India

Fui a la India y me recorrió en cinco días…

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Fui a India y me recorrió en cinco días. Desde una habitación minúscula, atada a una camilla con la venoclisis que me conectaba a ese enorme país. Sabía que cuando un sentido deja de funcionar, los otros se encargan de compensar, pero nunca antes lo había experimentado. 

Llegué a la India sin expectativas. Estaba abierta a lo que me regalaran. Esperaba ver los lugares a los que van los paseantes y observar lo que apareciera. Formarme impresiones y empacarlas en una maleta de historias que contar. Lo que nunca se me ocurrió, es que los ojos se iban a doblegar cómplices de mi debilidad física. 

Resultó ser un viaje con otros sentidos; aún no logro transcribir las palabras que me permitan narrarlo. Dice Octavio Paz que es más fácil delinear a la India que describirla, yo todavía me encuentro perdida en la reflexión. 

La India es un país enorme, con diversos sistemas solares completos. Convive su población a pesar de que hablan 170 idiomas y 544 dialectos. Realmente son numerosas naciones en una sola, cada una con distintas identidades conformadas por sus territorios, orígenes y costumbres. Sus sabores y olores incluyen muchas culturas además del Islam, están los budistas, shiks, cristianos, judíos y, por supuesto, los hindúes, que veneran  a más de 40,000 dioses. 

India
Fotografía: Sylwia Bartyzel.

Después de conocer Delhi viajamos a Varanasi, la ciudad más antigua del mundo. Tiene 4,000 años de existir a un lado del río Ganges, un lugar sagrado. Si mueres junto al río, se resuelve tu Karma, ya no es necesario volver a reencarnar. Por esto, de todos los confines del país llegan personas solas, o con su allegados, a morir en Varanasi. Allí, hay morideros, casas enormes con gente agonizando, y mujeres, viudas repudiadas por la familia del difunto, que por comida y techo asisten a la muerte y la acompañan en sus labores, mientras los familiares hacen los arreglos para la ceremonia. 

 ¿Será casualidad? En México se celebra el Día de los Muertos. Adornan los altares con esa misma flor naranja, el cempaxúchitl, color fuego, el mismo tono sagrado del hindú, simboliza el calor del sol. 

El cuerpo que ya descansa sobre la pira funeraria es tapizado con estas flores, velas, el ungüento mezcla de clavos, azúcar, alcanfor y cardamomo, que además del agua bendita del Ganges, purifica el alma. Como último atavío, la madera de sándalo viste al cuerpo en la cremación y lo impulsa a convertirse en humo y polvo. 

tradiciones de india
Fotografía: AFP.

El  Ganges como testigo, absorbe taciturno esta ceremonia. Aparecen fuegos simultáneos y cenizas de cuerpos, mientras las almas esperan con ilusión la eternidad. El río también recibe infinitos cuerpos vivos, que intentan purificarse con rezos, cánticos, mantras, lavado de ropa, dientes, uñas y cabellos. Sucede al mismo tiempo que otros tiran su basura y algunos muchachos en las escalinatas conocidos como “Ghats”, yacen esperando algún sentido a la vida, el que quizás yo, con mi educación occidental, pensando en la productividad, no alcanzo a vislumbrar. Las multitudes indias se mezclan con las multitudes blancas. Extranjeros con anteojos negros, shorts y sombreros de playa, con curiosidad, buscan confrontarse o revolcar la inercia de su existencia. Se considera a esta ciudad, la más espiritual de India. 

La mugre, el polvo, el ruido de las motos y bocinas, la mierda de las vacas, los gritos de la gente que parece estar discutiendo todo el tiempo, algunos mutilados pidiendo limosna, se convierten en una forma constante de contaminación. Las llamadas del brahmán para rezar cinco veces al día desde el amanecer, invitan a la gente a rogar a Dios, el mismo que los tiene abandonados, alejados de sus manos. 

En este contexto me enfermé, se cerraron mis ojos y, a partir de entonces, no sólo la enfermedad los mantenía cerrados. Abrirlos representaba un doble esfuerzo, pues temía mirar tantas, tantas penurias. 

rio en la india
Fotografía: Paul Jeffrey.

