo y está ligado a una facultad que Michael Tomasello (2019) identifica como agente compartido, una noción de primera persona en plural, un nosotros que regula el esfuerzo. En efecto, las personas con un elevado carácter moral consideran los intereses y las necesidades de los otros, y cómo sus acciones afectan a los demás, es decir: regulan su conducta por un sentido ético del deber y la obligación.
Muchas personas cumplimos con ciertas conductas y expectativas, a pesar de que puedan parecernos incorrectas en mayor o menor grado. Una persona con fuerza de carácter se niega a acatar normas que considera incorrectas o, llegado el caso, resiste la coacción y aún la tortura. Desde los griegos se planteado que el carácter y la vida virtuosa no son productos de la herencia o de la fortuna, sino que se cultivan y se aprenden mediante el autocontrol. La persona resuelta y cabal decide los valores que considera apreciables y los pone en práctica, usualmente en detrimento de otras motivaciones y deseos. Todo esto implica que la manera cómo los individuos adquieren y ejercen el carácter tiene que ver con su sentido ético, su sentido de la justicia, con su autorespeto y amor propio.
En su ética nicomáquea, Aristóteles distingue entre amor propio defectuoso y genuino. El primero busca el beneficio a expensas de los demás, lo cual lleva a conductas reprochables, viciosas, ofensivas o punibles. El genuino amor propio es fruto de la satisfacción y el placer por el cultivo y la consecución de las capacidades consideradas útiles y deseables. Hume también consideró que se desarrolla la autoestima al adquirir facultades de selección, deliberación y expresión: la persona disfruta lo que hace bien y valora lo que así alcanza. Pero esto es difícil de lograr porque el autoconcepto moral es esquivo y equívoco. Por ejemplo, las personas evitan en lo posible la culpa y la condena de sí mismas de tal manera que, si fallan en cumplir con sus estándares, se desligan de responsabilidad sea al redefinir la naturaleza o motivación de sus conductas, desviar sus obligaciones, culpar a otros, o de plano olvidar acciones cuestionables o infracciones morales de su pasado. Adoptan estas estrategias no sólo para proyectar o mantener una imagen pública, sino para preservar y justificar su autoimagen como seres morales.
La investigación reciente sobre las emociones y las conductas morales indica que la gente suele poner más esfuerzo en conservar su autoimagen moral que en detectar, prevenir y tratar de mejorar sus conductas cuestionables. Los juicios morales se derivan de evaluaciones automáticas e intuitivas a partir de adaptaciones evolutivas y normas culturales, más que de valoraciones racionales. En la psicología social se utiliza un modelo denominado “sistema cognitivo-afectivo de la personalidad” el cual, más que tomar en cuenta las conductas y acciones del sujeto como indicativas de su carácter moral, se enfoca sobre su comprensión y afectividad. El modelo postula unidades cognitivo-afectivas que son disposiciones para creer, desear, planear y sentir que dan lugar a emociones, pensamientos, creencias y decisiones. Estas unidades constituyen lo que se denominan rasgos de carácter.
Vemos entonces que hay una estrecha relación y un amplio traslape entre cinco esferas morales: (1) el sistema de valores aceptado por una cultura, (2) la incorporación y jerarquización de esa escala por cada individuo, plasmadas en su sentido del deber y obligación; (3) el desarrollo de capacidades para poner en práctica las conductas consecuentes, denominadas virtudes; (4) el sistema de las emociones morales que se presentan en los actores, los receptores y los testigos de tales conductas y (5) el autoconcepto de cada individuo como ser moral y que forma parte de su identidad más central.
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