Desde hace 40 años, nuestro objetivo superior ha sido erradicar toda forma de vida humana en este planeta. Los animales, que no tienen culpa alguna, son dejados libres de reproducir el ciclo natural, comiéndose los unos a los otros. No es un trabajo fácil el de exterminar a toda una especie por completo, y menos aún cuando ésta se reproduce a la velocidad de la luz. Son como conejos. En realidad, muchos científicos argumentan que esta intervención interplanetaria no era precisa, ya que los mismos humanos, con el tiempo, acabarían matándose entre ellos sin intervención alguna. Y conociendo la brutalidad con la que estos seres actúan, hasta el punto de echarse armas nucleares los unos a los otros en aras del predominio planetario, es posible que, en efecto, los habitantes de la tierra acabasen organizando una tercera guerra mundial.
Pero también es cierto que los terrestres estaban obteniendo cada vez mayores conocimientos sobre los viajes en el espacio y ya habían comenzado a colonizar planetas aledaños como Marte. Eso, en sí mismo, no representa ninguna amenaza para la Liga de los Planetas por la Paz. Llevamos siglos observándolos y, de hecho, hace 150 años nos reíamos de lo ufanos y orgullosos que estaban cuando mandaban a sus primeros hombres al espacio. Su actitud era similar a cuando uno de nuestros hijos empieza a volar con sus propias alas. No le importa tropezarse y caer en pleno vuelo, el simple hecho de elevarse un par de palmos los pone muy orgullosos. Por supuesto, sus viajes en esas tortugas andantes no son rival para nuestras naves capaces de recorrer años luz en minutos. Sin embargo, hay que reconocerlo, son una especie perseverante y cada cierto tiempo nacen unas mentes preclaras capaces de revolucionar sus conocimientos científicos y artísticos.
Han avanzado y, hasta cierto punto, duele tener que exterminar a toda una especie que has visto crecer desde que eran mentalmente pequeñitos. Es como matar a tu propio hijo. Y, además, lo que más me fastidia son los argumentos empleados por los jueces pro exterminio. Según ellos, los humanos han alcanzado ya un conocimiento considerable y, puesto que son como cucarachas, como atestiguan sus 11 mil millones de habitantes, pronto no les va a bastar el planeta Marte e irán en búsqueda de un nuevo sitio, y si llegan a uno de nuestros planetas habitados, no dudarán en atacarnos o, si están en inferioridad, pedirán mansamente ayuda, para luego tendernos una trampa y empezar nuestro propio exterminio.
Tienen pánico de todo lo que es diferente a ellos mismos e incluso son capaces de odiar a otro ser humano tan sólo por tener una piel más oscura o de color cobrizo. Son tan groseros que, si llegasen a cohabitar con nosotros y ver nuestras costumbres, acabarían diciendo que somos unos salvajes por el hecho de comer y beber nuestras propias heces y orinas para nuestra alimentación; como si nosotros pudiéramos elegir. ¿Qué culpa tenemos si nuestros cuerpos son tan delicados que no aceptan otra comida? Además, este método de autoalimentación es bastante higiénico y ecológico.
Ése fue otro de los argumentos empleados por los jueces y, en eso, no me queda otro remedio que darles toda la razón. Adonde van estos seres salvajes acaban ensuciándolo todo, cambiando el paisaje natural por enormes bloques de concreto en el que se apiñan miles de personas todos los días como ratas, durante unas cuantas horas, para luego retirarse a sus domicilios. Lo curioso es que, cuando llega la noche, dejan esos bloques para irse a otros más pequeños que comparten con sus parejas y crías y en el que también viven hacinados. El caso es que tienen pánico, salvo excepciones, de dormir al raso, y eso que, en los últimos 100 años, dado el calentamiento global que ellos mismos han producido, la temperatura es tan cálida que se puede dormir todo el año en el campo.
En fin, ya he reflexionado bastante. Ahora toca cumplir mi cometido.
—Que me traigan al último ser humano para su ejecución.
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