Durante el siglo XVIII no hubo viajero o cronista extranjero que no quedara impresionado de la riqueza natural de nuestras tierras, de la abundancia de los frutos que la gente recibía de la naturaleza sin importar su condición social. El ejemplo más famoso de estos divulgadores fue el geógrafo, naturalista, explorador, astrónomo y verdadero renaissance man, Alexander von Humboldt, quien no se cansó de dar a conocer estos lares como el cuerno de la abundancia, creando así el mito de México como el paraíso terrenal. A él hay que echarle la culpa de los miles de europeos que hasta bien entrado el siglo XIX, se aventaron como cachucha beisbolera a la gran aventura mexicana con la seducción de hacerse ricos de la noche a la mañana y terminaron rogándole a los dioses que los sacara de aquella detestable pesadilla.
Pero ése es otro tema. La verdad se tenía razón en describir a la Nueva España como una tierra de fertilidad apabullante, pues se daban los más variados y extraños frutos y gracias a los variados climas toda semilla “pegaba” produciendo rebosadas cosechas prácticamente todo el año. Simplemente el maíz se cultivaba en cualquier tipo de suelo y a cualquier hora en todo el virreinato. Para mitades del siglo XVIII, el conjunto de haciendas que había en Cholula, Celaya, Atlixco y el Bajío, producían cinco veces más trigo que toda Francia.
Nada más había que visitar un mercado para darse cuenta de la riquísima abundancia de frutos y vegetales que influían directamente en los hábitos alimenticios de la gente. Cierto, para comprender una sociedad y su tiempo también ayuda el estudio de algo tan básico, como es la comida. Si se pone atención, digamos, al presupuesto que una familia destinaba a la comida o al modo de comer, revelará el estado social y cultural de las personas. Por ejemplo, en ese tiempo el tipo de comida y abasto de cada familia dependía de su poder adquisitivo y no, como se creía, del color de la piel o de las costumbres.
A diferencia de Europa, la cocina novohispana nunca estuvo regida por las estaciones del año. Esto hizo que la preparación de los platillos se fuera más al lado del ingenio culinario, que al atenerse a un abasto riguroso. Además, la cocina novohispana nunca le hizo el fúchi a su herencia prehispánica, que supo incorporar hábilmente a sus nuevos platillos. Fue así que durante el siglo XVIII en cuestión de fogones alcanzamos una considerable sofisticación, como se ve en los recetarios de cocina, que cada vez más se publicaban. Y mientras en invierno un noble español sólo comía ensaladas de escarola y pescado seco, acá el recetario de la criolla Dominga mostraba cómo la generosa naturaleza invitaba a convertir en un lujo lo que estaba al alcance de la mano, ya sea preparando mermeladas y dulces de frutas que en Europa ni se imaginaban, como el zapote, el tejocote o el coco. Y mientras el europeo le rascaba a una hogaza de pan duro, acá el Recetario novohispano del siglo XVIII detallaba más de veinte maneras de preparar pan de sal, buñuelos, masas para pasteles finos, pastelillos y bizcochos, o se enseñaba la manera de preservar el perfume de las frutas por medio de azúcar o piloncillo molido y derretido, con el que se envolvía la fruta cristalizándola.
Por supuesto, las distinciones sociales de un siglo de marcado mestizaje, como el XVIII, se mostraron en los alimentos y hábitos a la hora de comer. El pan salado, básico en cualquier nivel, es un ejemplo de esto: en la Ciudad de México había las hogazas de 600 gr., llamado “pan común”, para los pirrurris, y las de más bajo gramaje, “pan floreado”, para la banda: en Jalapa las calidades de pan se agrupaban en tres grandes categorías, como eran el pan blanco, el francés y el semita, con un consumo diario por persona de 500 a 700 gramos. En Guadalajara, los panes se clasificaban en pan blanco y de segunda clase, que era el pan de los pobres. En Querétaro, al igual que la capital, había aún mayor diversidad de panes salados, los que se diferenciaban por el refinamiento y cernido de la harina; los panaderos por reglamento estaban obligados a vender pan loreado y pan común en piezas de aprox. 500 y 600 gramos respectivamente, pero además vendían pan francés, de manteca, panbazo y pan sobado (sin albur).[1]
Por su fácil manejo y rápida preparación, el nixtamal era la masa favorita de todo mundo. Ésta se usaba desde del desayuno hasta la cena en atoles, tamales y tortillas. Por su parte, los españoles nos trajeron la manteca, que los criollos y mestizos adoptaron alegremente, no así los indios, hasta que la usaron no como medio de cocción, sino como ingrediente para dar sabor e intensidad a distintos platillos, como a los frijoles, los tamales y el pozole.
En ese tiempo comer carne ya era un hábito regular. La res, el cerdo y el carnero abundaron en Nueva España, aunque los pobres estaban más acostumbrados a consumir toro nalgón que res: En el siglo XVIII a Ciudad de México entraban anualmente entre 15 mil y 30 mil reses, unas 250 mil a 300 mil cabezas de carneros, además de 50 mil cerdos anualmente, para surtir una ciudad de casi 120 mil habitantes.[2]
Se tiene noticia que los guisados de carne eran sustanciosos y bastante nutritivos. No se tenía la costumbre de echarle trozos grandes de carne, sino que ésta era picada finamente, junto con sesos, morcilla, chorizo, jamón, bofe, lengua y si por ahí andaba la suegra, pues a filetearla también. Antes de los hervores se les adhería chile ancho, cebollas y jitomate. Los más fifís podían echarles aceitunas, alcaparras o ajo (artículo de lujo).
