A tres años de los terremotos de septiembre de 2017, todavía hay damnificados en espera de viviendas, estructuras por demoler, sitios patrimoniales por restaurar, colonias e infraestructura urbana devastada y predios vacíos donde construir.
Lo más penoso de ese septiembre negro fueron las 360 vidas perdidas que no lograron ponerse a resguardo.
Hoy, la terrible pandemia que nos azota, impide simulacros, ceremonias luctuosas para recordar a los caídos, pero lo inolvidable para todos es que “vivimos en la raya”, la franja con mayor actividad sísmica y volcánica del planeta.
Es el famoso Cinturón de Fuego del Pacífico que mide unos 40 km y está formado por varias placas tectónicas que van desde Asía hasta América.
Lo grave es que aquí se registra el 90% de los terremotos y el 80% de los más violentos del mundo. Y lo peor: todavía no existe tecnología que permita saber cuándo y dónde se va a registrar un terremoto. Es impredecible también su intensidad, efectos y consecuencias.
Por eso, la pregunta de este 19 de septiembre es: ¿Ya aprendimos y estamos preparados para enfrentar otro S19?
Lo que sí tenemos hoy son leyes que no se respetan, burocracia lenta y corrupta y, lo más lamentable, es que no hay avances en materia de protección civil ciudadana y de resiliencia.
Con la llegada de la Dra. Sheinbaum al gobierno de la Ciudad de México se ofreció reponer la vivienda de manera gratuita a todos los afectados por el septiembre negro y se cumple, pero persiste la lentitud.
La gran enseñanza del segundo S19, dijo un político cuando ocurrió en 2017, es que “ahora sí entendimos que es inaplazable convertir en verdaderamente resiliente las zonas sísmicas del país, en especial la Ciudad de México”.
Pero la población tiene que asumir que debe aprender a coexistir con el riesgo y estar siempre preparada para enfrentarlo, porque ya se sabe su inminencia, lo mismo 32 años después que solo 11 días.
Ser resiliente significa estar capacitado para anticiparse, resistir, absorber, adaptarse y recuperarse de los efectos de un desastre en forma oportuna y eficaz.
Implica destinar recursos para fortalecer y ampliar los sistemas de monitoreo y alerta sísmica, innovar, mejorar tecnología antisísmica, actualizar y respetar normas para construir inmuebles, además de desterrar la corrupción y la avaricia en su edificación.
Requiere, además, respetar y despolitizar el servicio civil de carrera en materia de protección civil, obligando a su profesionalización y capacitación permanente.
Arraigar una cultura de protección civil y de especialización en rescates en la sociedad, debe ser otro eje transversal de gobierno para aspirar a una transformación revolucionaria, que mitigue los efectos de los sismos, pero requiere imbuir ese comportamiento en forma natural en los ciudadanos.
Conlleva incluir en los planes de estudio de educación básica, media y superior, asignaturas y talleres que introyecten la protección civil en el ciudadano y lo capaciten para autoprotegerse y salvar vidas antes, durante y después de una emergencia.
También es vital establecer un modelo de información oficial confiable, a fin de empoderar al ciudadano sobre qué hacer en caso de sismo, de acuerdo al lugar y la situación en que lo sorprenda. La ignorancia y la desinformación son cómplices del error.
Si todos conociéramos en plazas, tiendas, centros de espectáculos, estadios y edificios las zonas de mayor seguridad, rutas de emergencia, ubicación de extinguidores, áreas de riesgo y accesos a las azoteas, seguro se salvarían más vidas en caso de desastre.
Seguir dejando a la suerte estos temas traerá, tarde o temprano, mayor pérdida de vidas, más costos materiales y cientos de historias de dolor, impotencia y corrupción cuando llegue la inminente hora cero.
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