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Elogio a la discusión y la disidencia

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Dudo que exista –ahora que todo se quiere ver con genes– un gen de la discusión y la rebeldía, pero desde pequeño me gustó llevar la contra. Alguna vez mi tío el arqueólogo se rindió ante mi persistencia de preguntar por qué el norte era hacia allá y no hacia otro lado. Incapaz de probar con argumentos, terminó diciendo “porque así es y te chingas; o te lo aprendes o terminarás perdido en el monte”.

Con hechos y escritos, desde pequeño, le argumenté a mi madre que la “b” se podría escribir como la “d”. Ante lo cual leyó libros de dislexia, hasta que un terapeuta le dijo, “no señora, su hijo no tiene ningún problema de aprendizaje, simplemente es tan terco que quiere demostrar que es posible hacer su mundo propio”. Ante la desesperación de mi madre,  algunas veces acudió a vecinas caritativas que al ver su frustración para comprarme un par de zapatos le decían: No, así no, mira, te voy a enseñar cómo. No le tienes paciencia. Sólo hay que entenderlo. Simplemente yo no entendía por qué los zapatos azules que me gustaban no los podían hacer en mi color favorito; tampoco entendía porque los de tallas grandes no los hacían para niños pequeños. Con montañas de zapatos como opciones, elegía el primero que me había probado. Los tenía a todos rendidos: por turnos, salían de la sala expulsando la paciencia con palabras altisonantes. Hoy cuando convivo con Elías, mi hijo pequeño, me reflejo tanto en su carácter que pienso que tal vez sí existe ese gen de la rebeldía y la discusión: debe estar grabado en nuestro ADN germano con un exasperante y adorable “yXq” que vino con la misión de hacernos ver nuestra suerte.

Recuerdo durante mi adolescencia y formación, cómo fui conociendo la profundidad del diálogo, y mi personalidad terca ha tenido que aprender a ceder y a escuchar. Me cuesta. Aunque esa personalidad tiene virtudes: somos perseverantes y aferrados. Pero también, si no se nos conduce por una ruta para aprender a discutir, podemos pasarnos al lado oscuro. Recuerdo alguna vez que mi tía Annis, con sus seis idiomas a cuestas y su amplio mundo, me mostró la cerrazón de una opinión y me dijo con transparencia: en la ENAH –(Escuela Nacional de Antropología e Historia– deberían de tener cursos de discusión y argumentación, como los hay en Harvard y en buenas universidades. No se convence ignorando al otro ni repudiando sus argumentos, sino comprendiendo lo que el otro dice y demostrando los errores en su pensamiento. Las críticas personales no valen.

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Ilustración: NSW.

Esa misma sabiduría llegaría desde la voz del único pastor de cabras, capaz de convertirse en custodio de miles de piedras grabadas, en Boca de Potrerillos Nuevo León y después en presidente municipal de Mina Nuevo León, Mariano Suárez Galván, quien con su acento y transparencia norteña me dijo, Oye wey, yo no entiendo a los arqueólogos, vienen con tanto mundo y lectura y se la pasan diciendo en qué se equivocan los otros. Como que cada quien quiere implantar su verdad, ¿no?

Tengo la fortuna de siempre encontrar gente más inteligente que yo y que me enseña a discutir: me convence de las muchas ideas estúpidas que puedo cometer y me amplía la corta visión que puedo tener. Pero, la mayoría de las veces cuando llego a un lugar nuevo en el que no están acostumbrados a mi carácter y a ese deseo de llevar la contra, las personas suelen hacerse a un lado. No es de extrañar. Las palabras discutir y criticar en castellano las hemos alimentado de una connotación negativa. En otros idiomas, como en alemán, no huelen a pleito o a enemistad. Son una especie de esgrima social que fortalece el músculo del argumento y el diálogo. Nuestro lenguaje y cultura califican a las discusiones y las críticas en los cajones de lo que queremos evitar y olvidar. Sin embargo, creo que ésos son errores de nuestro idioma y nuestra tradición.

En Wikipedia las palabras discusión (discutir) y diskussion (diskutieren) son una ventana a la diferencia cultural, porque a pesar de venir de la misma raíz latina existe un cisma cultural, obra de todos y de nadie. El hallazgo es tan ilustrativo como la profundidad semántica y la diferencia política entre México y Alemania. En la página en español se describe con una frase: Una discusión es cuando dos o más personas hablan sobre un tema en específico con sus puntos de vista, termina en acuerdo, desacuerdo o en conclusión. La página en alemán explica mucho más: una discusión es una conversación (también un diálogo) entre dos o más personas (comentaristas), en la que se examina (discute) un determinado tema, cada lado presenta sus argumentos. Como tal, es parte de la comunicación interpersonal.  Y de ahí elaboran temas que no están presentes en su homóloga en castellano: temas y tipos de discusión, estilos de discusión, la visualización como ayuda en las discusiones, el resultado de una discusión, iniciando una discusión.

