Sin imaginarlo en un principio, poco a poco se evidenció nuestra condición por razones sanitarias, de arraigo domiciliario. Está por cumplirse un año nuestro enraizamiento o como llama Arnold J. Toynbee, el famoso historiador inglés, a uno de los dos momentos que en su consideración explican la historia de la humanidad, nuestro, œikoumené, nuestra sedentarización que se opone al tan recurrido Völkerwanderung, la migración, el andar de los pueblos hacia nuevos destinos que ha animado siempre la historia que se acentuó en el último siglo y que hoy parece enrarecido. Porque son migración y establecimiento de pueblos lo que teje el devenir humano.
Hemos vivido en los últimos años una constante corriente de migración en todos los sentidos. La Völkerwanderung se ensanchó en el último siglo. Desde principios de 1900 con el genocidio armenio, la Guerra de los Balcanes y la Gran Guerra, el período de entreguerras europeo y la Segunda Guerra Mundial, vivimos en el planeta las consecuencias de enormes desplazamientos humanos que, por razones económicas, de etnicidad, religión, hambre o ideología, obligaban a las personas a dejar sus países de origen y emprender largos viajes sin retorno: Lampedusa y las barcas rebosantes de migrantes africanos, la frontera mexicana en el norte y el sur, las migraciones norafricanas a Europa, las de Oriente Medio a Inglaterra y Francia, los desplazamientos de Sudán a Somalia, nos proveyeron todas de un imaginario migratorio que hoy está detenido. A él contribuyó también el desarrollo del turismo, de esa forma del viaje que implica literalmente “ir de vuelta”. Ir poco, asegurar el regreso.
Todo el planeta ha sido a la larga de la gesta humana simultáneamente un espacio de migraciones y procesos civilizatorios de sedentarización. Esto hace que nos encontremos todos, sí, absolutamente todos, en algún punto del vector en ocasiones sorprendente e improbable que nos define; todos somos hoy producto de migraciones y procesos sedentarios.
Como seres finitos y egocéntricos, que solemos mirarnos el ombligo, las personas pensamos por lo general en estos procesos a la escala de nuestra finitud, digamos de la generación de nuestros padres a la de nuestros hijos, unos 100 años más o menos. Creemos que el mundo es así, como lo percibimos con esa miopía. Sin embargo, los instrumentos de la historia nos auxilian en lo comprensión de estructuras más amplias para ofrecernos una suerte de apofenia –que conecta datos aparentemente aislados o sin sentido expreso–, y hace entender las limitaciones de nuestra percepción, haciendo a la vez evidentes –cuando observamos los fenómenos en una escala mayor– lógicas distintas que hacen evidente lo que esconde nuestra miopía.
Henos aquí hoy, recogidos en nuestros espacios y sumidos en nuestras referencias, revisando el folklore, tejiendo añoranzas y aumentando a la escala del vacío de nuestras vidas, la realidad y las penas de los otros, esos otros que sólo vemos en la pantalla de nuestro celular, de la computadora o el set de televisión.
Un año sin globalización aparente, sin que nos movamos físicamente en el espacio, es un período también en que la mundialización se redefine. Un año de humana y frágil condición procurada por la enfermedad que a todos nos pone bajo el mismo rasero y nos hace a todos kleine Mensch (personitas), humanos vulnerables, prudentes los unos y miedosos otros ante lo desconocido.
En el camino hemos visto emerger políticas y políticos que acercan todos unos discursos en imperativo que interpreta los hechos. La condición lega en esos liderazgos circunstanciales aparentes, amplificados por las redes y los medios, una posición inflada por las circunstancias. De Angela Merkel a Bolsonaro, de Donald Trump a Xi Jinping, de AMLO a Akufo-Addo de Ghana. Las estadísticas varían y confunden, todas sin embargo reflejan la debilidad humana para vencer con la palabra, los contundentes hechos. Escuchaba hace poco al del Papa Francisco decir con tono seco:
Dios perdona siempre
Nosotros lo hacemos a veces
Pero la naturaleza no perdona nunca…
Para algunos la condición pandémica que flagela a la humanidad es consecuencia del deterioro planetario y de la ambición por el control de la biología, más que de su comprensión y de la capacidad de recorrer, descubrir y vivir el planeta-casa sin necesariamente lastimarlo. Para otros, es resultado de la sucesión de errores políticos, algunos piensan que se trata de un “mal” diseñado, otros que es un negocio programado. Lo cierto es que a la escala del individuo este tema duele mucho, en todas las familias se vive hoy la consecuencia de una pérdida significativa.
Ante este fondo común de realidad, vemos emerger una positiva conciencia de identidad humana. La olvidada identidad de las personas que es, sin embargo, meta de la especie que aparece hoy ante nosotros. Este año sin globalización física es un año de comunicación real donde hemos aprendido a decir y a ser de un modo más esencial, a transmitir de manera más funcional, a querernos sin pasar por el abrazo vacío y a reconocer en la mirada del otro, en la nuestra misma, un relato que viaja desde el interior de las personas. Es ésa la lección de doña pandemia y la de un año sin globalización. Busquemos aprenderla, a sonreír con la mirada y a mostrar nuestro dolor común también.
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