Tuvieron que contagiarse 4 millones de personas en el planeta y morir más de 250 mil para que la universidad se planteara en serio superar las clases magistrales y masificar el uso de la tecnología digital.
Carlos A. Scolari.
La enseñanza en línea, aprendizaje a distancia, educación no presencial, formación digital, como se le quiera nombrar, representa la transformación más radical de los últimos 500 años en el proceso de transmisión del conocimiento.
Hasta finales de marzo, según datos de la Unesco, casi mil 400 millones de estudiantes en todo el mundo recibían clases mediante plataformas multimedia.
Distribuidos en 138 países, tres de cada cuatro estudiantes estaban recibiendo clases fuera de sus escuelas, cerradas por la pandemia.
Por su parte, más de 60 millones de docentes, a lo largo y ancho de todo el planeta, tuvieron que mudar sus estrategias y contenidos a plataformas no presenciales. Muchos de ellos, sin un entrenamiento o ni siquiera un proceso de familiarización digital previo.
Presenciamos, así, una verdadera revolución en términos de la historia cultural. La magnitud de esta transformación es, desde luego, aún incalculable.
Como suele suceder con las transformaciones culturales, los visos de una nueva época se advierten, primero, en la forma. Las formas. Mas, evidentemente, no se agotan en ellas.
Ya los años sesenta se había mostrado como una época fértil en términos de repensar la manera en la que se educaba hasta entonces.
El centro de las nuevas pedagogías recayó en la crítica a lo incuestionable de la figura de autoridad, así como a incentivar las formas de trabajo colaborativo y el pensamiento crítico.
Si hoy tenemos como las habilidades de mayor valoración justamente competencias que tienen que ver con resolver problemas, creatividad y criticidad, es en buena medida herencia de aquellos que en los sesenta comenzaron a fracturar la voz vertical y férrea del fono-logo centrismo.
Rastrear la palabra cátedra da una idea del fundamento de esta capacidad para hacer pasar el saber de una generación a otra.
Asociada en su origen con la forma de una silla especial, tan robusta y magnificente como se imaginaba el acto de enseñar, la palabra cátedra refiere al sillón de brazos, desde que los obispos dictaban lo que podían del saber de los otros.
En un juego de implicaciones simbólicas, cátedra era una silla especial, diferenciada claramente de la silla normal (sella), pero sobre todo del banquillo (subsellium), reservado, por supuesto, a los estudiantes.
Aún más, cátedra es la palabra que se asocia no sólo al acto de dar clases, sino además a la propia condición del docente y a un puesto fijo, laboral y socialmente así reconocido.
La silla frente al banquillo, digámoslo de esa forma, el saber fijo frente al no saber de condición endeble como el banquillo mismo, ha dado lugar a una expresión más que revela la profundidad cultural de esta representación.
Referirse a que una persona se expresa ex cathedra, es una forma que subsiste de decir que habla con toda propiedad y conocimiento. Mismo del que, por contraste, carecen quienes le escuchan, obviamente.
Estamos, pues, frente a una práctica cultural que data, en su forma y representación, al menos de la Edad Media.
La transmisión del conocimiento, en la forma de quien da a saber a otro, de quien revela a otro un saber o una información, no se ha modificado sustancialmente en los últimos cinco siglos.
Hay un sitio para la cátedra (el aula), una silla especial para el catedrático y una serie de banquillos para los que recibirán la enseñanza.
El lugar, pero especialmente, los objetos que lo componen, el tipo de silla, despliegan su halo simbólico sin dejar duda de qué representa cada cosa y cada participante.
De San Agustín a las Cátedras Magistrales de nuestros días, la dinámica física impuesta por esta concepción se ha mantenido en términos generales inalterada.
Como inalterados, sin moverse, deben permanecer los que no saben. El catedrático es el único que puede deambular, moverse, levantarse, caminar, por el espacio de la cátedra.
Si en este escenario de las representaciones, se quieren más datos aún, sólo piénsese en la implicación simbólica que puede significar la vigencia en el uso de la frase: dar la palabra.
Resulta por demás curioso, pero revelador al mismo tiempo, que una de las cosas que con mayor frecuencia se registren hoy, es que los docentes se ven obligados a trabajar sobre plataformas digitales, sea, justamente, al manejo de los micrófonos.
De igual forma, las quejas de los docentes noveles en la enseñanza digital, suele poner más atención de la que merecería al hecho de que los estudiantes (osan) apagar sus cámaras.
La pérdida del control sobre lo que dicen y hacen –micrófonos y cámaras, apagadas, de por medio– quienes están en el banquillo, no podía simbolizar mejor la remoción que han de significar los nuevos tiempos digitales.
Estar y dar, dos verbos claves en la (ahora) vieja manera de transmitir el conocimiento.
“Estar” –a la vista– y “dar” –la información a los que están ahí sin moverse– son desplazados por un nuevo ámbito en el que la pérdida del control de parte de quien ostenta el saber (la cátedra), es la marca del nuevo tiempo.
Nuevo tiempo de nuevas mentalidades.
Libertarias, críticas, inasibles.
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