Al hacer una reflexión bioética sobre lo que hemos vivido en lo que va de esta pandemia, pienso que hay tres temas que ayudan a clasificar el tipo de experiencias y retos que enfrentamos: fragilidad, libertad y responsabilidad. Desde esta clasificación propongo revisar qué hemos aprendido para aplicar en la supuesta nueva normalidad, reconociendo lo raro de este concepto y lo prematuro que todavía resulta plantearnos volver a nuestras actividades mientras la pandemia no esté controlada y nos sintamos seguros de salir.
La fragilidad de la vida
Nosotros que no queremos pensar en la muerte y esperamos que la medicina siempre pueda hacer algo para darnos más años de vida, de repente, como si nos pusieran un lente de aumento, nos enfrentamos con la realidad de la muerte. Siempre hemos sabido que ésta puede llegar de un día para otro, pero en realidad no lo creemos. Ahora es difícil ignorar la realidad de la muerte. Sabemos que el COVID-19 puede infectar a cualquiera y esto nos incluye, lo mismo que a nuestros seres queridos. Es menos probable en la medida en que uno se cuide, pero no hay garantía y, aunque en la mayoría de los casos la infección produce síntomas leves, un pequeño porcentaje de enfermos adquiere la forma grave de la enfermedad y una proporción reducida de pacientes mueren. Aunque el porcentaje sea bajo, si los enfermos infectados graves mueren al mismo tiempo llegan a sumar miles, como ha sido el caso en muchos países y lo está siendo en México.
Desde el siglo pasado, en la medida en que la ciencia y la medicina tuvieron más éxito para prolongar la esperanza de vida, en los países occidentales las personas se fueron desentendiendo de la muerte queriéndola ver como un asunto que les toca atender, y evitar, a los médicos. De esa forma, las personas fueron perdiendo la costumbre de hablar de ella, de prepararse para enfrentarla, ¡de acompañarse! ante el dolor y la angustia que sin duda causa. Poco a poco se fue imponiendo una especie de negación ante la muerte: hacer como que no está cuando de hecho siempre está, pero de manera especial en algunas situaciones.
Aunque la muerte puede llegar de muchas maneras, no sólo debido a una enfermedad, actualmente la mayoría de las personas mueren en un contexto de atención médica. Pero manejar el final de la vida desde una perspectiva exclusivamente médica, nos lleva a ignorar las necesidades y las acciones que es importante hacer cuando alguien va a morir. La muerte es un asunto humano, personal, social; no puede verse solo como un asunto que los doctores atienden vigilando la evolución del cuerpo del enfermo mediante tratamientos, valoraciones, estudios, porque entonces se priva a la persona que está por morir de esa última parte de su vida sobre la que a ella, más que a nadie, le corresponde decir cómo quiere y cómo no quiere vivir.
Conviene entender el final de la vida como la etapa o momento en que una persona hace el cierre de lo que fue su obra, la que construyó a lo largo de su vida. Es deseable que elija y se responsabilice de cómo quiere hacerlo, para lo cual, tiene que saber que se encuentra en esa etapa, a menos, claro, que esto no sea posible porque la muerte le llegue de manera repentina. No sólo es importante que la persona que va a morir asuma que está en el final de la vida; también es esencial que lo hagan las personas cercanas, para que todas puedan despedirse, escucharse y hablarse o, quizá, simplemente acompañarse en lo que están viviendo. Lamentablemente la pandemia ha limitado las posibilidades para llevar a cabo estas despedidas en la pandemia como lo hemos comentado en una columna anterior.
Yuval Noah Harari en un artículo reciente preguntaba si El coronavirus cambiará nuestra actitud hacia la muerte. Este filósofo e historiador opina que será todo lo contrario, que en lugar de pensar en nuestra fragilidad para prepararnos para la muerte y darle sentido, pediremos a los científicos que redoblen los esfuerzos para vencerla.[1] Puede ser, pero yo pienso que es una necedad. No sé si sea posible una vida sin muerte ni qué clase de vida sería esa. Yo prefiero proponer que asumamos nuestra mortalidad, que aprendamos a darle un sentido a la muerte y valorar y aprovechar una vida que es finita, como lo es la de las personas que queremos.
Libertad
Si entendemos que llega un momento en que la medicina no va a poder evitar la muerte, pero sí podría prolongar la agonía de los pacientes, le daremos importancia a las decisiones que buscan contribuir a que el final de vida sea lo mejor posible, lo que se ha llamado una muerte digna: aliviando el sufrimiento y tomando en cuenta los valores de los enfermos.
Actualmente, hay un consenso ético y legal en la mayoría de los países occidentales, incluido el nuestro, de que se pueden limitar los esfuerzos terapéuticos –esto es, interrumpir o no iniciar tratamientos– que a juicio del médico no representan un beneficio, aun si como consecuencia de ello el paciente fallece. Igualmente se reconoce el derecho de los pacientes a rechazar tratamientos –siempre que tenga la capacidad cognitiva para entender su situación y las consecuencias de su decisión–, aun si como consecuencia del rechazo de tratamiento fallece. Estas decisiones sirven para que el paciente use el rango de libertad que le queda en la situación en que le ha puesto la enfermedad, la cual lo ha privado de poder elegir muchas cosas que quisiera seguir teniendo o haciendo en su vida. Al menos puede elegir cómo vivir la última etapa de su vida y puede rechazar un tratamiento que, desde su perspectiva, no le beneficia.
A estas decisiones hay que sumar, por un lado, los cuidados paliativos que servirán para aliviar los síntomas físicos y atender las necesidades psicológicas, sociales y espirituales del paciente y su familia. Por otro lado, el documento de voluntad anticipada que permite reconocer la autonomía del paciente cuando ya no puede expresarla por sí mismo, pero lo hizo previamente cuando aún era competente.
