Durante su campaña presidencial Joe Biden utilizó la palabra “healing” para referirse a la atmósfera emocional e la que pretende gobernar. El término me parece adecuado para nombrar al ambiente que Estados Unidos debe fomentar después de un periodo en el cual el presidente saliente ha gobernado con un discurso que fragmenta con lacerantes confrontaciones.
Y es que, efectivamente, es un alivio, no sólo para Estados Unidos sino también para el resto de la población mundial, y específicamente para sus vecinos sureños, que no tengamos que pasar cuatro años más escuchando a un líder prejuicioso y arrogante cuyo lenguaje –ya sea de forma oral o por sus comunicados vía Twitter– se ha ejercido mediante un descarado bullying que degrada a los demás y se ensalza a sí mismo.
Sin embargo, no deja de ser preocupante que con estas prácticas de “mal comportamiento”, Trump haya llegado a ser presidente del país (aún) más importante del mundo, y que conserve una base enorme de “patriotas “que votaron por él y que descalifican los resultados electorales.
Aún más alarmante es que, este perfil de liderazgos excluyentes, tan alejados de la imagen de un Jefe de Estado cauteloso que se dirige a todos los ciudadanos, se haya convertido en una forma de ejercer el poder tan común en el mundo actual.
Más allá de las circunstancias particulares que debieran tomarse en cuenta en cada caso, algunos de los factores que explican las motivaciones de obediencia y las bases de legitimidad hacia este tipo de autoridad de corte irracional y basada en gran medida en las emociones, se encuentran en la obra de Max Weber, cuyo centenario luctuoso se ha conmemorado este año dando lugar a varias publicaciones y eventos virtuales.
En su conocida teoría de la dominación, el sociólogo alemán analiza cómo las épocas de mayores crisis sociales, en las cuales una gran parte de la población se siente desamparada, suelen surgir algunas personalidades fuertes que, como las grandes figuras religiosas, asumen un discurso de corte dogmático y confrontativo que no busca convencer al resto de la población sino radicalizar a las bases de los fieles o, si acaso, convencer a los sectores que puedan “convertirse”.
Los motivos de obediencia se sustentan en la percepción de que el líder se asume como único y es poseedor de cualidades que, lejos de ser producto de una preparación para ocupar el cargo, se presentan como innatas e insustituibles. A pesar de que en la mayoría de los casos estas figuras políticas han sido beneficiarios del sistema que critican (quién más que Trump y sus negocios) en sus discursos, se presentan como “outsiders”, como externos a una clase política anterior a ellos a la que descalifican y desprecian. El mayor de los peligros es que este tipo de argumentos les da alas para desautorizar a las propias instituciones democráticas que les dieron el triunfo.
Para explicar la génesis y el sustento de este tipo de autoridad, no sólo debemos analizar la conducta de los líderes sino, sobre todo, entender los motivos de quienes votan por ellos como lo son las condiciones económicas y políticas, la falta de oportunidades o la corrupción e ineficiencia de los regímenes anteriores. Además de estas causas, es necesario poner atención al ámbito de los prejuicios y las pasiones que llevan que una población mayoritaria pueda ejercer su voto en favor de este tipo de dirigentes.
De allí que hoy resulte de enorme actualidad el libro coordinado por Teodoro Adorno en 1950 con el título La personalidad autoritaria, en el cual se estudian los motivos de apoyo al fascismo. A partir de una serie de encuestas, la investigación muestra las condiciones para el surgimiento de una “personalidad autoritaria”, no en el líder sino en los votantes que pueden inclinar la balanza a favor de él. Para estos fines, los autores estudian numerosos factores como el círculo de pertenencia, las expectativas futuras, el ejercicio del poder en la familia, los valores compartidos, el nacionalismo, los fundamentos de la “construcción social del prejuicio” y el papel de los sentimientos (como miedo, enojo y temor) que orientan las preferencias políticas.
Así, a pesar de que han pasado más de setenta años de su publicación, las inquietudes y aportaciones de los clásicos de las ciencias sociales como Weber y Adorno, continúan siendo extraordinariamente vigentes como guías y/o fuentes de inspiración para acercarse al estudio de la convulsionada realidad contemporánea.
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