Sobre cómo la humanidad se entume por sus creaciones
En días recientes he leído el flamante ensayo Ciberleviatán de José María Lassalle y además como si no fuera suficiente, la paranoia de su Homo Digitalis fue aderezada por la serie de Jeff Orlowski, El dilema de las redes sociales. Si no has tenido la oportunidad de ver y leer estas obras, simplemente te diré que lo hagas, sobre todo si quieres aumentar al encierro covidiano una pizca de paranoia y duda existencial sobre el escape aparente de nuestra modernidad virtual. El impacto de ambas obras es querer desconectarse, bajar el switch del wifi, poner en modo avión la vida digital: apagar la compu, dejar tu Apple Watch, esconder sin señal tu iphone. O en un acto menos extremo te imaginarás cómo hacer un acto de rebeldía y poner “me gusta” a lo que aborreces de Facebook o llenar de pistas falsas tu Instagram para así engañar al algoritmo. Aunque ambas equivalgan al ruido del árbol que cae en un bosque deshabitado, pues nadie las tomará en cuenta. Y si sí, seguro la superinteligencia ya detectará de qué se trata e inhibirá con más mensajes tus gritos y artegios de hacker novato. “Se puede luchar contra la ignorancia e incluso contra la estupidez orgánica, pero contra intereses tan poderosos, las posibilidades de un solitario serán, en extremo, mediocres” (E. Pound).
Y no, no pretendo alarmarte. Lo que dicen ambas obras es algo ya sabido: los algoritmos se apoderan de nuestras decisiones, estamos siendo manipulados. Cada scroll down, cada swift, cada like es una acción calculada que probablemente no decidiste, fuiste orillada a hacerlo. La escafandra digital es una burbuja que nos puede asfixiar en una ilusión de libertad que se refleja en una pantalla en la que nuestra selfie y nuestra mejor pose se convertirán en nuestra propia cárcel.
Para Lassalle el debate está en que la revolución digital elimina los valores de dos Revoluciones que formaron la modernidad: la francesa y la industrial, sobre todo de ésta última el liberalismo de J. Locke, tan centrado en la experiencia y el individuo, en la capacidad de elección. Y de la Revolución francesa se destruyen los principios centrados en los derechos del individuo, de la democracia, de la libertad. En pensar que la sociedad organiza sus dirigentes a partir del voto. En pocas palabras, lo que perdemos es la libertad de elección: el libre albedrío está siendo capturado por una superinteligencia capaz de encapsular, o teledirigir, nuestras decisiones y acciones. La propia frase cartesiana, epítome, del liberalismo: “Pienso, luego existo” se pone en duda, pues el algoritmo te dicta qué pensar. Tal y como fueron encerradas las acciones de ratas en laboratorios en manos de científicos, los laboratoristas de Silicon Valley están jugando con todos nosotros. El centro del mundo hasta la Revolución industrial fue el hombre, el pensar que éramos la cúspide de la evolución y el progreso; el algoritmo, ese ser despiadado, es un controlador enviado para generar ganancias a unos cuantos. La desigualdad del mundo será centralizada. Somos una perra humanidad amarrada a la correa de unos pocos dueños, esa correa se entrelaza de eslabones de algoritmos que nos dicen por dónde ir, qué oler y qué comer. Es un dominio descorporizado que toma el control de nuestros cerebros y deja a nuestra sensibilidad amalgamada, inerte, desensibilizada.
Orlowski narra las historias de varios cruzados salidos del corazón del ciberleviatán, un grupo de disidentes, de antiguos ilusionistas, que aterrorizados por sus acciones, se escapan de programar y accionar el modelo de negocio y deciden dar una advertencia a la humanidad. Es necesario encontrar un pacto social, una nueva forma en la que la técnica se reoriente desde una perspectiva más ética, pues lo hasta hoy creado, obra de todos y de nadie, se sustenta en un modelo de negocio fundamentado en la manipulación de las decisiones. El único escape aparente es el autoconocimiento y la regulación, la toma de conciencia. Parece que estos disidentes leyeron la frase de Pound y saben que en la soledad la protesta será vacua: hacen un llamado al racimo, al grupo y a la tribu.
Por su parte, para Lassalle la salida se encuentra en Europa. En sus valores transterritoriales, su legado y el respeto por la normatividad. Para el ensayista español, éstos pueden ser el contrapeso para que desde el territorio de una Europa legalista se norme la empresa totalitaria y se ponga fin a la manipulación. Si el argumento de Lassalle es cierto, Zuckerberg salió bien librado de la primera batalla en los tribunales. Recordemos que el genio de Facebook pasó por el parlamento europeo, aunque con una bandera amarilla: una ley más rígida sobre la protección de datos. ¿Será suficiente?
Decía el sociólogo Erving Goffman que las instituciones totales como los manicomios, los campos de concentración, barcos o cualquier lugar aislado en donde se encapsula la vida humana mantienen ciertas características: están regidas por una autoridad que se ejerce desde lo alto o desde un centro; en ellas, los internos viven, pasan día y noche sin poder salir; tienen fines claros (un manicomio, cura enfermos mentales; un convento, prepara a las monjas para su vida en congregación); poseen una cultura de imposición; y generan una visión del mundo específica, con una perspectiva que coloca a los sujetos en un mundo alterno, como una contravisión. Si Goffman viviera hoy, seguramente vería las similitudes entre esas características y lo que hoy generan los cercos digitales. Si acaso, el fin no parece ser tan claro, éste se explica cuando se comprende la maquinaria que produce dinero y poder para unos cuantos.
Un grupo de antropoides contempla un bloque negro, gruñe, avanza en grupo hacia él, como frente a un tótem enigmático danzan, entre el griterío lo contemplan: el amanecer de la humanidad llega al modificar los huesos y las piedras. Millones de años después el enigma está frente a la cama del anciano humano que se contempla a sí mismo durmiendo, después de una comida con vino, copas y las más finas maneras de mesa, se ve a sí mismo, el anciano en cama levanta la mano ante el tótem negro y enigmático. De la cama emerge un feto, en su cápsula, en su escafandra y contempla a la burbuja que es el mundo, inerte e inmóvil, sólo mira. Ese bloque negro es el espejo de las creaciones humanas.
Como en la Odisea del Espacio de Kubrick,la humanidad ha contemplado ese bloque negro que resume nuestra técnica. Narcotizados por nuestras propias creaciones humanas, que son extensiones de nuestra sensibilidad corporal, estamos siendo descorporizados en un ambiente virtual que semeja esa burbuja y nos deja inertes e insensibles. Ya McLuhan lo describió en El amante de Juguete, Narciso se enamora de sí mismo y queda narcotizado (mismo origen de la palabra) que no es otra cosa que entumido. El artefacto es extensión de nuestro cuerpo: creamos piedras talladas y a la par amellamos nuestros dientes, los hicimos menos filosos. Uri Levine creó Waze y salimos desorientados a las calles esperando indicaciones, ya sin poder saber la orientación; nuestro teléfono recuerda los números de teléfono y nuestra memoria se desvanece; el algoritmo es la extensión de nuestras decisiones y pensamientos… Estamos inertes, rendidos, noqueados. Bienvenidos a la era de la información o del hombre sin decisiones.
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