El tipo de Estado que requiere nuestro país es quizá el punto de desencuentro más profundo en estos momentos. A finales de la década de los 80, el Estado mexicano entró en una fuerte crisis debido a su obesidad, corrupción, burocratismo e ineficiencia. Tanto economistas formados –sobre todo en universidades de Estados Unidos– como la propia izquierda mexicana señalaron estas deficiencias con justa razón.
Los economistas graduados en el extranjero que ganaron el poder plantearon como alternativa la reducción significativa de las funciones del Estado, por lo que impusieron por más de 30 años una serie de reformas, denominadas neoliberales, que se caracterizaron por la reducción generalizada del gobierno, una aplicación de austeridad fiscal y monetaria llevada a cabo bajo la mirada vigilante del FMI, el recorte de las importaciones y el incremento de las exportaciones; en una segunda etapa se aplicaron reformas institucionales privatizando las industrias paraestatales y el sistema bancario que había sido nacionalizado en 1982.
Si bien estas medidas redujeron significativamente la inflación, al final los resultados del neoliberalismo en México no fueron positivos, sobre todo en términos de bienestar social: más del 45% de las familias mexicanas viven por debajo de la línea de pobreza; tanto el ingreso monetario como el ingreso por familia se deterioraron significativamente en tres décadas. Por lo tanto, podemos afirmar que el debilitamiento del Estado que dio mayor preponderancia al mercado para generar mayor crecimiento económico fue exitoso únicamente para controlar la inflación y para beneficiar a una élite económica y política, pues el resultado principal fue un aumento sin precedentes de la desigualdad de ingresos y de riqueza. Otro de los saldos negativos más evidentes de la preponderancia del mercado sobre lo público fue la pauperización de la calidad de vida de las personas, gracias al debilitamiento institucional que mermó las capacidades básicas del Estado para brindar seguridad, salud, educación y alimentación.
La gran muestra de las consecuencias del deterioro del Estado mexicano lo podemos ver claramente en la actual pandemia del coronavirus, que llegó casi a la par del nuevo gobierno, con un sistema de salud prácticamente colapsado. Resulta paradójico que quienes debilitaron las capacidades del Estado mexicano, a través de sus críticas por la “ausencia de contrapesos al poder presidencial” para conservar los avances democráticos y de libertades, quieran ocultar su responsabilidad en los episodios de violencia, inseguridad, saqueos y actos de corrupción vividos en las últimas décadas. No quieren reconocer que nos dejaron un Estado débil que permitió que una minoría poderosa que juega en el mercado se impusiera sobre la mayoría de los ciudadanos.
Para enfrentar el enorme espectro de carencias que ha potenciado esta pandemia es necesaria la construcción de un Estado fuerte, que sin lugar a duda es la lección más importante que nos dejado la Covid-19, al presentarnos un aumento de la demanda de los servicios de salud y la necesidad de apoyar a la población por los empleos perdidos y las fuentes de trabajo que cerraron. Según un informe del FMI, a octubre de 2020 las medidas de apoyo a la población anunciadas por el gobierno mexicana apenas alcanzaban el 1 %, mientras que el promedio de los países emergentes era del 6 %.
Sin lugar a duda, la ausencia de mayor intervención del Estado para mitigar las consecuencias de esta pandemia está relacionada directamente con una insuficiente capacidad estatal del gasto público que ha tenido que ser orientado a atacar las necesidades primarias de salud. Por ello, en la coyuntura actual, es de vital importancia para el desarrollo y crecimiento económico, la construcción de un Estado fuerte, que debe partir de contar con más recursos fiscales, con instituciones eficientes y transparentes; por supuesto tarea difícil en un México herido que no cree en nada por las pésimas experiencias que se han vivido.
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