Fue así como la gente con recursos comenzó a experimentar en sus platillos nuevos fenómenos gustativos, como el original sabor agridulce, cuando a sus guisados añadieron ingredientes poco usados en la cocina del diario, como pimienta (que se exportaba a España en grandes cantidades), canela, azafrán (carísimo también entonces), clavo, acitrón, chiles achos y chiles verdes. Bueno, basta simplemente con mencionar la aparición en escena de ese prodigio de platillo de elaboración barroca: el mole.
Y mientras en Europa no salían de lo dulce o lo salado, el criollo novohispano podía darse el lujo de entrarle a lo salado, dulce, agrio o picante, o todos a la vez. Y no sólo eso, también podía incluir a sus comidas ingredientes peculiares que “perfumaran” el platillo, como el uso del limón, naranja, jazmín, anís o yerbabuena. Así fue que el novohispano del siglo XVIII tuvo la oportunidad de entrar a otro tipo de sensualidad que el europeo común y corriente no conoció.
Fue en esta época que se popularizó una de las aportaciones mexicanas más importantes a la humanidad: el cacao, en su presentación chocolatera. Por su exotismo y complejidad, el chocolate siempre levantó revuelo. Complejidad porque destanteaba a la gente, pues podía venir sólido, líquido, frío, caliente y era bueno o malo para la salud, divino o maldito para el alma. Lo cierto es que como todo acontecimiento nuevo que alborota, el chocolate fue concienzudamente analizado a fondo por la siempre nerviosita Iglesia y los sabios del virreino. Entonces se publicaron sesudos tratados, como el de don Antonio de León Pinelo, Cuestión moral: Si el chocolate quebranta el ayuno eclesiástico (1636).
Sin embargo, después de muchos jaloneos de sotana y guerra de globos de agua bendita, la iglesia española se rindió a las maravillosas bondades del vigoroso “negrazo”. No en balde los españoles fueron los mayores importadores y consumidores de chocolate en el mundo, hasta finales del siglo XIX.
El chocolate rompía toda barrera social por ser un producto barato. En la casa novohispana se podía beber en la mañana, antes de comer (entre las 9:00 a.m. y 10:00 a.m.), dos horas después de comer y otra entre las cuatro y cinco de la tarde. La gente pobre solía prepararlo con maíz, para hacer más volumen, y también era costumbre ponerle anís, chile o achiote.
Otro de los grandes problemas en el ámbito comestible de esa época fue la conservación de los alimentos, sobre todo en regiones donde el clima era extremo. En ellas se tenía que dominar el arte de cocinar lo justo para que no sobrara comida y se echara a perder. En las zonas aledañas a las montañas la gente trepaba para conseguir nieve, que se convirtió en un producto para las clases altas y que pasó a formar parte del estanco real, esto es, que sólo podía ser vendido por la Corona y quien la bajara del cerro tenía que pagar impuesto. Aún así la nieve hacía preservar los alimentos un par de días nada más. Otro método era usar vasijas de barro, donde se metía la comida, y que eran envueltas con paja y heno o colchonetas de plumas para después enterrarlas bajo tierra.
En la ciudad virreinal también hubo calles dedicadas a la comida. En los días de mercado el flujo de la gente que entraba y salía era impresionante y, según su presupuesto, se podía comer desde una garnacha malandrina, un higuiéncico caldote de gallina con doña Chole, hasta ir a mover bigote al mesón de moda con viandas de postín y caldos importados: En Ciudad de México, se podía comer en la calle con medio real y cenar en la Plaza Mayor “tamales y otros comistrajos” con un tlaco o cuartilla de real a fines del siglo XVIII. Y en el Baratillo (otro mercado de la ciudad) comprar por el mismo dinero, otras tantas cosas tales como atole, fruta, conituras o agua “loja” con granos de cacao.[3]
El famoso aforismo “Dime qué comes y te diré quién eres” se le atribuye a Jean Anthelme Brillat-Savarin, soldado, juez, violinista, gastrónomo, maestro de lengua, filósofo y sibarita de gran alcance. Fundador de la literatura gastronómica, sería Savarin el primero en tratar (ya con la panza llena) la gastronomía desde el punto de vista filosófico y meditativo en su Fisiología del Gusto (1825) y donde dice:
La vida entera está gobernada por la gastronomía: pues el llanto del recién nacido llama al pecho que lo amamanta y el moribundo todavía recibe con cierto placer la pócima suprema que por desgracia ya no puede digerir.
[1] . – Enriqueta Quiróz, “Comer en Nueva España. Privilegios y pesares de la sociedad en el siglo XVIII”, Revista Historia y Memoria,No: 08, (enero-junio, 2014), pp. 19-58.
[2] . – Ibid.
[3] . – Ibid.
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