No es de extrañar, el Weltanschauung de la discusión en alemán es más amplio y profundo que la visión del mundo del español –de este mundo que en la política y el diálogo pertenece al subdesarrollo–. La discusión y la crítica son dos hermanas que cimientan las democracias. Corrupción y transparencia son polos opuestos. En la corrupción se vive para ocultar; en la transparencia se vive para revelar. Nuestra tradición nos ha enseñado a evadir, a suplantar las críticas con eufemismos: no tenemos errores ni debilidades sino oportunidades. La corrupción del lenguaje conlleva la corrupción del carácter; éste que es como el óxido que sale de un metal que ha sido templado sin la calidez de la crítica y la frialdad del argumento.

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Ilustración: iStock.

La corrupción entra por la lengua y se mama como la savia de un árbol que no cede a la adaptación ni al cambio: sus inflexibilidades son émulos de la sinrazón, que bajo la ignorancia, se alzan como fortalezas. El resultado es que nuestros líderes son persistentes, no necios; nuestra cerrazón al diálogo es vista como entereza, dicen: “es un hombre que sigue sus ideales y valores”. Las verdades son atemporales, la tierra plana en pleno siglo XXI se defiende con la creencia y sin evidencia. En México con el mito y la sinrazón, como nuestro presidente con el COVID, decimos “detente” a la evidencia y a la ciencia. Una desgracia.

Parafraseando al gran filósofo Bertrand Russell quien preocupado por la guerra fría decía: “Quizá sería mejor –ante esta perspectiva oscurantista– que la guerra sobre la tierra ponga fin a nuestra especie antes que la estupidez se vuelva cósmica” (las cursivas son añadido mío). No hay Guerra Fría hoy, si acaso vivimos en México una guerra política y social tan caliente como un comal incandescente que arrastra los errores del tiempo y las incapacidades conjuntas. Carentes de propuestas y de visión a futuro, nuestros diálogos e ideólogos políticos emulan al pasado y aclaman lo nunca sucedido. Vivimos en el verbo que sirve para expresar la ilusión y la esperanza, y hasta cierto sentido estamos atados a una condición nunca ocurrida. Se advierte, con nuestra lengua, que estamos atrapados en la jaula de uno de nuestros modos verbales: el antepospretérito del verbo haber, ya sea el subjuntivo o el indicativo; ambos apuntan a la pendejez de imaginar lo que “hubiera” o “habría” sucedido “si”… Pero ese “si” condicional simplemente nunca ocurrió.

Cuando ese verbo se orienta al futuro se explora la posibilidad y el deseo. Pero la desgracia mexicana –para convertir el haber en habrá o podrá en realidad– no sólo está en la corrupción y la violencia, sino en un carácter que penetra nuestro liderazgo y nuestra cultura. No hay nada más frustrante que vivir una cultura donde la sumisión al poder y la alabanza al púlpito y el cetro sean tan comunes. Como al sofocante sol de verano en Mexicali, al autoritarismo mexicano hay que huírle –parece que no hay de otra– al buscar una sombra en el yermo infinito de la sumisión. El argumento de autoridad y la autoridad misma nos vienen heredadas como un síndrome a la pleitesía y alabanza: la reverencia azteca se mezcló con la alabanza hispana y católica y nos jodió por completo.

El resultado es el pensamiento del cacique y la oda al rey desnudo. Con ello, el oxígeno de la vida y la virtud humanas, el deseo de conocer y la curiosidad,  se sofocan con la fuerza del fuego que se propaga al extinguir todo ser vivo a su paso; las voces se subyugan con la autoridad del grito del padre que duerme al deseo y la curiosidad del niño cuando éste reta, pregunta y discute. Esa característica por desgracia es una plaga que ha podrido el tejido social mexicano: desde la política, la academia, los hogares y las empresas –hasta en la delincuencia–, el cacicazgo mexicano está presente. Necesitamos un fulminante astringente que reconfigure nuestra cultura y acabe con el instinto del cacique. ¿Cómo es posible lograrlo?

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Ilustración: Francesco Bongiorni.

Sin duda la salida está en configurar una gramática distinta al diálogo y generar con las acciones un significado distinto de algunas palabras. El aprender a afrontar la crítica es un ejercicio que parece ir contra nuestra supervivencia e instinto. La respuesta física a la crítica parece imponerse: nuestros hombros se tensan, una sensación de vacío surge en el estómago, las pulsaciones cardiacas suben. Como dice Adam Grant en su fabuloso podcast How to Love Criticism, “nuestro cerebro cuando es criticado controla el flujo de información como un dictador controla los medios”. El ego es un escudo gigante para la censura. Abrazar la crítica requiere humildad y un profundo deseo de auto-superación, también de entrenamiento a la resiliencia. Algunos dicen que la civilización llega cuando se doma al instinto. En este caso tienen razón.