Horas después de hospitalizarme, mi oído se afinó. Esperaba fervientemente captar los sonidos para interpretarlos. De pronto adquirieron una importancia vital. Unos eran premonitorios de la llegada de las jeringas, que entrarían a mi piel mal orientadas, a buscar problemas. El ruido de las pisadas fuertes y seguras de los doctores, intensivistas, nefrólogos, cardiólogos, y el internista,  anunciaban una sentencia. Otros sonidos, casi imperceptibles, provenían de los pies descalzos, cuyos cuerpos venían a traer comida o a barrer. Muchas veces simplemente eran los sonidos de los pies que, atraídos por la curiosidad, entraban a mi habitación. Siempre venían en grupos. Algunos eran los familiares de otros enfermos, generalmente hombres que se colaban entre los doctores, para escuchar las noticias, o ver a la mujer postrada. 

Los ruidos empezaron a organizarse. El golpeteo de los motores de las bombas de agua se encargó de la percusión. Los gritos o quejidos junto con la trompeta de los autos se convirtieron en el coro. Yo escuchaba una melodía. Voces, percusión, guitarras, trompetas, saxofones, todos abandonaban el caos y se transformaban en una ópera. No soy aficionada a ese género musical, pero en ese momento el susurro me arrulló, acompañándome para darme paz. 

Con el olfato no me fue tan bien. Se afinó, pero no para darme la armonía tan necesitada. Percibía los olores al instante, colaboraban para incrementar el malestar; el sudor de la gente, el  limpiador corriente de pisos con un intenso aroma a pino, el olor a comida saturada con especies y curry que venía de las habitaciones de los vecinos, la peste a caño; el polvo de la calle y de todas las superficies del mobiliario; finalmente, mis propios olores me provocaban náusea. Convertían ese espacio en un lugar abrumador. 

También el sentido del tacto contribuyó a mi malestar. El cobertor con su textura áspera, me remontó a la cobija de mi infancia. Sus caricias, que salvaban las horas estancadas, auxiliaron el retorno a casa. Era algo familiar dentro de todo lo ajeno que estaba experimentando. 

hospital
Fotografía: TN8.

Una mañana me regresaron a urgencias para tomarme una radiografía de tórax. El suero debía quedarse en el cuarto, pues no tenían esos tubos con rueditas para llevarlo. Era tal mi debilidad, que la silla de ruedas caminaba lentamente por mí. Mi vista se clavó en las paredes manchadas de mugre ancestral, combinando manchas rojas de sangre, con escupitajos que habían lanzado los que acababan de pasar por ahí. El calor era insoportable. La energía eléctrica también huía de este infierno dantesco, los ventiladores del techo no servían. Tuvimos que esperar a que llegara la electricidad, que se compartía con los hoteles y toda la ciudad.

Ahí, en el corredor, reviví la llegada al hospital. La entrada sin puerta permitía que quien quisiera irrumpiera. Montones de chanclas de plástico y cuero viejo en el piso fangoso nos dieron la bienvenida. Los estetoscopios y los medidores de presión no servían; tampoco funcionaba bien la válvula del tanque con oxígeno. El tanque, el cómodo y el reloj en la pared, estaban corroídos por el óxido. De los hombres que entraban, no distinguía al médico del curioso que se acercaba a verme. Me tocaban sin haberse lavado las manos, y discutían en hindi, sin que yo entendiera qué estaba pasando. 

La intimidad se ve trastocada en un medio hospitalario, pero en India, esto se acentúa. Se borran los espacios corporales, entonces amalgamados a ti, se acreditan tus derechos. Hacen como quieren, sin previo aviso. Yo sabía que si me enojaba, responderían con enojo; si peleaba, pelearían. Su trabajo no tendría por qué ser afectuoso. Ignoraba cuánto tiempo iba a quedarme y, con la hostilidad del entorno, aguantaría poco: “decidí ejercitar mi práctica terapéutica”. Sería un ejercicio de investigador, desde lo sistémico, la narrativa, la hipnosis o cualquier idea que me llegara a la cabeza, pues sólo contaba con eso: mis ideas.

De la misma manera, mi habitación era una romería. Entraba mucha gente que quería tocarme: la frente, las manos, una caricia del cabello, acomodar la venoclisis que con frecuencia se tapaba. Yo gemía: “pain, pain”, y como respuesta me daban un sermón en hindi que yo no comprendía. Mi única opción era sonreír y soltar un “namasté”.

sanatorio
Fotografía: The Week.