Actualmente en muchas organizaciones que defienden el derecho a elegir al final de la vida en diferentes lugares del mundo se está discutiendo la importancia de que las personas piensen, hablen y establezcan cómo querrían ser tratadas en caso de enfermar gravemente de COVID-19. Si no lo hacen oportunamente, es fácil que suceda lo que a muchos familiares les está pasando. No saben qué hubiera querido su paciente y ya no hay forma de preguntarle. Para los familiares es doloroso pensar que el enfermo, después de pasar días en cuidados intensivos sin mejorar y sin poder decir si quiere que se le prolongue la vida, muera solo y sin poder despedirse. Las conversaciones que todos deberíamos tener deben guiarse por una pregunta central: ¿cómo nos parecería indigno vivir y morir?
En un artículo anterior comenté que en situaciones de escasez de recursos como sucede en una pandemia, puede ser necesario modificar los principios bioéticos que normalmente fundamentan las decisiones médicas sobre el final de la vida. Se debe poner por encima el principio de justicia social para decidir la manera más ética de asignar recursos que no son suficientes para todos los que los necesitan.
Por otra parte, hay que mencionar que en México, como en muchos otros países, nos falta ampliar nuestras opciones para elegir al final de la vida porque está prohibida la muerte médicamente asistida –que incluye la eutanasia y el suicidio médicamente asistido–. Esto significa que si llegamos a la conclusión de que preferimos morir porque es la única forma de terminar con un sufrimiento o una vida que a nosotros –no a los demás– nos parece indigna, no podemos contar con la ayuda de un médico que cause nuestra muerte sin dolor.
Responsabilidad
En esta situación de pandemia hemos recordado –aunque me temo que no lo suficiente– que tenemos que pensar nuestra responsabilidad más allá de los límites individuales en que estamos acostumbrados a pensarla y asumir que tenemos una responsabilidad hacia la comunidad a la que pertenecemos. Quizá es difícil establecer hasta dónde llega nuestra comunidad porque podríamos ir tan lejos como para asumir que el problema que estamos viviendo es global, y la comunidad la forma todo el planeta al que hemos descuidado y maltratado, por lo que ahora estamos viviendo las consecuencias de su deterioro. Pero, por ahora, me refiero a la comunidad pensando en nuestro país.
Por un lado, hay que asumir que las medidas que hemos seguido, como el confinamiento, sirven no sólo para cuidarnos a nosotros mismos, sino a los demás, a otras personas que no conocemos. Esto implica igualmente entender que en situaciones de escasez de recursos se tenga que priorizar, de acuerdo al principio de justicia social, salvar el mayor número de vidas posibles y no la nuestra en particular.
Por otro lado, asumirnos como comunidad supone hacer nuestros los problemas que la pandemia ha puesto en evidencia, principalmente la tremenda desigualdad que existe entre los mexicanos. Darnos cuenta que muchos no pueden seguir las recomendaciones de aislarse y de lavarse las manos porque no pueden dejar de salir a la calle a ganar lo que necesitan para vivir, porque viven en hacinamiento y porque no tienen agua, todo lo cual es consecuencia de muchos años de enorme pobreza y malas políticas de vivienda.[2] Nos hemos dado cuenta también que las personas más afectados por el COVID-19 son las que tienen comorbilidades[3] porque no han tenido acceso a una atención de salud adecuada ni han podido seguir una alimentación más sana.
Asimismo, nos hemos confrontado con la enorme disparidad de un sistema de salud que cuenta con institutos de excelencia, pero también con hospitales que no tienen el equipo básico, ni material ni humano, para atender a sus pacientes, además de saber que hay poblaciones sin acceso cercano a un centro de salud. Tenemos infinidad de deudas con muchos mexicanos que, además, se verán más empobrecidos tras el confinamiento y si bien le toca al gobierno atender este problema, a todos nos corresponde exigirlo y revisar qué está en nuestras manos hacer.
La vida que sigue aún es muy incierta. Por lo pronto, sabemos que vivimos con el COVID-19 y que tendremos que vivir un buen rato con él, si no es que siempre. También sabemos que tarde o temprano regresaremos a la nueva normalidad que está por definirse y que debe ser mejor a la anterior que no estaba funcionando tan bien. Deseo para entonces que aprendamos a vivir con los cuidados necesarios, pero sin temer a cada otro por verlo como posible fuente de contagio. Que nos ocupemos de reflexionar sobre nuestra fragilidad, pero aprendamos a reconocer y trabajar nuestros miedos para no vivir atemorizados y poder sacar el mayor provecho y disfrute de nuestra vida. Que hayamos meditado sobre las cosas que tiene valor por encima de las que son superficiales. Que sepamos cuidar nuestro ambiente y aprovechemos el uso de la tecnología, pero sabiendo que nunca podrá sustituir el valor del contacto y los abrazos reales que forman parte esencial de lo que es ser humano.
Notas:
[1] Noah Harari, Yuval, “¿El coronavirus cambiará nuestra actitud hacia la muerte? Todo lo contrario”, El Confidencial,26 de abril de 2020.
[2] Ríos, V., “Los cambios que demanda el coronavirus en México”, El País, 18 de mayo de 2020.
[3] Cuando una misma persona padece más de una enfermedad o trastorno, y éstas interactúan.
*Este artículo presenta una versión resumida de la conferencia Reflexiones bioéticas para aprender de esta pandemia. Fragilidad, libertad y responsabilidad que formó parte del Ciclo de Conferencias COVID-19 organizado por la Facultad de Odontología de la UNAM y se impartió el 11 de junio de 2020.
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