En la escuela de mis hijos asistí a un acto que a primera vista parecería de humana desolación: la asamblea. Niños de primero a sexto se conjuntan en una tribuna. Debajo, en una mesa, están los representantes electos. Pasan una caja. Dentro de ella se guardan críticas escritas por todos durante los días previos. Críticas como Juan Robles de sexto año me empujó en el patio. Eduardo Gutiérrez, de segundo. Otras como, quiero felicitar a María de tercero por su conferencia. Óscar de segundo. La madurez de acusar y ser acusado, de reconocer y ser reconocido, se da con la transparencia y la responsabilidad de escuchar la crítica y la alabanza. Te puedes defender o puedes agradecer, otros pueden unirse a la felicitación o a la crítica: escuchar frente a doscientos niños, lo malo o lo bueno que hiciste comienza a curtir el carácter y abre la puerta al diálogo. Una característica de esa asamblea es que todos pueden ser criticados, sin importar su jerarquía un niño puede criticar a una maestra o a la directora y al revés. Esos ejercicios deberían hacerse comunes en todos los ámbitos.

En el mundo de los negocios existen dos muy buenos ejemplos de personas que han abogado y construido una gestión basada en la transparencia y en el impulso de la crítica. En su libro Radical Candor, Kim Scott narra y aconseja cómo conducir a los equipos a partir de la verdad. Cuando ésta se oculta o se omite, los negocios se enturbian y los ambientes se sofocan –y con ellos, las personas se corrompen–. La clave de la crítica está en que cuando la hagas busques el bien del otro. Si la crítica está envuelta en compasión y de un deseo de hacer mejor al otro, entonces es una vitamina y un abono para hacernos crecer a todos. Pero si la crítica está dirigida a al daño, a avergonzar al otro o a algo que no se puede cambiar, como un mal físico, se convierte en crueldad.

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Ilustración: M. Mizzou.

El otro ejemplo, es uno que parece más radical que el candor de Kim. Un hombre que aprendió de los muchos errores. En el mundo de las inversiones se tiene que ir contra el consenso, ya que para hacer una gran inversión es necesario probar que estás en lo correcto y comprar lo que hoy vale poco y mañana valdrá más. En sus inicios, Ray Dalio sólo escuchaba las alabanzas, porque el sí es siempre aceptado. Ante el fracaso deseamos que los que nos aman nos eviten sentir miserables, pero la respuesta correcta es la contraria. La compasión tiene que mostrar el error. Dices lo malo cuando alguien te importa. Como bien ha señalado Alfie Kohn en la educación. Cuando tu hijo pequeño trae su dibujo y tú lo celebras como un gran Picasso, ese acto superlativo comienza a cobrar factura: no muestra a tu pequeño cómo reflexionar lo que ha hecho, se vuelve adicto a la alabanza y a tu reconocimiento, no sabe cómo mejorar. Cuando no recibe el festejo llega la frustración y el vacío.

El correcto equilibrio de aplaudir y orientar el esfuerzo, son una fórmula educativa poco aprendida. Ray Dalio entendió esa diferencia y ha creado una empresa dirigida y centrada en la crítica constante y la transparencia; también creó un libro, Principles, en donde reúne lo que llama verdades fundamentales para encontrar la verdad. Habiendo recolectado sus enseñanzas en la bolsa, los errores los convirtió en principios y éstos en algoritmos. Se preguntó cómo tomar mejores decisiones sin la nube de la emociones y transcribió ese código a un programa meritocrático en donde el argumento colectivo muestra lo que más se acerca a la verdad. Carente de jerarquías, el argumento es el que siempre triunfa, no importa si esa idea viene de un nivel menor en la jerarquía de la empresa. La voz colectiva reitera la frase popular: dos cabezas piensan mejor que una; Dalio la convirtió en mil cabezas. Hoy es reconocido como el Steve Jobs de las inversiones y es su empresa Bridgewater associates, una de las más exitosas.  

La antesala del retrógrada son el temor a la transparencia, al reto y a la discusión. Pleito y discusión no son sinónimos salvo para los tiranos que ven el mundo en dos bandos: o estás conmigo o contra mí. Como expuso la cuestión de modo caprichoso hace años Gilbert Chesterton, la principal objeción que puede tener una pelea es que interrumpe la discusión. No dejemos que la discusión acabe cuando su fin es construir un mejor argumento. Y cabe aclarar, un argumento es obra de varios, nunca es la visión de uno solo.


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