Venían aquellas mujeres humildes, de la casta de “los intocables”. Vestidas con saris descoloridos y corroídos, eran las encargadas de atender las necesidades físicas, tocando mis partes más íntimas. Ninguna otra casta en India se encargaría de esto. Con sus caras hinchadas, testimonio de lo denigrante de su trabajo, sus ojos oscuros parecían hundidos en la cavidad ósea: ojos y miradas sin vida, acostumbrados a estar muertos y sin expresión alguna. No limpiaban, hacían como si… Me daban miedo; eran sombras fantasmagóricas que no pedían permiso. Entraban y salían a su gusto, buscando comida. Cuando la obtenían, desaparecían dejando en montoncitos el polvo barrido, los platos sucios tirados, o la mesa que,  resignada como yo, apilaba capas de telarañas y mugre, como si fuese parte de su morfología. 

Entonces, ocurrió la transformación maravillosa. El ejercicio funcionó.

Las enfermeras de manos torpes empezaron a regalarme sus sonrisas. Sus brazos fuertes y miradas endurecidas fueron transformándose. Si decía: “pain, pain”, llegaba su caricia. “Slow, slow”, e introducían el líquido frío que me hacía arder los brazos, con lentitud, mientras que nos mirábamos de manera distinta.

Piyali, la joven que nos trajo del hotel, me protegió. Parecía un remolino, traducía al inglés, compraba las medicinas, desconfiaba o se enojaba de quien fuera necesario, me traía comida limpia, peinaba, aseaba y, mientras platicábamos largas horas compartiendo el catre, corrió la voz de que yo daba consejos y bendiciones. Venían a contarme sus vidas, sus sueños, entraban a pedir mi opinión. Me invitaban a cenar a sus casas, a conocer a los novios que, de acuerdo a su tradición, sus padres habían seleccionado para ellas. Me mostraban sus tatuajes. Me pedían que rezara con ellas para que sus suegras las trataran bien. Querían que hablara con sus novios para saber si eran los adecuados. Me mostraban sus fotos y veían las mías. Me traían gente para hacer Reiki y espantar los dolores y la enfermedad de mi cuerpo. 

Vi sus caras transformarse en expresiones de amor, picardía y risas. El vínculo íntimo rompió las barreras que hasta ese momento existían en el espacio en el que nos encontrábamos. Todas dejamos de ser extranjeras y ajenas para sentirnos en casa. 

grupo de mujeres
Fotografía: Takepart.

Sonu venía en las tardes. A diferencia de las otras, sus facciones eran toscas. Su cabello corto con la raya en el centro, tenía un mechón rebelde que se asomaba despeinado, a pesar de la plasta de gel que debía mantenerlo gobernado. Sus ojos negros mostraban una mirada dura e inquisitiva, buscando pleito antes del rechazo inminente que provocaba. Su rostro, como fachada, contrastaba con las miradas femeninas de las demás. Sus pómulos salientes eran testimonio de experiencias rotas, y su cuerpo masculinizado relataba la lucha cotidiana por reafirmarse.

Lo supe después de horas de convivencia. Sonu miraba fijo a la ventana. Hablando y hablando llenaba mis oídos con palabras que yo no entendía, pero me traducían. Ella también tenía que curarse. Las enfermeras a pesar de ser sus compañeras, no eran sus escuchas; pero yo la paciente abandonada en las prolongadas horas del amanecer, me convertí en su oyente. Sonu me necesitaba y también sentí su transformación. Cuando entró a mi habitación por primera vez, me maltrató de manera tosca buscando las aterradas venas colapsadas por la deshidratación. Me golpeaba con palmadas en los brazos, ahuyentando a mis venas y a mí. Ella pretendía definir su identidad masculina y yo, quería llorar.

La homosexualidad no se veía con buenos ojos en su comunidad, entre los campesinos o en el resto de la India. Desde pequeña se había dado cuenta que nació en el cuerpo equivocado de una mujer. Vestirse con un sari y estar con otras niñas no era lo suyo. Cuando tenía 12 años murió su padre y ella aprovechó el pretexto de tener que sacar a la familia adelante. Se fajó los pechos, se cortó el cabello y, desde entonces, se vistió como hombre para salir a trabajar con sus hermanos al campo. Decidió ser enfermera porque podría ayudar a sus compañeras con los trabajos rudos; pero eso no funcionó: no la habían aceptado. 

Una mañana me dijeron que me harían un ultrasonido para revisar mis riñones. Vinieron por mí en una silla de ruedas, me desconectaron, pues teníamos que dejar el suero en la habitación. Entré con Roberto, mi esposo, al elevador y, al salir, estábamos directo en la calle. Como siempre, nos hablaban en hindi, como si entendiéramos. La alternativa era interpretar sus gestos, y descubrir sobre la marcha lo que sucedía. Nos subieron a una ambulancia destartalada y diminuta, en la que no cabía sentada. Tuve que acostarme en la camilla, que en realidad era un catre sucio, y nos dirigimos a un punto desconocido. 

India
Fotografía: Breaththedream.

En el trayecto de la ambulancia nos rodearon los rickshaws, algunos llenos con familias enteras. Esquivamos varias vacas recostadas en la calle. Había policías sentados, tomando té detrás de sus barricadas de hierro, interrumpiendo el tráfico. En el cielo volaban pájaros negros; en la tierra una mujer abandonada, a un lado de la carretera, esperaba morir. 

Llegamos a un edificio milenario, en cuya sala de espera había una muestra completa de etnias. Nos encontramos con una interminable gama de colores que transforma el paisaje sucio y muerto, en seres vivientes. Tirados en la esquina se apilaban trapos y botellas vacías. Un hombrecito descalzo repartía té. 

Las mujeres, coquetas, con lunares rojos entre sus cejas y largas trenzas negras, vestían pantalones coordinados con sus saris, dejando entrever barrigas y pieles color humo. Los ojos de las mujeres expresaban tristeza, los de los niños pequeños estaban maquillados. Algunas mujeres con burkas oscuras cargaban a sus bebés, había niños usando tenis con marcas comerciales, monjes budistas vestidos de naranja, el mismo que usaba el Buda para concentrarse en la meditación y ahuyentar a los moscos. Dos sikhs con sus turbantes elegantes. Había hombres abrazados o tomados de la mano mostrando camaradería: “estamos juntos en este camino”.

Mientras esperaba a que nos atendieran, abrí los ojos, brincaban de un lado a otro haciendo contacto visual y provocando intercambios de sonrisas. Si hubiéramos continuado con este diálogo habríamos terminado por inventar un idioma común. 

¡Namasté, mi vista había regresado!


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Protestas sofocan a la India

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En el panorama internacional las protestas sociales en la India reviven el tema de la xenofobia.

Una polémica ley que impide a impide las minorías musulmanas buscar la ciudadanía india, pero lo facilita a otras, fue la chispa que comenzó las manifestaciones sociales en la India, que a inicios de esta semana cumple cuartod ías asediada por protestantes.

El saldo preliminar de las protestas son diversos incendios registrados a unos 20 kilómetros de la capital de Bengala Occidental, seis estaciones de ferrocarril destruidas así como tres personas fallecidas.

El jueves recién pasado murieron dos jóvenes en Assam abatidos por elementos de la policía india, luego de que desafiaron el toque de queda impuesto por las autoridades.

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La ministra principal de Bengala Occidental, Mamata Banerjee, pidió no tomar la ley en las manos, evitar los bloqueos y daños en edificios gubernamentales o de otra forma “se tomarían medidas estrictas contra aquellos que son declarados culpables”.

En defensa del proyecto, el gobierno de Modi expresa que el Proyecto de Ley de Enmienda de Ciudadanía (CAB) aprobado el miércoles está destinado a proteger a las minorías sitiadas de Pakistán, Bangladesh y Afganistán.

El pasado 11 de diciembre, el gobierno de la India movilizó al ejército en el noreste para contener las protestas desarrolladas en paralelo contra la ley. Las autoridades impusieron un bloqueo de internet y ordenaron un toque de queda en la ciudad de Guwahati.

La organización Human Rights Watch (HRW) denunció que la ley “es discriminatoria” al basarse en la religión y “suena hueca porque excluye a los ahmadiya de Pakistán y a los rohinyás de Birmania”, ambos grupos perseguidos en sus países.

Con información de Notimex.